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La Promesa - Encuentros Decisivos

By 
Roberto Badenas

Lucas 23:32-43
EL GÓLGOTA O «MONTE DE LA CALAVERA», ES UNA LOMA PEDREGOSA FUERA DE JERUSALÉN, RAÍDA Y DESCARNADA, SOBRE LA QUE SE CIERNEN BANDADAS DE AVES CARROÑERAS, PARA DEVORAR LOS CADÁVERES DE LOS EJECUTADOS.

En este fatídico lugar se están crucificando tres reos, que se retuercen de dolor mientras los clavan brutalmente de manos y pies sobre los maderos. Los legionarios se apresuran a terminar su macabra tarea entre gritos y burlas. A cada martillazo arrecia el griterío de la turba arremolinada, contenida a duras penas por los soldados. Un bandido anónimo está siendo clavado a su cruz. No sabemos su nombre, ni el de su compañero. Desconocemos su edad, su aspecto, su pueblo, incluso los crímenes por los que lo crucifican. No hay diferencia entre los dos ladrones que flanquean a Jesús, nada muestra ahora que uno sea «malo» y otro «bueno», porque los dos injurian al maestro. Bajo un cielo torvo la multitud excitada se agolpa un paso más hacia las cruces, porque ahora es a Jesús de Nazaret a quien están despojando de sus ropas. 
A diferencia de los otros, Jesús está ensangrentado por los golpes. El bandido sigue con asombro la tortura del nazareno, y observa con indignación las heridas infligidas sin motivos a este hombre que admira en silencio, al que los soldados han puesto una corona de espinas en la cabeza. Dicen que Pilato se ha lavado las manos después de hacerlo flagelar y condenarlo a muerte por declararse «Rey de los judíos». ¿Se dejaría maltratar así si fuese el Mesías? El maestro le hizo sentir el deseo de iniciar una vida nueva, antes de dejarse arrastrar por la banda de Barrabás. Había escuchado al joven rabí, pero no lo siguió por influencia de su entorno y acabó siendo un delincuente. Pero desde que se cruzó con Jesús, la luz de sus palabras había abierto un resquicio en su oscuro corazón y seguía abierto. Por eso se pregunta:
- ¿Por qué se deja tratar así? ¿Por qué siendo tan noble, el sanedrín lo ha entregado a los romanos? Los sacerdotes insisten: debe morir porque se declara Hijo de Dios. (Juan 19:7). Pero, ¿cómo podría hacer milagros si Dios no estuviera con él? ¿Quién es este hombre? Dicen que el sanguinario Pilato declaró: 
- No encuentro en él crimen alguno. (Juan 18: 38). El magistrado, cobarde e injusto, a Barrabás, el cabecilla de la banda, lo ha indultado, y ellos, dos pobres cómplices, crucificados. El maestro, además, ha sido flagelado. ¡Crueles paradojas de la vida! Barrabás, «el hijo de su padre», bastardo, está libre, y Jesús condenado por llamarse «hijo del Padre celestial». Hoy, aquí, el inocente va a morir en el lugar del criminal. Lo que Barrabás no sabe es que, sobre esa cruz central, en la que debía estar colgado él, pende el rabí, y con esa muerte se va a decidir mucho más que su propio destino... La muchedumbre escarnece al nazareno. El bandido cree que Jesús ha defraudado las esperanzas del pueblo. Hace unos días, en una manifestación triunfal en Jerusalén, fue aclamado como el rey prometido que liberaría a Israel del yugo romano y restablecería el trono de David. Pero ha decepcionado a las gentes y éstas lo hacen crucificar. Dicen que él ya anunció que lo matarían. Y si lo sabía, ¿por qué no hizo nada para evitarlo? ¿Qué clase de profeta es? En este punto el reo coincide con Pilato. ¿Hay alguna verdad en esta jungla de opresores y oprimidos, aparte de que el débil es víctima del fuerte?

