La visión desde lo alto de la montaña era espectacular. La inmensa llanura verde y los bosques se extendían majestuosos bajo nuestra mirada. La fuerza de la primavera y una agradable sensación de libertad nos inundó a los jóvenes que estábamos en la cumbre de la montaña y, con un poderoso impulso, nuestras gargantas empezaron a entonar el himno Más cerca, oh Dios, de ti. Contemplar sus obras maravillosas fue, de verdad, una forma de estar más cerca de él.
Creación y alabanza son conceptos estrechamente relacionados. Esta relación no es un producto natural del ser humano sino de la acción del Espíritu de Dios en la vida del creyente. «Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios» (Salmo 103:2) es la expresión de una relación íntima con Dios.
Aquella realidad de paz y tranquilidad vivida en lo alto de la montaña tal vez sea un pálido reflejo de lo que cada creyente puede experimentar, a pesar de que su rutina diaria se desarrolle entre enormes bloques de hormigón y mucha gente desconocida. Es el privilegio de vivir el fruto del Espíritu que produce paz en la oposición; gozo en los momentos difíciles; benignidad en los momentos de tensión diarios. El fruto del Espíritu es el resultado de la semilla que nuestro Dios planta en la vida del creyente, que tiene mucho poder y crecerá sin que nadie la pueda detener a menos que nosotros mismos la maltratemos y descuidemos.
En la familia, los padres han de fomentar la sensibilidad a la presencia del Espíritu Santo en los hijos. Es donde se debe instruir y enseñar acerca de la labor que el Experto Labrador realiza en las personas que se lo permiten. Es una gran responsabilidad de los padres la de dar ejemplo, consagrando sus vidas y poniendo a sus hijos cada día en las manos guiadoras del buen Dios.
El reconocimiento
Estaban preparados: doce hombres tenían el encargo de comprobar lo que el Señor les iba a obsequiar. Canaán era el lugar ideal para vivir. La orden fue: «Subid de aquí al Neguev y luego subid al monte. Observad cómo es la tierra y el pueblo que la habita, si es fuerte o débil, escaso o numeroso; cómo es la tierra habitada, si es buena o mala; cómo son las ciudades habitadas, si son campamentos o plazas fortificadas, y cómo es el terreno, si es fértil o estéril, si en él hay árboles o no. Esforzaos y traed de los frutos del país» (Números 13: 17-20). Y se adentraron desde el sur hacia el norte, hacia las zonas montañosas.
Dice la historia que, después de un tiempo, pasaron por el arroyo de Escol;2 allí cortaron una rama con un racimo de uvas tan grande que tuvieron que llevarlo en un palo entre dos exploradores. También se llevaron hermosas granadas e higos. Después de cuarenta días volvieron del viaje de reconocimiento y hablaron delante de Moisés, Aarón y el pueblo, mostrando los frutos que habían traído: «Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; éstos son sus frutos» (Números 13:27).
El acontecimiento fue espectacular. Aparentemente, se trató de un reconocimiento muy positivo en el que aparecieron los primeros frutos. Parecía un adelanto especial que el Señor quería que vieran antes de entrar en la tierra de su posesión. Era un regalo especial, una manera de mostrarles que, bajo un amor inconmensurable, el Señor cuida hasta los más pequeños detalles y se encarga de que todo sea perfecto.
Pero el informe aún no había concluido. En su descripción destacaron la fuerza de las gentes que habitaban aquellas tierras, así como la grandeza de sus ciudades. Además, habían visto a los hijos de Anac, a los que caracterizaron como personas de gran estatura: «Nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos» (Números 13: 33).
La disyuntiva
El pueblo estaba desanimado y los frutos pasaron a un segundo plano. No es extraño que se preguntaran: «¿A dónde nos han traído? ¿Qué hacemos aquí? ¡Demos la vuelta!». Es evidente que la mayoría del pueblo tenía miedo. El lugar les gustaba, pero las gentes que habitaban allí les asustaban. La rebelión estaba a punto de empezar. Temían que, si entraban en esas tierras, los gigantes acabarían con ellos y con sus familias. «¡No queremos ir a esas tierras, es un regalo envenenado!».
En ese contexto, el liderazgo de Moisés se tambaleaba y el pueblo comenzaba a dudar de sus cualidades. En un plano superior que sus ojos no podían ver, todos estaban rechazando al Señor que los había dirigido hasta ese momento, incapaces de ver cómo los guiaba. Sencillamente se veían solos. Como dice Pablo: «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Corintios 2:14). Hacía poco tiempo que habían sido testigos de las plagas, del milagro del mar Rojo y la eliminación del poderoso ejército egipcio. No obstante, sentían miedo porque solo confiaban en sí mismos.
Vivir tan apegados a esta tierra hace que la polvareda del suelo se meta en los ojos y no permita ver la intervención del Cielo. Si el ser humano desafía a Dios y minimiza o anula la cualidad espiritual, mutila el aspecto que lo vincula con él. Se revela entonces lo que la Biblia denomina vivir según la carne: «Los que son de la carne piensan en las cosas de la carne» (Romanos 8: 5).
Cuando Moisés mencionó la maldad de las personas que vivieron antes del Diluvio, indicó lo que Dios había afirmado: «No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; pero vivirá ciento veinte años» (Génesis 6: 3). En este contexto, el término «carne» es símbolo de lo terrenal y del alejamiento del Padre. El apóstol Pablo denomina «obras de la carne» a las actividades que el ser humano realiza sin Dios. Son acciones provocadas, la mayoría de las veces, por intereses propios desprovistos de la pauta divina. Mientras estemos sometidos a esas «obras de la carne» nos encontramos separados y en rebelión abierta contra Dios.
