En 1871, J. Boudreau escribió un cuento titulado “La felicidad del Cielo”. Se trata de una historia acerca de un rey de buen corazón que está cazando en el bosque cuando descubre a un niño huérfano ciego y pobre que vive allí. El rey lleva al huérfano ciego a su palacio y lo adopta como hijo propio. El rey le da a su hijo ciego la mejor educación y formación que el dinero puede comprar. El hijo ciego quiere mucho a su padre y le agradece todo lo que ha hecho por él.
Cuando el hijo cumple veinte años, un cirujano le practica una operación experimental en los ojos y, por primera vez en su vida, puede ver. Este príncipe real, que antes era un huérfano hambriento, se da cuenta de cómo ha sido bendecido con buena comida, jardines fragantes y música encantadora. Pero cuando recupera la vista, no le importa mirar las riquezas de su reino ni las maravillas del palacio. Solo quiere contemplar el rostro de su padre, el rey que lo salvó, lo adoptó y lo amó.
Nosotros haremos lo mismo en el Cielo. Todos éramos huérfanos pobres, ciegos y desdichados, y el Rey de Reyes nos ha adoptado en su familia. Cuando lleguemos al Cielo y nuestra fe finalmente se convierta en vista, ¡solo tendremos ojos para mirar a Aquel que nos ha redimido! Mi promesa favorita se encuentra en Apocalipsis 22:3 y 4: “El trono de Dios y del Cordero estará en ella [la Nueva Jerusalén], y sus siervos le servirán. Verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes”.
Sí, lo mejor del Cielo es que veremos al Señor, pero además tendrá muchas otras bendiciones para ofrecernos. Hoy, estudiaremos cómo será ese lugar al que Dios quiere llevarnos para que vivamos con él por la eternidad.
DESARROLLO
1. Belleza sin par
Al seguir leyendo Apocalipsis 21, vemos que la nueva Jerusalén es una ciudad de gran belleza y esplendor, con muros de jaspe, calles de oro y puertas de perlas. Pero más que su belleza física, es un lugar de perfección espiritual, donde la gloria de Dios lo ilumina todo.
2. Un lugar para todos
En Apocalipsis 21 se nos dice que un ángel mide la ciudad santa, la nueva Jerusalén: 12.000 estadios, el equivalente a 2.200 kilómetros, en longitud, anchura y altura (Apocalipsis 21:15-16). Aunque estas proporciones puedan tener una importancia simbólica, esto no significa que no puedan ser literales. De hecho, las Escrituras hacen hincapié en que las dimensiones se dan en “medida de hombre” (Apocalipsis 21:17). Si la ciudad tiene realmente estas dimensiones (y no hay razón para que no las tenga), ¿qué más podríamos esperar que Dios dijera para convencernos?
Una ciudad de estas dimensiones abarcaría gran parte de Sudamérica. Así, no hay que preocuparse de que el Cielo esté abarrotado. El nivel del suelo de la ciudad será de casi dos millones de millas cuadradas. Esto es cuarenta veces más grande que Inglaterra y quince mil veces más grande que Londres. Es diez veces más grande que Francia o Alemania y mucho más grande que la India. Pero recuerden que eso es so- lamente el nivel del suelo.
Dadas las dimensiones de un cubo de 2.200 kilómetros, si la ciudad constara de diferentes niveles (no lo sabemos), y si cada piso tuviera una generosa altura, la ciudad podría tener más de 600.000 pisos. Si estuvieran en diferentes niveles, miles de millones de personas podrían ocupar la Nueva Jerusalén, con muchas millas cuadradas por persona.
Tenemos la certeza de que Dios “desea que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:4). Es más, Jesús mismo afirmó a sus discípulos que él se iría a preparar lugar para todos los que crean en él: “No se turbe su corazón. Ustedes creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mo- radas. Si así no fuera, se lo hubiera dicho. Voy, pues, a preparar lugar para ustedes. Y después que me vaya y les prepare lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, ustedes también estén” (Juan 14:1-3). Y, por lo que afirma Apocalipsis 21, preparó lugar para todos, porque Dios anhela habitar con nosotros: “El santuario de Dios estará con los hombres. Él habitará con ellos, y ellos serán su pueblo. Dios mismo estará con ellos, y será su Dios” (Apocalipsis 21:3).
