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Vencedor para siempre - Rumbo al hogar

“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron” (Apoc. 21:4)

INTRODUCCIÓN

El relato que narra la caída de la humanidad en el pecado, registrado en Génesis, es un recuerdo constante de aquello que Dios no había planeado, y que se ha convertido, por defecto, en la única realidad que conocemos (Gén. 3:1-24). Las consecuencias que trajo a este mundo la desobediencia de la primera pareja humana son diversas. Separación de la presencia de Dios (Gén. 3:24), conflictos en el hogar (Gén. 3:12-13; 4:1-7) y la muerte (Gén. 3:21; 4:8), son solo algunos de los efectos del pecado que están presentes en el día a día que vivimos.

Dios, sin embargo, tenía un plan distinto para la humanidad (Gén. 1:26-29; 2:8-15). Esto, porque nunca fue el plan de Dios que habitára- mos en una tierra maldita por el pecado (Gén. 3:14-15, 17-19), lugar en donde reinan el dolor, la enfermedad (Gén. 3:16) y las dificulta- des laborales (Gén. 3:17-19). La única esperanza que existe para este mundo es que Jesús regrese y restaure todas las cosas. En el día de hoy, el último de nuestra serie, estudiaremos el significado y alcances de esa nueva creación. Para eso, examinaremos los dos últimos ca- pítulos del Apocalipsis, observando el resurgimiento del paraíso que perdieron nuestros padres en el Edén. Y, como afirma Dios, ver cómo el pecado y sus consecuencias no existirán más (Gén. 21:1-22:5).

Y EL MAR YA NO EXISTIRÁ MÁS (Apoc. 21:1)
Juan tuvo el gran privilegio de ver la tierra restaurada. “Entonces vi”, declara Juan, “un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado” (Apoc. 21:1). Si bien el fir- mamento y la Tierra fueron creados por Dios (Gén. 1:7-10), y para él eran buenos en gran manera (Gén. 1:31), Juan alude al hecho de que uno y otro representan la creación deformada por el pecado (Gén. 3:17), y por lo tanto dejarán de existir (Apoc. 21:1).

Nuestra esperanza, entonces, debe estar puesta sobre el adjetivo nuevo; palabra que no debe ser entendida en el sentido de reciclaje o remodelación. Dios no maquillará los desperfectos de este mundo ni barrerá bajo la alfombra el polvo que nadie quiere ver. Es una re-crea- ción, y, por consiguiente, es algo nuevo, semejante a lo que fue perdi- do en el Edén. Por esta razón, Pedro afirma que cuando Jesús regrese, “los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quema- das” (2 Ped. 3:10). ¡Todo será destruido! Lo que nosotros esperamos, por lo tanto, y que es parte de la promesa divina, son “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped. 3:13).

Vale la pena resaltar, y en vista de lo dicho previamente, que la esperanza de la restauración futura no ocurrirá inmediatamente en ocasión de la venida de Jesús. Jesús vendrá, llevará a los redimidos al cielo (1 Tes. 4:13-17), y destruirá muestro planeta (2 Ped. 3:10-13). La segunda venida, nos dice Juan, da inicio a lo que conocemos como milenio, en donde los justos “serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años” (Apoc. 20:6). Luego, después del milenio (Apoc. 20:1-15), el planeta será recreado, y la promesa de un cielo y tierra nueva será cumplida (Apoc. 21:1-22:5).

Las consecuencias del pecado sobre la tierra son innumerables. En tanto algunos sectores del planeta son destruidos por inundaciones, tornados y tsunamis, otros sufren sequías y terremotos. La promesa de un nuevo cielo y una tierra nueva nos animan a poner nuestra esperanza en la re-creación futura. Y, en particular, nos motiva a anhelar que la venida de Jesús ocurra pronto, para así dar inicio a la restauración de todas las cosas (Hech. 3:21).

En la re-creación del planeta, y en el contexto de la destrucción del antiguo orden, Juan ve que “el mar ya no existía más” (Apoc. 21:1). Si se considera que el firmamento, la tierra y los océanos fueron crea- dos por Dios (Gén. 1:6-10), es difícil pensar que el mar, al cual Dios califica como bueno en la creación (Gén. 1:10), desaparezca. Es probable, en consecuencia, que está imagen sea en el Apocalipsis una referencia al mar, o abismo, desde el cual surgen los poderes que buscan dañar al pueblo de Dios (Apoc. 9:1-2; 11:7; 13:1; 17:8; 20:1, 3). En este sentido, la expresión “y el mar ya no existía más” tiene la intención de destacar que en la tierra nueva el mal habrá dejado de existir, por lo tanto, los justos podrán descansar en paz.