No obstante, existe otra opción totalmente opuesta: vivir según el Espíritu; el apóstol Pablo lo indica así: «pero los que son del Espíritu, [piensan] en las cosas del Espíritu» (Romanos 8: 5). Pensar en las cosas del Espíritu implica poner nuestras vidas en las manos de Dios al nivel más básico de actividad diaria. La disyuntiva entre pensar en las cosas de la carne y en las del Espíritu afecta a toda persona. Nadie está exento de tomar una decisión: o estamos con Jesús o con el mundo y sus deseos. Jugar a dos bandos es tarea imposible.
Higueras y zarzas
Una de las promesas más conmovedoras que el Señor ofrece es la transformación radical de su pueblo, si su Espíritu vive en él; es aplicable también a nivel familiar e individual. «No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto, pues todo árbol se conoce por su fruto, ya que no se cosechan higos de los espinos ni de las zarzas se vendimian uvas» (Lucas 6:43, 44).
El proceso de salvación posee una característica importante: la naturalidad. Al igual que en la naturaleza, nada se encuentra fuera de orden y, de esta manera, solo el árbol bueno puede dar buen fruto. Sin embargo, hay una excepción, y es Dios quien la establece. Se produce cuando entran en acción las leyes que el Señor ha dispuesto para la salvación del ser humano. Así, el milagro es que la zarza se transformará en un buen árbol y podrá tener buen fruto.
Cuando era niño, pude comprobar por mí mismo lo que significa la ley natural de la vida. Mi hermano mayor, que en aquel entonces debía tener unos nueve años, enterró una semilla de níspero en nuestro patio. Asombrosamente, pasados unos meses, salió una pequeña planta que fue creciendo hasta convertirse en un árbol, del cual, un tiempo después, comenzaron a salir muchas flores que posteriormente se convirtieron en frutos. Pudimos disfrutar del sabor de los nísperos, pues estaban muy ricos y dulces. Siempre me admiré que de una semilla sin valor hubiera salido aquel maravilloso árbol. El poder de Dios es admirable.
Gálatas 5: 18 nos da otra visión de la realidad que podemos vivir los seres humanos «guiados por el Espíritu». ¿Quiénes son los guiados por el Espíritu? Para aquellos que hace tiempo que nos acercamos al Señor, responder a esta cuestión de manera satisfactoria resultará en mucha tranquilidad espiritual. Tal vez esta sea una de las preguntas más inquietantes que nos hacemos los cristianos. ¿Seré merecedor de que Dios me llame su hijo? A veces hay sentimientos que nos hunden en la soledad y otros que nos llevan en volandas hacia la plenitud de su gloria. En ocasiones tocamos el cielo con la punta de los dedos y otras veces parece que le hayamos dado la mano al diablo.
Acercarse a los principios de vida que rigen en el reino de Dios requiere, en primer lugar, alejarse de los planteamientos materialistas y carnales con que nos hemos dotado los seres humanos y, en segundo lugar, conocer y experimentar los fundamentos que el Señor ofrece a sus hijos. Como es evidente, ambos criterios son contrarios y mutuamente excluyentes.
El fruto del Espíritu es solo prerrogativa de los hijos de Dios, disfrutarlo y vivirlo es algo que todo creyente debe experimentar. Si el amor es como un diamante, cada uno de sus lados serían las cualidades que lo forman.
El fruto en la familia
Los padres de Juan el Bautista formaban una familia especial. Son pocas las personas a las que la Biblia elogia de forma tan distinguida como a ellos: «Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías; su mujer era de las hijas de Aarón y se llamaba Elisabet. Ambos eran justos delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor» (Lucas 1:5, 6). La pareja formaba una familia ejemplar, no solo ante los hombres sino, sobre todo, ante Dios. No cabe duda de que sus vidas estaban muy vinculadas al Señor, aún sin ser plenamente conscientes del valor que tenían ante sus ojos. El Espíritu hacía su labor y ellos le dejaban obrar. Así, de forma natural, el fruto iba creciendo en ellos en la medida de la fe que Dios les daba.
¿Cuán cerca estaba el Señor de esta familia? La Palabra de Dios dice que el Señor oyó y solucionó su problema. Aunque eran de edad avanzada, obró en ellos el milagro de darles el hijo que tanto anhelaban.
Una vida cerca de Dios es una vida de confianza, de adhesión y defensa de los valores cristianos. Es una vida donde el Espíritu trabaja con seguridad y dedicación. Los padres de Juan el Bautista formaban una pareja que fomentaba la fe y todos los atributos del verdadero hijo de Dios. Ellos pudieron transmitir los valores que el Señor les concedió porque los vivían de una manera práctica en sus vidas. Pero ¿cómo se puede enseñar a los hijos si no es a través de la experiencia? Vivir con el ejemplo, en amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio propio será una bendición tanto para el que permite que el fruto del Espíritu actúe en su vida, como para los que le rodean, pues ejercerá en ellos una la influencia santificadora.
Para compartir
Ante la disyuntiva entre pensar en las cosas de la carne y pensar en las cosas del Espíritu, ¿qué eliges para ti y tu familia?
¿Cómo puedes pensar en las cosas del Espíritu y disfrutar los beneficios en tu vida de manera práctica? ¿Lo has experimentado?
¿Cómo puedes influir en los demás para que tomen provecho del fruto del Espíritu? Piensa en ejemplos prácticos para tu vida de pareja, familia, grupo de amigos e iglesia.
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