3. Una vida que vale la pena que sea eterna
La vida en la Tierra Nueva será una restauración de la vida eterna que Dios diseñó para Adán y Eva. Cuando Dios terminó de crear el mundo y todo lo que él existe, se sintió complacido con el resultado: “Entonces Dios contempló todo lo que había hecho, y vio que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). Se trataba de un ambiente perfecto para acoger al ser humano que estaba a punto de crear. Luego, creó al ser humano como corona de la creación, con la posibilidad de vivir para siempre (eternamente) en ese mundo perfecto (siempre que se mantuviera comiendo del árbol de la vida).
Pero el ser humano se apartó de Dios y, al desobedecerlo, dejó que el pecado entrara en ese mundo perfecto. Y con el pecado, llegó también la muerte y todas las demás maldiciones: dolor, sufrimiento y penurias (Génesis 3:14-20). Es más, en el contexto del dolor y el sufrimiento que el pecado trajo a este mundo y a las relaciones entre los seres humanos, la muerte se convierte casi en un alivio. Solo imagínate tener que soportar la enfermedad, la maldad y la crueldad en una existencia sin fin.
Pero Dios solucionó el problema del pecado y de la muerte, cuando Cristo murió por nosotros en la cruz: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Jesús venció la batalla decisiva: la victoria ya está asegurada para todos aquellos que crean en Jesús. Pero Dios todavía no terminó de lidiar con el pecado. Cuando finalmente Dios destruya al causante de toda muerte, dolor y sufrimiento (Satanás), y todo el universo reconozca que Dios es el justo Soberano del mundo, dado que de- mostró de todas las formas posibles que su carácter es amor, entonces nos dará esa vida eterna que había sido su intención original.
El apóstol Juan, al describir esa nueva vida que nos espera en la Tierra Nueva, no solo describió un ambiente paradisíaco, sino que también se encargó de aclarar qué es lo que no existirá en la Santa Jerusalén: “Y no habrá más muerte, ni llanto, ni cla- mor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron. Entonces, el que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’” (Apocalipsis 21:4, 5). Y esta no es solo una descripción, sino también una promesa, porque después de afirmar que ya no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, Dios mismo empeñó su palabra: “Y [Dios] agregó: ‘Escribe, porque mis palabras son ciertas y verdaderas’” (Apocalipsis 21:5).
¡Esta sí es una vida que vale la pena vivir!
4. Solo una línea
Es una línea. Unas pocas palabras en un mar de palabras. Una línea que resume todo lo que ese día significa y lo que representa. Una línea en la que toda esperanza hu- mana encuentra su cumplimiento. Una línea en la que depositamos nuestra confianza. Una línea a la que todo hombre, mujer y niño acude cuando las pérdidas de esta vida son más de lo que puede soportar. Una línea cuando la mujer solloza en silencio junto a la cama de hospital del hombre al que ha amado durante más de sesenta años. Una línea, cuando la niña, con el rostro contraído por el dolor, está junto a la tumba de su padre, muerto en Irak. Una línea cuando la madre escucha los gemidos de sus bebés hambrientos, con la barriga vacía, sin hogar al que ir y sin esperanza. Una línea, cuando la puerta de la celda se cierra de golpe, comienza el aislamiento y desciende la oscuridad. Una línea, cuando se abren las puertas del quirófano y se pronuncian las temibles palabras: “No pudimos salvarlo”. Una línea cuando has arruinado tanto tu vida, que ya no queda nadie a quien pedir ayuda. Una línea cuando intentaste hacer lo correcto, pero todo salió mal y alguien salió herido de todos modos.