Por otro lado, el mar también puede funcionar como un símbolo de separación. La isla de Patmos, emplazamiento al que Juan había sido desterrado (Apoc. 1:9), era un lugar rocoso rodeado por las aguas del mar Egeo. Para él, así como también lo puede ser para algunos de nosotros, el mar representaba el cisma que existía entre él y sus seres queridos. De este modo, al expresar que en la nueva tierra no habrá mar, Juan intentaba resaltar que los redimidos nunca más experi- mentarán el sentimiento triste de la separación. Es decir, la promesa divina es que nunca más diremos adiós.

Este es uno de los tantos “no más” del Señor en el Apocalipsis. El pecado trajo separación, caos, destrucción y conflictos. La promesa es que, en un día, el cual no está muy lejano, el “mar”, como símbolo del mal y la distancia, dejará de existir.

Y EL DOLOR YA NO EXISTIRÁ MÁS (Apoc. 21:4-5)

El peor adiós que hoy vivimos es aquel que pronunciamos cuando muere alguien que amamos. Aunque tengamos fe en la promesa de la resurrección, aun así experimentamos sufrimiento al contemplar la pérdida de nuestros padres, hijos, cónyuges o amigos, y especial- mente al reflexionar que en el tiempo que nos queda de vida no po- dremos disfrutar de su compañía.

La esperanza, entre tanto, es que Dios enjugará las lágrimas de los ojos de aquellos que habitarán en la tierra nueva (Apoc. 21:4), donde “ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, por- que las primeras cosas ya pasaron” (Apoc. 21:4). Juan escucha esta promesa que viene desde el cielo (Apoc. 21:3), enfatizando de esta forma que su cumplimiento es algo cierto. No está de más recordar que la aflicción, en todas sus formas, comenzó en el Edén, después de la caída (Gén. 3:1-4:16). El plan original consistía en que el ser hu- mano viviera para siempre y no que sufriese enfermedades, ni que llevase una vida miserable (Gén. 1:26-29; 2:8-15).

Fue el pecado el que ocasionó la ruina de la humanidad. Es por esto que, luego de enumerar las angustias que usted y yo vivimos día a día, la voz que escucha Juan insiste, otra vez, que este orden de cosas deja- rá de existir (Apoc. 21:4). Esto nos recuerda que usted y yo, como las Escrituras afirman, seremos transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, y nuestros cuerpos serán revestidos de inmortalidad (1 Cor. 15:51-55). En otras palabras: la muerte será destruida (1 Cor. 15:54; Apoc. 20:14), y, por consiguiente, las lágrimas, el duelo y la tris- teza serán totalmente eliminadas, y nunca más surgirán (Apoc. 20:4).

La victoria que los redimidos gozarán en la tierra nueva es debido al triunfo de Jesús en la cruz (1 Cor. 15:56-57). Si bien el avance de la ciencia médica en estos últimos años ha sido, sin duda, de provecho para el ser humano, no existe remedio que cure la enfermedad de la muerte. Es únicamente gracias a Jesús, quien derrotó a Satanás en el calvario, que un día, revestidos de inmortalidad (1 Cor. 15:54), estaremos para siempre con el Señor (1 Tes. 4:17).

Lo expresado previamente describe la preocupación del Señor por el sufrimiento humano; sufrimiento que se puede manifestar al con- templar la muerte, así como en el llanto y en el dolor (Apoc. 12:4). Es oportuno indicar que el cuidado divino en favor de sus hijos aparece primero mencionado en Apocalipsis 7. En ese lugar leemos que el que está sentado sobre el trono se hará presente para protegerlos, y “ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno” (Apoc. 7:16). Adicionalmente, percibimos que Jesús los pastoreará, guiándolos a fuentes de aguas vivas, y “Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apoc. 7:17).

Lo anterior implica que la promesa del Señor en el Apocalipsis in- cluye “otros” dolores, y no únicamente los que padecemos por causa de la muerte. La única manera de que estos males acaben es que Dios re-cree este mundo; lo cual es claramente establecido por aquel que estaba sentado sobre el trono, quien dice: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apoc. 21:5). Esta esperanza, cuyas “palabras son fieles y verdaderas” (Apoc. 21:5), son la base sobre lo cual se construye el cielo y la tierra nuevos que Juan vio (Apoc. 21:1), sirviendo de ga- rantía y certeza de que Dios re-creará “todas las cosas” (Apoc. 21:5).

