La situación de la viuda era seria. Perdió a su esposo y ahora a su hijo único, su medio de sustento. El grupo de dolientes volvería a su hogar y ella quedaría abandonada sin dinero ni amigos. Tal vez había pasado la edad de procrear y no volvería a casarse de nuevo. A menos que algún familiar viniera para ayudarle, su futuro carecía de esperanzas. Sería una presa fácil de estafadores y podría terminar pidiendo limosna para alimentarse. Más aún, como Lucas enfatiza, era el tipo de persona que Jesús vino para ayudar y fue lo que hizo. Jesús tenía poder para dar esperanza en medio de cualquier tragedia.
Todo entierro es triste pero este era de los más tristes.
Perdió a su marido, a su hijo único y su esperanza. Era desesperante.
Esa multitud prueba que era muy amada. (v. 12). No pudieron hacer nada.
Pasado triste, presente amargo (hijo), futuro sin esperanza.
Nuestra condición espiritualmente es esta: (Efesios 2:2, 3, 12).
El hecho de que la mujer era viuda y éste fuera su único hijo, presentaba una situación sumamente triste.
Mucha gente de la ciudad.
La difícil situación de la viuda evidentemente conmovió el corazón de los aldeanos, y muchos de ellos o quizá la mayor parte, la acompañaban al entierro. La simpatía de ellos por la viuda halló eco en la simpatía del gran Dador de la vida.
Se compadeció.
El amor y la compasión de Jesús aparecen con frecuencia como un motivo para realizar sus milagros (Mat. 14: 14; 15: 32; 20: 34; Mar. 1: 41; 8: 2; etc.). Los labios de la viuda no hicieron ninguna petición y, hasta donde se sepa, ningún ruego se elevó de su corazón. Pero Jesús, con su simpatía por la humanidad sufriente, contestó la oración silenciosa, así como lo hace aún muchas veces en nuestro favor.
No llores.
También puede traducirse, "deja de llorar". A la viuda le sobraba razón para estar profundamente triste. Pero Jesús estaba a punto de darle el mayor gozo posible, y no era apropiado que siguiera derramando lágrimas, a menos que fueran de gozo. Antes de resucitar a Lázaro, de hacer el milagro de restituir la vida, Jesús también procuró inspirar esperanza y confianza (Juan 11: 23-27).
Tocó el féretro.
El féretro, un ataúd abierto dentro del cual estaba el cuerpo envuelto en un lienzo, encabezaba la procesión 739 fúnebre (DTG 285). En los tiempos del NT es probable que este ataúd estuviera hecho de mimbre (ver com. Mar. 6: 43). Jesús tocó el féretro para indicar que se detuvieran los que lo llevaban. Según la ley de Moisés, el contacto con los muertos o aun tocar el féretro, causaba una contaminación ceremonial durante siete días (ver com. Núm. 19: 11). Pero para Jesús -que no conocía ni el pecado ni la contaminación, y era la Fuente de la vida- no había contaminación por el contacto con la muerte.
A ti te digo.
En griego, como en castellano, la construcción es enfática. Jesús sólo había dicho ala madre: "No llores"; pero al hijo le ordenó: "levántate". Jesús tenía derecho de pedirle a la madre que no llorara más porque tenía el poder de reprender a la muerte, la causa de su llanto.
Lo dio.
La madre viuda había perdido a su hijo por causa de la muerte, y no podía recuperarlo. Pero ahora se presenta el Dador de la vida y se lo devuelve. Compárese este caso con la curación del hijo endemoniado que le fue devuelto a su padre (cap. 9: 42).
16.
Glorificaban a Dios.
El pretérito imperfecto indica que continuaban glorificando a Dios. Cuando la gente se recuperó de su asombro, su primer pensamiento fue el de alabar a Dios.
Un gran profeta.
Este hecho sin duda les recordó casos similares de tiempos pasados. Frente a ellos estaba la evidencia incontrovertible del poder divino, y llegaron a la conclusión de que el instrumento humano por medio de quien se había manifestado debía ser un profeta. Compárese también con la promesa mesiánica de Deut. 18: 15 y la reacción de los judíos ante Juan (Juan 1: 21), y más tarde ante Jesús (Juan 6: 14; cf. cap. 4: 19; 7: 40).
Todo cristiano que llora por la pérdida de sus seres amados, puede bailar consuelo en la compasión que Jesús sintió por la viuda de Naín (ver com. vers. 13), y tiene el privilegio de consolarse con la seguridad de que ese mismo Jesús todavía "vela con toda persona que llora junto a un ataúd" (DTG 286). El que tiene en su mano las llaves de la muerte y del sepulcro (Apoc. 1: 18), quebrantará un día las ataduras que aprisionan a sus amados, y los libertará para siempre de las garras del gran enemigo de la raza humana (ver 1 Cor. 15: 26; 2 Tim. 1: 10).
