Mientras algunas personas abandonan a sus hijos y otros los crían con indiferencia, miles sueñan con ser padres. Tal vez por haber vivido en familias grandes, quién sabe, por haber convivido con un hermano o hermana, o por tener buenos recuerdos. Quien sabe, quizás por haber tenido una infancia desagradable, sueñan con hacer algo diferente. Muchos sienten luto por un hijo que no tuvieron o se lanzan en una batalla ardua en las clínicas. Otros también intentan encontrar un lugar en las largas filas de adopción.
Para los hombres y mujeres antiguos de la Biblia, tener un hijo era una de las mayores realizaciones de la vida. Era una forma de mantener la memoria de la familia, de transferir la propiedad que los padres dejaban como herencia. Sobre todo, los hijos eran la mayor herencia (Salmos 127:3). En la larga trayectoria de los descendientes de Eva, las madres esperaban que sus hijos fueran bendecidos por Dios para realizar algo especial. El nombre de los hijos generalmente revelaba grandes expectativas.
Para darle continuación a la promesa iniciada en el Edén, Dios le prometió hijos y una gran descendencia a Abraham cuando lo llamó de Ur de los Caldeos a la tierra de Canaán. Abraham recibiría una tierra y descendientes para habitarla y formaría una nación grande que sería una bendición para el mundo. Pero no todo ocurrió de manera tan fácil. Abraham y Sara, su esposa, no podían tener hijos. Los años y las décadas pasaron hasta que perdieron todas las esperanzas. La esterilidad paralizó su fe.
Cuando Abraham alcanzó la edad de 99 años, Dios se le apareció nuevamente. Le prometió al patriarca otra vez que sería padre de una gran nación y que sería “extraordinariamente fecundo”, padre de naciones y reyes (Génesis 17:5, 6). Su nombre no sería más Abraham (“padre exaltado”), sino Abraham (“padre de un pueblo”). El nombre “Sarai” (“mi princesa”) también fue cambiado al de Sara, “princesa”, porque Dios la bendeciría como madre de naciones y reyes (Génesis 17:15, 16). Abraham ya era padre de Ismael, pero entonces Dios le prometió el nacimiento de un hijo por medio de Sara, su esposa legítima, y el niño debería llamarse Isaac. Él cumpliría el pacto hecho por Dios con Abraham.
Isaac significa “risa”. A los 100 años Abraham vio la risa renacer en el semblante de su esposa. Sara dijo: “Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo” (Génesis 21:6). Cuando el niño fue destetado, Abraham hizo un gran banquete (v.8). Dios quiso dejar claro que el nacimiento de Isaac fue un verdadero milagro.
Todo parecía estar andando bien cuando “Dios puso a Abraham a prueba y le dijo: ‘Abraham’. Y él respondió: ‘Heme aquí’. Y dijo: ‘Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a la tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré’” (Génesis 22:1, 2). El texto hebreo parece indicar que lo que Dios dijo no era solo una orden, sino una expresión del deseo de una ofrenda voluntaria. Al mismo tiempo, las palabras calculadas comunicaban no solo la orden, sino que también despertaban los más profundos afectos paternales, elevando la prueba a una severidad extrema (H. D. M. Spence-Jones, org., Génesis, The Pulpit Commentary, p. 283).
Aquello parecía una locura. El hijo tan esperado, fruto de un milagro divino, ¿Dios exigía que lo ofreciera en holocausto, que muriera, que lo quemaran? “Debemos notar que fue esta vez, la última vez, la única vez y la vez más difícil donde no hay pro- mesa que acompaña la prueba” (Borgman, Genesis, en (Jacques Doukhan, ed., Genesis, The Seventh-day Adventist International Commentary, 277). Antes de sacrificar a su hijo, Abraham ya había muerto por dentro. No era solo uno de los momentos clave del gran conflicto, era la mayor batalla de la vida de Abraham.
¿Por qué Dios le hizo ese pedido? ¿Qué ocurrió al final? ¿Y qué representa todo eso? Lo veremos ahora.
I. Se nos llama a imitar la obediencia del padre
Abraham oyó el mensaje de Dios y partió en la madrugada del día siguiente sin cuestionar ni argumentar. Aunque más tarde Dios dejó claro que abomina sacrificios humanos (Levítico 18:21; Deuteronomio 12:31), no le comunicó eso a Abraham. Entre los caldeos y los cananeos, los sacrificios de bebés y niños era una triste realidad en aquella época.