El ladrón ha oído que Jesús había anunciado su resurrección al tercer día. Se dice que ha devuelto la vida a un joven en Naín y a una niña en Capernaúm. También dicen que insistió en que estaban dormidos. Varios aseguran haber visto a Lázaro de Betania salir vivo de una tumba. ¿Cómo alguien capaz de devolver la vida a otros, se resigna a morir? ¿Quién es este hombre? ¿Un profeta de Dios? Entonces, ¿por qué Dios no lo defiende? ¿Un loco? No, Jesús está muy cuerdo. ¿Un impostor? Tampoco: el maestro ha sido siempre sincero. ¿Un iluminado? Imposible: está muy lúcido. ¿Y si fuera el Mesías esperado? ¿Será posible que nadie crea en su misión? ¿Será que su reino no es de este mundo como él afirma? ¿Y si su reino fuera celeste, es decir, situado más allá de la vida y de la muerte? Todos lo increpan, incluso el otro ladrón, diciendo: —Si eres hijo de Dios, baja de la cruz. Sálvate y sálvanos. (Mateo 27: 40, 42; Lucas 23: 39). Su voz se une al populacho, a soldados, magistrados, hebreos y paganos, todos a gritos contra el nazareno. Pero ahora, el «buen ladrón» calla, mira a un Jesús silencioso y resignado. Sufriendo en soledad cuando la humanidad está en su contra. Hasta los enemigos se confabulan contra Él: Herodes con Pilato, los fariseos con los saduceos, los dirigentes con el pueblo, los romanos con los judíos y las víctimas con los verdugos. Jesús calla, como si fuera una ofrenda voluntaria. Sobre su cabeza, en lo alto del stipes, 1 el viento agita el letrero insultante que ha ordenado poner Pilato: «Este es el rey de los judíos», redactado en las tres lenguas del país, como dando un sentido universal a su pretensión de «reinar» sobre su pueblo. En un momento, un rayo de luz se filtra entre las nubes, y el ladrón presencia la ternura de Jesús ante el dolor de su madre, confiándola al cuidado de uno de sus discípulos. El rostro de Jesús refleja majestad y nobleza. El ladrón queda impresionado. Pero ahora las tinieblas que rodean la cruz parecen cubrir la tierra, como si esta ejecución tuviese una dimensión cósmica. De pronto, la oración de Jesús le llega al alma: —Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. (Mateo 27: 37; Lucas 23: 34). En la mente del ladrón, tras oírlo y verlo, se produce una genuina conversión; ya sabe quién es Jesús. Ese corazón capaz de perdonar a sus verdugos, ese amor que abraza a todos los mortales, incluidos los que lo torturan, no puede venir más que de Dios. Porque no hay odio humano que no suscite odio. Nadie de este mundo pediría a Dios el perdón para sus verdugos: los que blasfeman, torturan y lo crucifican tan injustamente. El ladrón supliciado entiende que el perdón invocado lo incluye a él, e intuye que la humanidad queda así dividida en dos: los que se acogen a la gracia de ese perdón y los que la rechazan. Las palabras del maestro significan: «Deja que me culpen a mí… Soy el amigo que nunca te abandona. Soy la luz detrás de las tinieblas. […] Soy cambio y esperanza. Soy el fuego que purifica. Soy la puerta en el muro. Soy lo que viene después de todo… Soy ofrenda sin coste… Soy… Antes que el mundo yo soy…».2 Y una revelación deslumbra al forajido: el reino al que Jesús pertenece, y en el que ya reina, está por encima de todos los reinos de este mundo de violencia. Este hombre encarna en su persona ese reino de Dios, ese reino de amor que se ha acercado a nosotros con él, y al que podemos acceder ya si le dejamos que reine en nosotros. (Lucas 10: 9; 17: 21).