17.
Fama.
También podría traducirse: "Lo que se decía de él, se propagó por toda Judea" (BJ). La noticia de lo ocurrido se propagó por toda la región circunvecina.
Judea.
Lucas usa este término para referirse a toda Palestina, incluso Galilea y Perea, como también lo que comúnmente consideramos como Judea (ver com. cap. 1: 5).
La muerte no puede mantener muertos a los muertos, especialmente cuando quien es la vida se presenta y da su orden de vivir, con la autoridad que puede provenir únicamente de Dios. Satanás tampoco puede mantener en muerte espiritual a aquellos que oyen la voz de Dios, que les dice que por el sacrificio de Cristo, tienen derecho a vivir para siempre.
Es bueno recordar los textos bíblicos que dicen: “Levántate de los muertos tu que duermes y te alumbrará Cristo” y también: “Dios nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo.” El tan conocido versículo:: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús, mora en vosotros, el que levantó a Cristo Jesús de los muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Y por último: “Porque el mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero: luego nosotros los que vivimos, los que quedamos; juntamente con ellos seremos arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”.
El efecto en la multitud fue inmediato, todo el mundo se llenó de temor y alababan al Señor. Evidentemente la gente tenía conciencia que era el mismo Dios el que estaba haciendo los milagros, ya que todos tenían respeto, reverencia y glorificaban a Dios.
JESÚS RESUCITA AL HIJO DE LA VIUDA
Jesús viajó a Naín y halló en el camino un cortejo fúnebre que salía de la ciudad. Había fallecido el hijo único de una viuda, dejándola virtualmente desamparada, pero Jesús le devolvió la vida. Este milagro, que aparece solo en Lucas, muestra la compasión deJesús por las necesidades de las personas.
Diólo a su madre, (v. 15). Su tesoro, sostén, vida y satisfacción
La vida sin Dios es cual cortejo fúnebre. El te encuentra hoy.
EL ENCUENTRO DE DOS CORTEJOS
Uno que entra (v. 11), otro que sale (v. 12). La vida frente a la muerte.
No es casualidad, sino providencia. (Mateo 1:21; Hebreos 2:14; Juan 11:25).
Esa mujer llevaba a enterrar lo más querido que tenía.
Jesús no responde a la fe de la mujer y menos a la del muerto.
Se cumple la profecía de Zacarías 10:6-8: “Visitado y redimido.”
II. LA COMPASION Y EL CONSUELO QUE DA JESUS
En el v. 9 se maravilla de la fe del centurión. A la viuda la consuela y se compadece de ella.
(v. 12) A veces Dios tiene que quebrantar el corazón para recordarnos nuestra necesidad de Jesús y ser salvos.
“No llores” vino a quitar la causa del llanto y a darnos alegría.
No solo del corazón de la viuda sino de todo el pueblo. (vv. 16, 17).
¡Qué gloriosa esperanza! Se acerca el día esperado. (Isaías 25:8, 9).
III. LA VIDA RESUCITADA QUE DA JESUS
1. Consuela: Sólo Jesús puede decir: “No llores.” (Juan 14:1-6).
2. Interviene: Tocó el féretro. Su contacto dio vida.
3. Mandato: El poder irresistible de su Palabra. (Juan 5:24-28).
Resucitó a tres personas.
1. A la hija de Jairo en la casa, les dijo que le diesen de comer.
2. Al hijo de la viuda, en el camino, comenzó a hablar (testimonio).
3. Lázaro, en el cementerio, pidió que lo desataran y que lo dejaran ir.
Jesús vino precisamente a destruir la muerte. (Hebreos 2:14, 15).
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?
1 Corintios 15.55
Estás abandonando el edificio de la iglesia. El funeral ha terminado. Ahora viene el entierro. Delante de usted caminan seis hombres que cargan el féretro que lleva el cuerpo de su hijo. Su único hijo.
Se encuentra atontado por el dolor. Aturdido. Perdió a su marido y ahora ha perdido a su hijo. Ya no le queda familia. Si le quedaran lágrimas, lloraría. Si le quedara fe, oraría. Pero ambas cosas escasean de modo que no hace ninguna de las dos. Sólo mira fijamente la parte de atrás del ataúd de madera.
Repentinamente se detiene. Los portadores del sarcófago se han detenido. Se detiene.
Un hombre se ha parado frente al féretro. No lo conoce. Jamás lo ha visto. No estuvo presente en el funeral. Tiene puesto un saco de pana y pantalones de mezclilla. No tiene la menor idea de lo que está haciendo. Pero antes de que pueda objetar algo, se acerca a usted y le dice: «No llores».
