EL PEQUEÑO CEMENTERIO DE BETANIA ES SINIESTRO Y TRISTE,
COMO TODOS LOS DEL PAÍS. NO TIENE NI ÁRBOLES NI FLORES,
PIEDRAS, MUCHAS, YA QUE LOS VISITANTES DEPOSITAN SOBRE
LAS TUMBAS, PIEDRAS Y GUIJARROS; EVOCANDO LA DECLARACIÓN DIVINA: «POLVO ERES, Y AL POLVO VOLVERÁS» (GÉNESIS
3:19).
Siguiendo el camino jalonado por cipreses, el maestro y sus discípulos entran en el cementerio. Un grupo de hombres cabizbajos
precedidos por dos mujeres enlutadas, Marta y María, también.
Jesús pregunta:
- ¿Dónde le habéis puesto? Mostradme la tumba.
Le llevan ante una gruta excavada en la roca, cerrada por una gran
losa de piedra.
Se acerca al sepulcro. En medio del silencio, está visiblemente emocionado y no puede articular palabra; ni sermón, ni elogio fúnebre.
Mira en torno suyo y sin poder contener su emoción, rompe a llorar.
Los presentes, conmovidos, se dicen:
- ¡Mirad cuánto le amaba…!
Jesús no llora por el muerto, sino por los vivos. Llora por los que se
angustian ante la incógnita de la muerte. No es fácil controlar las
emociones cuando vemos la muerte en plena juventud. El adiós a
un ser querido, para los que no creen, los hunde en el desaliento
ante el insondable misterio de la muerte.
No todos miran con simpatía al maestro.
Circulan en voz baja comentarios. Y algunos de ellos dijeron:
- ¿No podía este, que abrió los ojos al ciego, haber hecho que
Lázaro no muriera? Días antes se le avisó diciendo: «Señor, el que
amas está enfermo». Esperábamos que acudiese sin demora, pero…
¿Por qué ha tardado dos días en ponerse en camino? ¿Cómo ha
dejado solos a sus amigos ante el dolor?
Desde su llegada todo
son reproches.
Marta, la hermana mayor de Lázaro, le dice:
- Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
María, la menor, le hace el mismo reproche.
Quejas de corazones desgarrados de ayer y hoy, ante el cielo y la
fría muerte.
Hay pocas cosas más dolorosas que el sentimiento de abandono que
deja la ausencia de quien acabamos de perder. No hay peor soledad
que la falta de una presencia comprensiva a nuestro lado. Unos
más y otros menos, todos necesitamos un brazo donde apoyarnos
o un hombro donde llorar.
Al golpe cruel de la pérdida se añade la
puñalada de la duda, frente al silencio de Dios.
Ante esos rostros llorosos y sin esperanza de quienes amaban a
Lázaro, ¿cómo puede el maestro explicar que este adiós no es definitivo? Ya ha intentado enseñarles que la muerte es un sueño, un
paréntesis. Y que el tiempo entre nuestro sufrimiento y la vida nueva
no es tiempo de soledad y vacío.
Jesús comparte nuestras lágrimas
y desea que nosotros compartamos su esperanza y su gozo. ¿No lo
había ya demostrado en Naín? ¿No lo acaba de demostrar otra vez
con la hija de Jairo? El Señor prometió y promete:
- No os dejaré solos…
La presencia de Jesús cambió completamente el escenario, y muchos que habían presenciado el milagro supieron no solo que había sucedido algo asombroso, sino además que alguien especial (lo llamaron “un gran profeta”) estaba entre ellos.
La viuda fenicia (1 Rey. 17:8-24), como la sunamita (2 Rey. 4:18-37), habían pedido ayuda a Elías y a Eliseo respectivamente. Pero la viuda de Naín recibió ayuda sin que ella la pidiera. Esto significa que Dios se preocupa por nosotros incluso cuando no podemos pedirle ayuda o nos sentimos indignos de hacerlo. Jesús vio el problema y lo resolvió; muy característico de Jesús a lo largo de todo su ministerio.
Jesús sabe que en este trance tan doloroso, sobran los discursos y las grandes frases, y ante las miradas acusadoras de las hermanas de Lázaro responde:
- Vuestro hermano volverá a vivir.
No morir eternamente es el gran sueño de la humanidad. Y Jesús
afirma que un sueño aún más real es el «sueño de la muerte». Frente
a la queja «la vida es sueño», él dice que «la muerte es sueño».
Las palabras de pésame a veces suenan en quien sufre como una
afirmación sin sentido. Fórmula a menudo dicha de paso, deprisa,
distante, en voz baja. Declaración que expresa, más que nuestra fe,
nuestra dificultad para situarnos ante la muerte y los que sufren.
Y esa portentosa promesa: «Tus seres queridos volverán a vivir», más
que una respuesta parece una huida. Se asemeja más a un analgésico
que a una esperanza. No nos extraña que Marta responda, en tono
distante, como muchos creyentes, defraudados por la crueldad de
la vida:
- Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final. Pero eso
no alivia mi dolor.
La certeza del amanecer no le quita nada a la oscuridad de la noche.
Jesús llora conmovido por el dolor, pero también por la esperanza y
serenidad que no consigue transmitir. Llora porque, tanto los que se
van como los que vamos quedando, no sabemos asumir plenamente
la vida, incluida la muerte, a la luz de la eternidad. La tumba no es
el final, sino la vida eterna.