Unas pocas palabras lanzadas en un mar de palabras, pero una línea sin la que, sencillamente, no podríamos vivir. “Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 21:4). Isaías pronunció palabras similares mucho antes a un pueblo y una nación que vivían en la desesperación del exilio. Al sentirse abandonado por su Dios, el pue- blo de Israel lamentaba la pérdida de su tierra, su hogar, su templo y su esperanza. En medio del dolor y la tristeza, clamaron a Dios para que los salvara. Isaías fue enviado para traer una palabra de esperanza y promesa, una redención por venir, un tiempo en que “el Señor destruirá a la muerte para siempre, enjugará toda lágrima de todos los rostros” (Isaías 25:8).
Dios sabe de dónde venimos, cuáles fueron nuestras angustias y penurias. Él conoce cada lágrima derramada, ya sea en público o en lo secreto de nuestro corazón. Entiende por lo que hemos pasado en este mundo de dolor y sufrimiento. Y por eso, antes de que comencemos a disfrutar de esa vida de felicidad eterna, hace algo impensado: “Dios enjugará toda lágrima” de nuestros ojos (Apocalipsis 21:4). Sí, Dios mismo se acercará personalmente a nosotros y, en un acto de inmensa ternura y amor, secará la última lágrima que nuestros ojos derramarán, porque en el futuro ya “no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor”.
CONCLUSÍON
¿Cuántos de nosotros esperamos realmente la Nueva Tierra? ¿Conscientemente? ¿Diariamente? En nuestros momentos de ocio, cuando nuestra mente gravita hacia lo que más nos entusiasma e interesa, ¿en qué pensamos? ¿En un coche nuevo? ¿En una película? ¿En una oportunidad de negocio? ¿Una oportunidad de hacernos ricos? ¿Una cita atractiva? ¿Unas vacaciones divertidas? ¿O la Nueva Tierra? Pero con frecuencia olvidamos que esos son momentos fugaces en medio de un mundo de dolor, sufrimiento, maldad, enfermedad y muerte.
Hoy, Dios te llama a meditar en esa nueva vida que quiere darnos, en la Santa Ciudad, donde podremos disfrutar para siempre de la compañía de nuestro amado Salvador Jesús. Ese lugar donde ya no habrá más muerte, ni dolor, ni clamor, ni lágrimas. Dios quiere que estés allí. Te ha preparado un lugar. Pero hay algo que el Dios todopoderoso no puede hacer: obligarte a estar allí.
Él anhela que estés allí, pero eres tú quien tiene que decidir ir allí. Ya ha hecho todo: envió a su Hijo Jesús a este mundo, para que muriera por nosotros. Jesús venció la muerte (eso estamos recordando esta semana), y nos dio la posibilidad de la vida eterna. Pero además de todo eso, Dios sigue actuando hoy, llamándote a estar a su lado, invitándote a prepararte para vivir esa vida de dicha eterna con él.
Pero si invitas hoy a Jesús a entrar en tu corazón, él puede hacer mucho más. Él perdona tus pecados, te limpia de toda maldad, y te ofrece el Espíritu Santo para que puedas vivir una vida de victoria espiritual y prepararte cada día para el pronto regreso de Jesús. Y en ese día cercano, cuando Jesús vuelva a buscar a los suyos, podremos ir, por la gracia de Dios, a vivir con él por la eternidad.
Jesús dijo: “El que crea y sea bautizado será salvo” (Marcos 16:16). Si todavía no has sido bautizado, además de aceptar a Jesús en tu corazón, te invito a pasar por esa experiencia. Si estás preparado, puedes hacerlo hoy. Si todavía necesitas conocer más, puedes tomar estudios bíblicos y luego pasar por las aguas del bautismo. Pero no dejes la decisión para mañana. El día de salvación es hoy. Acepta a Jesús, entra en el reino de Dios por medio del agua (bautismo) y del Espíritu, y prepárate para vivir con Jesús por la eternidad, en esa vida eterna que vale la pena ser vivida.
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