El ladrón abraza esa verdad que lo fascina. Los reyes de este mundo no son tan poderosos como piensan. En Jesús ve al Mesías esperado, a su rey y salvador. En este ser que muere, no ve la maldición de un crucificado, sino la mayor bendición prometida por Dios a la humanidad para redimirla de su miseria. Ve la gracia de Dios capaz de perdonar a los peores culpables.3 Este hombre que muere con él, negado, traicionado, maldito, e injuriado, le está revelando el amor infinito de Dios por él. Las maravillosas enseñanzas de Jesús, de las que guarda algunas, se llenan de sentido. ¡Ah, cómo quisiera haberle seguido! Por eso se atreve a pedirle que su gracia le alcance a él, aunque sea in extremis. Gritando con toda su alma le dice: —Señor, ¡acuérdate de mí cuando vengas en tu reino! (Lucas 23:42). ¡Y con qué alivio en su agonía escucha al maestro! —Te prometo que estarás conmigo en el paraíso.4 Asombra tanto la grandeza de la salvación prometida como la fe del ladrón. Su fe no la destruye ni la impotencia de un salvador crucificado, ni el triunfo aparente de sus enemigos, ni sus propios crímenes: ¡Se sabe perdonado! Se limita a reconocer y adorar a un Dios que ha condescendido por amor a encarnarse en la naturaleza humana hasta el extremo de morir. Se aferra a su esperanza viendo a su salvador agonizar en paz a su lado, abajo le increpan a gritos y nubes de moscas cubren sus heridas abiertas. El «buen ladrón» lo ve triunfante de la muerte, resucitado, glorioso, reinando sobre vivos y muertos. Y le expresa su deseo de estar con él en su reino de gloria. Este ladrón ya ha entrado en el reino de la gracia sin pasar por el bautismo, es el primer creyente de la historia que muere «cristiano», es decir, creyendo en Jesús. Aunque no reciba el bautismo de agua, recibe el bautismo de sangre, de Espíritu y de fuego, porque había muerto el viejo hombre. Ha puesto lo que queda de su vida como una ofrenda en el altar, y cualquier «leña» es buena para el fuego divino… Y el primer fruto del buen ladrón es confesar a Jesucristo ante su compañero con dos afirmaciones: la santidad de Cristo («este ningún mal hizo») y su victoria final («cuando vengas en tu reino»). El segundo fruto, decirle: —¿No temes tú a Dios? ¿No tomas en serio a quien debes la existencia? Ya es un testigo… El sábado, el reposo, está cerca. Antes le partirán las piernas para que muera y su cadáver lo echarán a tierra: comida para los buitres. No importa. Juan dice: «dichosos» los que mueren en el Señor, «porque sus obras con ellos siguen» (Apocalipsis 14: 13). Aunque no lo sabe, el malhechor de la cruz seguirá siendo el más indicado para recordarnos eternamente que la salvación es por gracia. Él y María Magdalena, la mujer liberada de la perdición, que está al pie de la cruz, van a ser las primicias de los salvos. El ladrón, el primero en creer en el salvador crucificado, y la cortesana, la primera en creer en el salvador resucitado. Ahora Jesús puede morir en paz; el buen ladrón le ha dado al menos una prueba de que su sacrificio no es en vano. A gran voz dice: —Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lucas 23: 46). ¡Misión cumplida! Habiendo dicho esto, expiró.

En efecto, todo se ha cumplido. Isaías escribió que el Mesías sería contado entre los malhechores (Isaías 53: 12), y la profecía señala que los más pecadores podrían llegar a ser hijos de Dios. Esta historia me hace saltar las lágrimas de gozo al comprender que Dios quiere transformar la vida de cada uno de nosotros para estar con él en el paraíso. Si el texto inspirado no ha querido que sepamos el nombre del bandido y ha preferido que le conozcamos por «el buen ladrón» (Dimas, para la tradición), será por algo. No sabemos nada más de él. Pero su profesión de fe quizá sea la más impresionante que haya hecho hombre alguno, pues no creyó en un Cristo resucitado y glorificado, como creímos más tarde todos los demás creyentes, sino en un salvador supliciado como él y crucificado a su lado. La promesa que le fue hecha es también la más hermosa que hombre alguno haya escuchado. Porque Jesús le prometió que estaría con Él en el paraíso. Este relato de la conversión in extremis del buen ladrón, es para mí un tratado sobre la justificación por la fe más impactante y convincente que todos los estudios teológicos que he leído sobre el tema. Pablo parece identificarse con el buen ladrón cuando dice: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gálatas 2: 20). Esta historia nos enseña que no hay persona «tan podrida» que no pueda ser rescatada por la gracia de Cristo. Y que lo más importante para ser salvo es desearlo con la fuerza con que deseaba el ladrón estar con Jesús en el paraíso. Y nosotros «estamos» en el Gólgota donde hay tres cruces: o nos identificamos con la del buen ladrón, o con la otra; Jesús está en el centro esperando. Al ir poniéndose el sol sobre el Calvario, la sombra de la cruz va creciendo, extendiéndose cada vez más grande y más lejos, hasta abarcar, más allá del horizonte, el universo entero. Clavada en tierra dura, apuntando al cielo como una herida vertical, el madero desgarra el espacio y el tiempo en dos, de arriba abajo, antes y después, mientras sus brazos abiertos abarcan todo el mundo. Punto de encuentro, encrucijada, poste orientador, señalando el camino de la eternidad para encontrarnos con Cristo Jesús. Puente tendido sobre el abismo, la cruz ha pasado a ser, de un emblema de muerte, el símbolo de la vida sin fin.

Conscientes de nuestras necesidades espirituales, hoy podríamos orar con el sabio: «Señor, yo no te pido el perdón concedido a Pedro, ni la gracia acordada a Pablo. Me conformo con lo que prometiste al buen ladrón en la cruz».

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