¿No llores? ¡No llores! Este es un funeral. Mi hijo está muerto. ¿No llores? ¿Quién es usted para decirme que no llore? Esos son sus pensamientos pero nunca llegan a convertirse en palabras. Porque antes de que pueda expresarse, él actúa.
Se vuelve hacia el ataúd, pone sobre él su mano y dice en alta voz: «¡Joven, a ti te digo, levántate!»
«Un momento», objeta uno de los que van cargando el féretro. Pero la frase es interrumpida por un repentino movimiento dentro del ataúd. Los hombre se miran unos a otros y rápidamente lo apoyan en el suelo. Menos mal, porque tan pronto toca la acera la tapa comienza a correrse lentamente…
¿Le parece una novela de ciencia ficción? No lo es. Está en el Evangelio según Lucas. «Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar» (Lucas 7.14–15).
Ahora cuidado. No lea ese último renglón demasiado rápido. Hágalo nuevamente. Con lentitud.
«Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar».
Qué frase tan increíble, ¿no le parece? A riesgo de exagerar, leámosla una vez más. Esta vez repita cada palabra en voz alta. «Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar».
Excelente. (¿Levantó la vista alguno de los que le rodeaban?) ¿Podemos hacerlo otra vez? Esta vez lea nuevamente en voz alta, pero l-e-n-t-a-m-e-n-t-e. Haga una pausa entre cada palabra.
«Entonces… se… incorporó… el… que… había… muerto… y… comenzó… a… hablar».
Ahora viene la pregunta. ¿Qué es lo que está mal en ese versículo?
¡Acertó! ¡Los muertos no se incorporan! ¡Los muertos no hablan! ¡Los muertos no abandonan su féretro!
A no ser que se presente Jesús. Porque cuando Él se presenta, nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Jairo se lo puede decir. Su hija ya había muerto. Los que hacían duelo ya estaban en la casa. El funeral ya se había iniciado. La gente pensaba que lo mejor que podía ofrecer Jesús eran unas palabras amables acerca de la hija de Jairo. Él dijo algunas palabras, es cierto. No eran acerca de la niña, sino que estaban dirigidas a la niña.
«Muchacha, levántate» (Lucas 8.54).
Y antes de que el padre llegara a saber lo que estaba sucediendo, ella se encontraba comiendo, Jesús se estaba riendo y los que habían sido contratados para llorar y gemir fueron enviados de regreso a sus casas temprano.
Marta se lo puede decir. Ella había esperado que Jesús apareciese para sanar a Lázaro. Pero no lo hizo. Luego había tenido esperanzas de que apareciera a tiempo para enterrar a Lázaro. Tampoco lo hizo.
Para cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba cuatro días de muerto y Marta se estaba preguntando qué clase de amigo era Jesús.
Ella escucha que Él está en las afueras de la ciudad así que sale corriendo para encontrarlo. «Señor, si hubieses estado aquí» lo confronta, «mi hermano no habría muerto» (Juan 11.21).
Hay dolor en esas palabras. Dolor y desilusión. El único hombre que podría haber provocado un cambio no lo hizo y Marta quiere saber el por qué.
Tal vez usted también. Es posible que haya hecho lo que hizo Marta. Alguno a quien usted ama se aproxima al borde de la vida y se acerca a Jesús buscando su ayuda. Usted, al igual que Marta, se vuelve hacia el único que puede salvar a una persona de caer al precipicio de la muerte. Le pide a Jesús que le dé una mano.
Marta debe haber pensado: Seguramente que vendrá. ¿No ayudó acaso al paralítico? ¿No ayudó al leproso? ¿No le dio vista al ciego? Y ellos casi no conocían a Jesús. Lázaro es su amigo. Somos como de la familia. ¿Acaso no viene Jesús a pasar los fines de semana aquí? ¿Acaso no come a nuestra mesa? Cuando escuche que Lázaro está enfermo estará aquí en un abrir y cerrar de ojos.
Pero no vino. Lázaro se empeoró. Ella miraba por la ventana. Jesús no aparecía. Su hermano alternaba entre la conciencia y la inconsciencia. «Pronto llegará, Lázaro», prometía ella. «No te dejes vencer».
Pero nunca llegó el toque esperado a la puerta. Jesús nunca apareció. Ni para ayudar. Ni para sanar. Ni para enterrar. Y ahora, cuatro días después, por fin llega. El funeral ha terminado. El cuerpo ha sido enterrado y el sepulcro está sellado.
Y Marta está herida.
Sus palabras han tenido eco en millares de cementerios. «Si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto».
