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Compasión por los maltratados

Lucas 10:25-37 

INTRODUCCIÓN
La parábola del Buen samaritano es la segunda más conocida de las que mencionan las características de los que pertenecen al reino de Dios. Ha sido motivo de inspiración para la fundación de muchas instituciones de caridad en el mundo, especialmente de hospitales.
Siempre hubo necesitados; sin embargo, la situación política, ambiental y social del mundo está generando cada vez más necesitados. Hay inmigrantes desde el Mediterráneo a las Costas de Malasia, sin olvidar a quienes intentan llegar a los Estados Unidos vía México. Buscan dejar atrás viejos conflictos o guerras nuevas o huyen de la persecución, la pobreza y el hambre. 
En el año 2014, más de 170.000 llegaron a Italia. En Siria hay más de 7.6 millones de desplazados. Generalmente, los que llegan a un país ilegalmente vienen sin nada, y se encuentran expuestos a comenzar de nuevo y con grandes dificultades para sobrevivir. Enfrentan la desocupación y el racismo. Sin embargo, no hay que ir muy lejos. En la puerta de nuestra casa tenemos oportunidades para ejercer compasión. Cada necesitado es una oportunidad para probar si nuestra religión es sólo teórica o se hace práctica.


Ilustración
Una mujer llamada Ana Smith llegó al hogar de una familia muy pobre en donde el jefe de la familia estaba enfermo, sufriendo agudos dolores. La mujer entró a visitar este hogar con el propósito de hablarles algo acerca de Cristo. Pero el hombre de muy mal genio le dijo a la mujer: “No quiero que nadie ore aquí ni lea la Biblia, pues no creo en ninguna de estas cosas”. 
Inmediatamente Ana Smith les aseguró al hombre y a la esposa afligida que haría algo para ayudarlos, y se fue para conseguir provisiones y ropa para la familia. Cuando la señora Smith regresó, el hombre que bruscamente le había prohibido que orara o leyera la Biblia, le dijo: “Léame, por favor, la historia del buen samaritano”. La señora Smith lo hizo con gusto, y cuando terminó de leer el enfermo dijo: “He visto muchos sacerdotes y levitas, pero nunca antes había visto un buen samaritano”. La amargura del hombre y sus prejuicios desaparecieron gracias a la buena acción de una cristiana (Arnold).
Para entender esta parábola desde otros ángulos, propongo encararla por medio de cinco preguntas:

I. ¿CUÁNTO SABES Y CUÁNTO PRACTICAS?

La historia comienza con la pregunta no muy bien intencionada de un maestro judío de la ley a Jesús: “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?”
El Señor Jesucristo aprovechó la oportunidad para dar una lección a aquellos que participaban de la reunión y también a nosotros en la actualidad. Jesús le habló en su mismo idioma: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo la interpretas?”.
La respuesta casi automática del escriba incluye una combinación de dos textos de la Tora: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Deuteronomio 6:5; Levítico 19:18). 
La amalgamación de estos dos textos aparentemente ya era costumbre entre los judíos. Y este había hecho una fusión de textos genial. 
El escriba demuestra un alto grado de conocimiento de la Tora; sin embargo, aunque era muy bueno para argumentar, y sabía de memoria infinidad de textos, más importante que la fusión de dos textos era la fusión de dos conceptos: el amor a Dios y el amor al prójimo. 
¿Entenderían los judíos esta combinación del amor a Dios y el amor al prójimo en un solo amor? 
La respuesta es un rotundo ¡No! Para ellos, amar a Dios no era lo mismo que amar al prójimo, ni amar al prójimo era lo mismo que amar a Dios.
Jesús aprobó la respuesta del escriba, pero insistió en que había más entre manos que una respuesta teórica correcta; la interpretación correcta de un pasaje nunca asegura de por sí una vida correcta dentro del pacto. Por esto Jesús agrega “Haz esto y vivirás” (v. 28).

II. ¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?

“La pregunta del escriba ‘¿quién es mi prójimo?’ no es una simple evasiva. Es una pregunta muy fundamental para todo judío contemporáneo de Jesús. El judío común y corriente vivía en un mundo concéntrico: en el centro estaba la persona judía rodeada por sus parientes más cercanos; en los círculos siguientes estaban sus parientes más distantes, luego todos los compatriotas judíos, tanto por nacimiento o por conversión. El vocablo “prójimo” encerraba un concepto recíproco; yo soy hermano para él, y él lo es para mí. Patentemente es un círculo egocéntrico tanto como etnocéntrico. A todas luces, es un círculo diseñado específicamente con miras a la exclusión. El círculo aseguraba auxilio a los de adentro y la total falta de ayuda a los de afuera (Kistemaker, p. 167). 
Pero el exclusivismo se llevaba a extremos: los fariseos excluían a todos menos otros fariseos, los rabinos deseaban inclusive que los herejes, delatores y renegados fueran arrojados en una fosa para no sacarlos jamás. El comentarista Jeremías agrega: “No se le pide a Jesús una definición del compañero, sino que debe decir dónde se encuentran los límites del deber del amor dentro de la comunidad y del pueblo ¿Hasta dónde alcanza mi obligación? (Las parábolas de Jesús, p. 246)” (Roberto Fricke, Las parábolas de Jesús, 164).

III. ¿HASTA DÓNDE ALCANZA MI OBLIGACIÓN?

El pentateuco nos hace estrictamente responsables por el bienestar de un amigo o de un vecino, incluso con riesgo de daños personales. 1CBA, 1042.
En la historia no se muestra si el herido era pobre o rico. Se describe simplemente a alguien que necesitaba ayuda. La historia no describe si el herido le prometió pagar todos los gastos y el tiempo invertido. Este actuó simplemente por compasión. De acuerdo al concepto de negocios, el samaritano trabajó a pérdida.
Cristo en esta parábola nos está diciendo que respondamos a una necesidad que pudiera no ser oportuna. Hay riesgos en ser compasivo. Lo más sabio y seguro para el samaritano habría sido seguir su dirección y dejar que el maltratado enfrentara las consecuencias. A veces tendremos que actuar aunque no haya ninguna garantía de los resultados que nos gustaría ver.
Alguien que no pueda darme las gracias ni pagarme. Es propio de la naturaleza humana querer recibir crédito por el bien que hacemos, sobre todo si hemos hecho algún tipo de sacrificio. Aun como creyentes, podemos sentirnos tentados a afirmar que estamos “dando gloria a Dios”, cuando lo que realmente queremos es la gratificación del reconocimiento por nuestros esfuerzos. O bien, podemos sentir que nuestro resentimiento es justificado, cuando la persona que ayudamos parece desagradecida o no responde como nosotros creemos que es correcto.
El samaritano sabía que el hombre que estaba medio muerto no era capaz de expresar agradecimiento ni de devolver la ayuda que había recibido. Cuando llegara el momento de su recuperación, el desconocido que lo ayudó se habría marchado hace tiempo. 
En Mateo 6.1-4, Jesús explica cómo debemos tratar a los necesitados. Nos enseña que debemos dar a los demás en secreto, intencionalmente, y sin pregonar lo que hemos hecho para recibir elogios. 
Descubriremos que nos dará más alegría poder demostrar amor, dando nuestro tiempo, energías y recursos, sin condiciones. Alguien por quien valga la pena arriesgarme, aunque tenga mis temores.
Alguien que es amado y valorado por Dios, a pesar de mis prejuicios. Los líderes religiosos solo vieron a un hombre indigno, que podía trastocar sus vidas o causarles daño, mientras que el samaritano vio a otro ser humano que merecía ser tratado con dignidad. Es evidente que el samaritano reconoció al hombre como un individuo con un futuro, no simplemente como alguien definido por su situación presente.

IV. ¿POR QUÉ NO CAMBIAR DE PREGUNTA?

En el último discurso que pronunció Martin Luther King, relató su propia experiencia por el antiguo camino de Jericó. Cuando vio el traicionero y sinuoso camino, se dio cuenta de cuán preocupados debieron haber estado el sacerdote y el levita de Lucas 10 en cuanto a su propia seguridad, al ver al hombre moribundo. 
El Dr. King concluyó que, más allá de su temor de volverse ceremonialmente impuros, ellos pueden muy bien haberse sentido preocupados de que hubiera ladrones cerca, o de que el hombre lo estuviera atrayendo a una trampa.
El Dr. King vio lo fácil que es hacernos la misma pregunta: Si me detengo a ayudar, ¿qué me pasará a mí? 
“Pero luego”, dijo, “vino el Buen samaritano, y éste puso la pregunta al revés: ‘Si no me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué le pasará a él?’’’. 
En esencia, lo que Jesús quiere es que invirtamos la pregunta, para que podamos poner a otros antes que a nosotros mismos.