Abraham no buscó ningún consejo humano u opinión diferente en donde apoyarse. En su espiritualidad madura, en su larga relación con Dios, decidió obedecer, aunque no se le dijo el por qué. Él era amigo de Dios (Isaías 41:8) y tal vez debía desconfiar más de sí mismo que del Señor.
Pudo haberse preguntado: “¿Será que escuché bien? ¿Tengo que sacrificar a mi hijo?” ¿Estaba siendo traicionado por sus sentidos y su razón? Únicamente una comunión viva y madura, desarrollada a lo largo de los años, podría apartar la “autodenuncia” de locura (Francis D. Nichol, ed., Comentario Bíblico Adventista del Séptimo Día, t. 1, p. 362). Desobedecer a Dios parecía ser la actitud sobria para el momento, y obedecer sería locura. El apóstol Pablo resumió: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14). Para el mundo, seguir a Dios parece locura.
Para el mundo, estar aquí escuchando un mensaje de Dios parece locura total. Existen padres que prefieren que su hijo esté con un vaso de bebida en la mano antes que esté con la Biblia, ¿no es cierto? Pero las cosas de Dios se entienden espiritualmente. Para el cristiano, “es más importante obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). En nuestros días, la idea de obedecer es algo hasta ridículo, “cosa de gente limitada, boba”. Aunque había fallado en algunos momentos de su caminar con Dios, obedecer se había convertido en un valor innegociable para Abraham, y ese es un llamado divino para nosotros hoy.
Al partir por el camino de 90 kilómetros o de tres días a pie, desde Beerseba al monte Moria, donde sería la futura ciudad de Jerusalén (2 Crónicas 3:1), Abraham también reveló su fe en Dios. En Génesis 12, Abraham fue llamado a dejar su pasado, la tierra de sus antepasa- dos y parientes; en Génesis 22, Abraham fue llamado a “arriesgar el futuro, su hijo y su esperanza” ( Jacques Doukhan, ed., Genesis, The Seventh-day Adventist International Commentary, p. 276).
Era la mayor prueba que un ser humano podría soportar. “Isaac era la luz de su casa, el solaz de su vejez, y sobre todo era el heredero de la bendición prometida. [...] pero he aquí que se le ordenaba que con su propia mano derramara la sangre de ese hijo. Le parecía que se trataba de una espantosa imposibilidad” (PP, 128). Cada paso del camino testificaba que su devoción a Dios estaba por sobre cualquier cosa o persona. Estaba sobre el propio Abraham. Como padre de la fe, Abraham nunca dejó de ser un alumno en la escuela de Cristo.
“Al tercer día, alzó Abraham sus ojos, y vio el lugar de lejos. Entonces dijo Abraham a sus siervos: “Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros” (Génesis 22:4, 5). Esa fue una declaración heroica. “Por un lado, Abraham aceptó la orden de Dios de sacrificar a su hijo; y por otro, confió en Dios y su promesa de que Isaac sería el padre de un pueblo escogido y el antecesor del Mesías. [...] Él no absuelve la orden de Dios como tampoco absuelve la promesa de Dios” ( Jacques Doukhan, ed., Genesis, The Seventh-day Adventist International Commentary, p. 279). Abraham creía que Isaac viviría (Génesis 17:21), resucitaría (Heb. 11:19). Creía que el Señor es el Dios de la vida, no de la muerte. Divisó lo invisible y lo imposible y siguió adelante, transformándose en el “padre de la fe” (Romanos 4:11).
En nuestro caminar con Dios, a veces somos conducidos a situaciones extremas. Se nos confronta a decidir obedecer o no lo que Dios pide. La mayoría prefiere ignorar, negar y dudar de lo que Dios dice y seguir su propio camino, pero él nos llama a confiar en él y a tener una experiencia profunda de fe que nos impulsa a obedecer su Palabra (Sant. 2:21, 22). Se nos llama a vivir por la fe como Abraham vivió.
II. Se nos llama a imitar la sumisión del hijo
Así como Abraham, el joven Isaac también fue un ejemplo de fe. La narración dice que “los dos caminaban juntos” (Génesis 22:6). El padre y el hijo andaban juntos. Isaac, con poco más de 20 años, seguía a su padre centenario con todo respeto y cariño. Aunque ese viaje era extraño y con pocas explicaciones, en ningún momento leemos que él cuestionó al padre.
El clima de tensión se nota en los diálogos algo raros. Cerca de la hora más difícil, el silencio prevalecía, hasta que el joven pre- guntó: “‘Padre mío [...] He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?’ Y respondió Abraham: ‘Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío’. E iban juntos” (Génesis 22:7, 8). El padre respondió con cariño, manifestando una vez más una fe heroica.