La re-creación de este mundo, en consecuencia, no afectará solo la naturaleza, sino también al ser humano, el cual nunca más experimentará la separación que la muerte, que, como un enemigo despia- dado, irrumpe en el seno de las familias. Es fundamental recordar que esta promesa se suma al resto de los otros “no más” pronuncia- dos por el Señor en el libro de Apocalipsis, invitándonos a reflexio- nar que en la tierra nueva no habrá más separación, caos, hambre, ni calor, frio o muerte.

Y LA MALDICIÓN NO EXISTIRÁ MÁS (APOC. 22:1-5)

Juan contempla el descenso de la nueva Jerusalén (Apoc. 21:2, 9-10), y describe en detalle las bellezas de la ciudad (Apoc. 21:12-25). La descripción que Juan hace del brillo, los fundamentos, materiales, muros y puertas (Apoc. 21:11-21), no se compara con el hecho de que en la ciudad no habrá templo, pues “el Señor Dios Todopoderoso es su templo, y el Cordero” (Apoc. 21:22). Es más, la ciudad no tiene siquiera “necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera” (Apoc. 21:23). Los redimidos, por cierto, tendrán libre acceso, ya que “sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche” (Apoc. 21:25).

Juan también ve un río de agua viva, brillante como cristal, que sa- lía del trono de Dios y del Cordero, el cual corría por en medio de la ciudad (Apoc. 22:1-2). Ubicado a cada lado del río, estaba el árbol de la vida, el “que produce doce frutos, dando cada mes su fruto” (Apoc. 22:2). La última vez que algún ser humano divisó, y pudo tocar, el ár- bol de la vida fue en el Edén, específicamente antes que Adán y Eva desobedecieran (Gén. 2:9; 3:22). Para prevenir que la pareja comiera de él, y vivieran para siempre, Dios los expulsó del Edén, y desde entonces nuestro contacto con el árbol ha sido meramente teórico. Eso un día cambiará. El Señor promete que, una vez que la tierra sea re-creada, los que han decidido creer en Jesús, y ser fieles, tendrán el privilegio de entrar por las puertas de la ciudad y comer de los frutos del árbol de la vida (Apoc. 22:14).

Al final del relato, Juan menciona los dos últimos “no más” del Se- ñor: No habrá más maldición (Apoc. 22:3), y no habrá más noche (Apoc. 22:5). Partamos por el primero. La primera en recibir la mal- dición del pecado fue la serpiente (Gén. 3:14), quien fue el instru- mento que Satanás usó para engañar a Eva (Gén. 3:1-7). El segundo fue la tierra, la cual produciría cardos y espinas, haciendo penoso y difícil el trabajo del hombre (Gén. 3:17-19). Sin embargo, la bue- na noticia es que la maldición del pecado desaparecerá, y con esto el destierro que se nos ha impuesto llegará a su fin. Los redimidos tendrán la oportunidad de estar cerca del trono de Dios y el Corde- ro, que estarán en la ciudad (Apoc. 22:3), y asimismo podrán ver el rostro del Señor (Apoc. 22:3-4). En otras palabras, el exilio ha termi- nado, por lo cual la raza humana puede volver al hogar, al verdadero, el que originalmente le fue construido: el nuevo Edén.

El segundo “no más” del Señor es que en la nueva Jerusalén la “no- che” no existirá (Apoc. 22:5). Esta característica de la ciudad, anun- ciada en un par de escenas previas (Apoc. 21:23, 25), se debe a que los redimidos “no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará” (Apoc. 22:5). El Señor, el creador de la luz y las lumbreras celestes (Gén. 1:3, 14-18) no necesita de ellas o de medios artificiales para alumbrar la ciudad. La presencia de Dios sobrepasa cualquier tipo de luz, y es al amparo de esa luz que los re- dimidos reinarán con el Señor por los siglos de los siglos (Apoc. 22:5).

CONCLUSIÓN

La restauración de la humanidad es el único camino que existe para este mundo manchado y destruido por el pecado. El Señor vendrá y nos promete que, después del milenio, aquello que perdimos en el Edén será restaurado. No habrá más caos y separación, y la maldi- ción que trajo el pecado será completamente erradicada. Jesús ven- ció, y la justicia que su sacrificio nos otorga a todos los que hemos creído y caminamos con él será el derecho a comer de los frutos del árbol de la vida, y “entrar por las puertas de la ciudad” (Apoc. 22:14).

INVITACIÓN

Pese a que la ciencia ha desarrollado instancias para alargar la vida, y existen propuestas para acabar con las injusticias sociales, ninguna de ellas se compara con lo que Dios nos tiene prometido. Lo invito a que oremos constantemente para que esa certeza nunca se apague en nuestro corazón, y así un día entremos a la nueva Jerusalén, y vivamos con el Señor para siempre

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