El maestro se detiene ante la enorme losa redonda que sirve de
puerta al sepulcro donde yace Lázaro. Pero la piedra, toscamente tallada, no cierra herméticamente y el hedor a muerto y las moscas,
resultan insoportables.
Jesús, emocionado ante la tumba, cuando se hace el silencio, en
tono grave y con voz firme y segura, ordena a sus discípulos:
- ¡Quitad la piedra!
Un grito sale de las entrañas horrorizadas de las hermanas:
- ¡Señor, no, por favor no, que ya hiede. Hace cuatro días. Es demasiado tarde.
Frente a la tumba, cuyo hedor apenas disimulan los bálsamos, óleos
y mirra, Jesús suspira, porque sabe que la piedra del sepulcro es más
fácil de retirar que las piedras de nuestros prejuicios. Porque entiende
que para Dios lo más difícil no es resucitar a Lázaro, sino convencer
a los presentes de que la muerte no es el final.
El maestro no ha
cesado de enseñar que esta vida no es más que la primera fase de
nuestra existencia, y que gracias al poder de la fe, habrá una segunda
y eterna que proviene de Dios, el autor de la vida.
«Yo soy la resurrección y la vida», dijo Jesús. «Todo aquel que confía
en mí, no morirá eternamente. Yo no he venido solo a compartir
vuestro dolor, sino también y, sobre todo, a traeros esperanza. Una
certeza ante la cual nuestros sufrimientos más atroces se vuelven
llevaderos, y todos ellos son pasajeros».
Hay un poder irresistible en la esperanza, en ese aferrarse a la fuerza
invencible de la gracia divina, a su voluntad definitiva de darnos
felicidad eterna. Aporta serenidad para superar nuestros pesares y
sinsabores, e ilumina la vida y el futuro.
- Sí, yo soy el mensajero visible de la resurrección y de la vida. Abrid
los ojos del alma. Miradme bien. Estoy aquí con vosotros, como está
Dios. Y donde está Dios está la vida. «Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos» (Lucas 20: 38).
El que confía en mí no morirá para
siempre. Su muerte no será más que un sueño. Esta vida frágil no
tiene por qué ser la antesala de la muerte, sino, vivida en Dios, es la
antesala de la vida sin fin. Ninguna losa de piedra es suficiente para
cerrar definitivamente una tumba.
- ¿Creéis esto? Pues entonces, quitad la piedra de la tumba.
Temerosos los discípulos empujan la piedra, que rueda dejando abierto el sepulcro. Tendido en el frío silencio de la cámara mortuoria, se
ve el cadáver de Lázaro amortajado en un sudario blanco, envuelto
en vendajes impregnados de óleos. Sereno, se recoge ante la cripta,
meditando. Un aura sagrada envuelve su rostro. Se asoma al sepulcro
y alzando los ojos al cielo, exclama:
- Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sé que siempre me
oyes. Pero lo digo en voz alta… para que crean que tú me has
enviado.
Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz:
- ¡Lázaro, ven fuera!
"En Cristo hay vida original, que no
proviene ni deriva de otra. […] El que
iba a morir pronto en la cruz, estaba allí
con las llaves de la muerte, vencedor del
sepulcro, y aseveraba su derecho y poder
para dar vida eterna.”
DTG, 489.
Un silencio estremecedor sobrecoge al grupo, y los ojos de todos
están fijos en la cueva. De pronto, un ligero rumor se percibe en el
interior de la tumba y Lázaro se pone en pié y avanza hasta la puerta
apoyándose en el muro.
Un grito de horror hace retroceder a los presentes. Jesús se acerca
a Lázaro porque está bloqueado por el sudario, y ordena:
- Desatadlo y dejadlo ir.
Ayudado por sus amigos Lázaro queda libre y avanza hacia sus seres
queridos. No quedan rastros de la enfermedad. Su aspecto rebosa
de vitalidad. Con mirada de asombro, exultante de gozo y amor, se
postra a los pies de Jesús.
La tumba abierta, que Marta creía que iba a oler a muerte, huele
a vida.
El maestro no solo promete vida futura, sino que revela la clave
de la vida presente. Su gran milagro no es dar vida a un muerto,
sino que le dejemos vivificar el sepulcro (a menudo blanqueado) de
nuestra propia alma.
El gran milagro para nosotros es pasar de la
declaración impersonal: «Yo sé que puedes devolver un día la vida
a los muertos», a la personal: «Yo sé que desde hoy puedes llenar
de nueva vida mi sepulcro interior».
Su mensaje es que no hace falta esperar al más allá para disfrutar de
vida eterna.
Hoy es cuando hay que resucitar a otra forma de vida
si queremos disfrutar, mañana, de la eternidad. Aquel que está con
nosotros en medio de la vida seguirá estando más allá de la muerte.
Porque «el más allá no es lo que se encuentra infinitamente lejos,
sino lo que está más cerca».
Sí, el maestro también llora con y por nosotros. Pero como un rayo
de sol se abre paso a través de la lluvia, tras el velo de sus lágrimas
resplandece la luz de su sonrisa para decirnos, como a Marta y María,
que en el peor drama de nuestra historia, la última palabra no la
tiene la muerte, sino la vida. Y que en el reino de la vida que viene,
nadie volverá a saber lo que significa llorar (Apocalipsis 21:4).
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