“En el sitio indicado construyeron el altar, y pusieron sobre él la leña. Entonces, con voz temblorosa, Abrahán reveló a su hijo el mensaje divino. Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero no ofreció resistencia. [...] Isaac [...] lo aceptó con sumisión voluntaria. Participaba de la fe de Abrahán, y consideraba como un honor el ser llamado a dar su vida en holocausto a Dios. Con ternura trató de aliviar el dolor de su padre, y animó sus debilita- das manos para que ataran las cuerdas que lo sujetarían al altar” PP, 147.
En una era cuando los hijos deshonran y maltratan a los padres, debemos aprender de Isaac, quien amaba profundamente al anciano padre y a Dios. Consideraba un honor obedecer al padre y dar la vida en sacrificio al Señor. Cuando Dios nos pide u ordena algo, nuestra primera reacción es encerrarnos en el egoísmo, pero Isaac y su padre entregaron la mayor ofrenda que cualquiera puede dar, se dieron ellos mismos y todo lo que era más importante para ellos.
III. Se nos llama a contemplar el sacrificio y el sufrimiento de Dios
Cuando leemos “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas” (Génesis 22:2), esta es la primera vez que aparece el verbo “amar” en la Biblia. Dios puso a Abraham en un conflicto de amores: el amor a Dios y el amor al hijo. En esa prueba terrible, Dios permitió que Abraham experimentara lo que la Divinidad sentiría al salvar a los seres humanos, pero de manera inversa. Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo, por amor a Dios. Dios estaba dispuesto a sacrificar a su Hijo por amor al mundo pecador.
Cuando Abraham levantó la mano con el cuchillo para dar el golpe final a su hijo Isaac, un ángel gritó con urgencia: “Abra- ham, Abraham [...] No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Génesis 22:11, 12). Enseguida, Abraham “miró, y he aquí a sus espaldas un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos; y fue Abraham y tomó el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo” (v. 13).
La mayor prueba de la vida de Abraham confirmó el pacto que Dios hizo con él, pero fue mucho más allá. En primer lugar, la respuesta confiada de Abraham adelantó que Dios proveería la víctima para el sacrificio. Sin nada entre manos, nosotros, los seres humanos, no tenemos cómo salvarnos. Solo por una ayuda externa, por el sacrificio que Dios provee, es como podemos salvarnos. Solo por una ayuda externa, por el sacrificio que Dios provee es como podemos tener esperanza de salvación. Dios proveyó el carnero, que fue sacrificado en lugar de Isaac. Así como Isaac, deberíamos morir por nuestros pecados, pero Dios proveyó salvación a todo el que cree por medio del sacrificio de Jesús.
Isaac fue librado. Abraham lo abrazó fuerte. Ambos sintieron un alivio indescriptible. Sin embargo, la fiesta de Abraham por la prueba que pasó contrastaba con el dolor de Dios en la prueba que vendría. Como un Padre fiel que ama a la humanidad, Dios entregaría a su Hijo amado Jesús a los malhechores, que se bur- larían de él, lo azotarían y lo llevarían al Gólgota. En las últimas horas, ese Hijo imploraría por otra solución; pero, así como Isaac, aceptaría la voluntad del Padre. Jesucristo extendería sus brazos sobre el madero, así como Isaac estaba atado sobre la leña para el holocausto. Pero en el caso de Jesús, no habría sustituto para Él. Ningún ángel gritaría pidiendo que se detuvieran. Él moriría sufriendo horriblemente con los clavos rasgando su carne y el pecado rasgando su corazón.
El Padre contemplaría la escena con profunda tristeza. Los cielos se oscurecerían, y los ángeles cubrirían sus rostros por el horror. Pero, ese era el único camino para salvar al mundo. Como Abraham caminó con Isaac al monte Moria, en Jerusalén, Dios Padre y Dios Hijo caminaron juntos en la dura senda del servicio para salvar al mundo en Jerusalén. El lugar no fue coincidencia. Dios podría desistir. Con un pensamiento, Jesús podría pulverizar el mundo y escapar de la cruz. Pero el amor divino fue mayor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Llamado
No existe mayor amor que ese: el de un Padre que entrega a su Hijo para salvarnos. Jesús fue al frente por usted. Él no desistió de salvarlo, porque él y el Padre lo aman. Delante de ese gran sacrificio, ¿qué falta para que usted finalmente le entregue su corazón a Cristo? ¿Qué impide que le entregue hoy su vida a Jesús? Acéptelo como Señor y Salvador e inicie un camino de fe con él. Sus sacrificios no tienen valor. Él es el Cordero que está faltando en su vida.
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