Si hubieras estado haciendo lo que te correspondía, Dios, mi esposo habría sobrevivido. Si hubieses hecho lo correcto, Señor, mi bebé estaría con vida.
Si sólo hubieras escuchado mi súplica, Dios, mis brazos no estarían vacíos.
El sepulcro descubre nuestra visión de Dios.
Cuando nos enfrentamos a la muerte, es desafiada nuestra definición de Dios. Lo cual, a su vez, desafía nuestra fe. Esto me lleva a formular una pregunta seria. ¿Por qué razón interpretamos la presencia de la muerte como una ausencia de Dios? ¿Por qué pensamos que si el cuerpo no recibe la sanidad es porque Dios no está cerca? La sanidad, ¿es acaso el único medio por el que Dios demuestra su presencia?
En ocasiones lo pensamos. Como resultado, cuando Dios no contesta a nuestros pedidos de sanidad, nos enojamos. Nos volvemos resentidos. El acto de culpar reemplaza a la fe. «Si hubieses estado aquí, haciendo lo que te corresponde, Dios, esta muerte no hubiera ocurrido».
Nos causa preocupación el que esta visión de Dios no tenga un sitio para la muerte.
Hace unos días un huésped de nuestra casa mostró a mis hijas unos trucos. Trucos de magia. Cosas simples de prestidigitación. Me paré a un costado y observé la reacción de las niñas. Estaban maravilladas. Cuando la moneda desaparecía, ellas hacían exclamaciones. Cuando reaparecía, quedaban estupefactas. Al principio me causó gracia su expresión maravillada.
Pero después de un rato, mi sorpresa se convirtió en preocupación. Una parte de mi ser se sentía molesta por lo que estaba sucediendo. Mis hijas estaban siendo engañadas. Él las estaba embaucando. Ellas, las inocentes, estaban siendo burladas por él, el tramposo. Eso no me gustaba. No me agradaba ver que tomaran a mis hijas por tontas.
Por eso les susurré. «Lo tiene en su manga». Y así era. «Lo tiene detrás de la oreja». Y ¡sorpresa, tenía razón! Tal vez haya sido una brutalidad de mi parte el interferir en la demostración que se hacía, pero me resultaba desagradable estar de observador mientras un engañador hacía caer en un truco a mis hijas.
Tampoco a Dios esto le agrada.
Jesús no soportaba quedarse sentado y observar cómo eran engañados los que estaban de luto.
Entienda, por favor, que Él no levantó a los muertos para bien de los mismos. Los levantó para satisfacción de los que vivían.
«¡Lázaro, ven fuera!» (v. 43).
Marta permaneció en silencio mientras Jesús daba la orden. Los que estaban de duelo estaban callados. Nadie se movió al enfrentarse Jesús al sepulcro de piedra y ordenarle que soltara a su amigo.
Nadie se movió, excepto Lázaro. En la profundidad de la tumba, se movió. Su corazón inmóvil volvió a latir. Sus ojos vendados se abrieron de golpe. Entonces un hombre hecho momia en una tumba, se sentó. ¿Le interesa saber lo que ocurrió a continuación?
Permítale a Juan que se lo relate: «El que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario» (v. 44).
Otra vez lo mismo. ¿Lo vio? Lea nuevamente las primeras cinco palabras del versículo.
«El que había muerto salió».
De nuevo. Esta vez con mayor lentitud.
«El que había muerto salió».
Una vez más. Ahora en voz alta y muy lentamente. (Sé que pensará que estoy loco, pero lo que me interesa es que de verdad comprenda.)
«El… que… había… muerto… salió».
¿Puedo volver a formular las mismas preguntas? (Por supuesto que puedo; ¡yo soy el que estoy escribiendo el libro!)
Pregunta: ¿Qué es lo que está mal en este cuadro?
Respuesta: Los muertos no salen caminando de las tumbas.
Pregunta: ¿Qué clase de Dios es este?
Respuesta: El Dios que tiene las llaves de la vida y de la muerte.
El Dios que descubre la manga del tramposo y expone el engaño de la muerte.
El Dios que le gustaría que esté presente en su funeral.
Él lo hará otra vez, puede estar seguro. Lo ha prometido y ha demostrado que puede hacerlo.
«El Señor mismo con voz de mando[…] descenderá del cielo» (1 Tesalonicenses 7.16).
La misma voz que despertó a un muchacho en las cercanías de Naín, que movilizó a la hija inmóvil de Jairo, que despertó al cadáver de Lázaro, la misma voz hablará de nuevo. La tierra y el mar soltarán a sus muertos. Se acabará la muerte.
Jesús se aseguró de que eso sucediera.
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