Ilustración
Un padre caminaba nervioso en su casa, mirando el reloj que ya indicaba más de media noche. Le preocupaba que su hija, que recién había cumplido 18 años, no llegaba a su casa. Ella le había prometido regresar antes de las 12. 
No resistió más. Conocía el lugar, así que decidió salir a buscarla. Estaba nervioso y hasta ofuscado. Su hija nunca le había fallado. Aceleraba la marcha. Afortunadamente, a esa hora no había mucho tránsito. Al llegar a una zona considerada no muy segura y en la que se habían registrado algunos asaltos, se vio obligado a bajar la velocidad. Inmediatamente percibió que se había producido un accidente, y según se notaba, había sido reciente. Solo se había detenido una mujer que intentaba ayudar. “Tengo que pasar de largo”, pensó. “No puedo perder mi objetivo”. “Además, ya hay alguien allí y sin duda va a llamar a emergencia”. 
Cuando se disponía a acelerar, el espíritu del samaritano lo dominó, obligándose a frenar bruscamente y a acercarse al lugar del accidente. Cuando bajó, oyó quejidos dentro del vehículo que parecía estar prendiendo fuego. Cuando se acercó para abrir la puerta, notó que quien estaba herida y atrapada entre los bancos del vehículo era su propia hija. Con inusitada fuerza logró desprenderla de los fierros, y cuando la retiraba en sus brazos, el fuego hizo presa del vehículo. Había actuado justo a tiempo. Estremeciéndose se preguntó: ¿qué hubiera sido si no me hubiera detenido?

A tu lado hay gente que espera tu ayuda. Cristo nunca pasó de lado y te dejó abandonado. No puedes ser insensible a ese clamor. La compasión de Cristo debe ser la tuya. Y recuerda, al salvar una vida, puedes estar salvando la tuya.

V. ¿A QUIÉN REPRESENTA EL MALTRATADO?

Muchas veces pensamos en el Buen samaritano de la parábola como la figura semejante a Cristo; de verdad, así es, porque Jesús “anduvo haciendo el bien” (Hechos 10:38). Pero en un sentido más profundo, el hombre que cayó entre ladrones es el representante de Cristo, el prójimo que necesita de mi ayuda. 
Es a Cristo, quien quedó desnudado, golpeado y dejado por muerto, a quien el samaritano ayudó. Este es el corazón del ágape cristiano: “me lo hicisteis a mí”. 
No hay mérito en nuestro servicio, porque lo mejor que podamos hacer no es digno de aquel quien hizo tanto por nosotros. El pobre que sufre, a quien yo ayudo, me confiere un favor, no yo a él, porque me muestra a Cristo, hace que Cristo sea real para mí, me permite tocar, atender y servir a Cristo.

La próxima vez que veas a alguien digno de compasión, piensa en esto: El necesitado que está delante de mí es la oportunidad de devolver un poco la compasión que Cristo tuvo por mí. 
La verdad, yo soy el maltratado que yacía en el camino sufriendo las consecuencias de mis transgresiones y locuras, pero Cristo pasó junto a mí, se detuvo, me limpió las heridas, me cargó en sus brazos, me llevó a un lugar seguro, y además, pagó la cuenta de mis gastos. Yo, sin merecerlo, recibí la misericordia de Cristo. Y ese pago, no fue poco, significó la sangre de Cristo que pagó mi rescate. El murió para que yo pudiese vivir.

Conclusión

Esta es la verdadera compasión: esplagnízomai, un verdadero amor, un amor que viene de las entrañas y que no tiene límites, un amor que tenemos que aprender.

Haz esta oración:

Señor, no quiero pasar de lejos 
ante el hombre herido en el camino de la vida. 
Quiero acercarme
y contagiarme de tu compasión
para expresar tu amor y tu ternura,
Tú, Jesús, buen samaritano,
acércate a mí,
herido por las flechas de la vida,
por el dolor de tantos hermanos,
por los misiles de la guerra,
Sí, acércate a mí,
buen samaritano;
y llévame en tus brazos;
Ven, buen samaritano,
y hazme a mí tener tus mismos sentimientos, 
para no dar nunca ningún rodeo
ante el hermano que sufre,
sino hacerme compañero de sus caminos, 
amigo de sus soledades,
cercano a sus dolencias,
para ser, como Tú, “ilimitadamente bueno”
y pasar por el mundo “haciendo el bien”
y “curando las dolencias”. 

Amén

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