“Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘Sorbida es la muerte en victoria’” (1 Corintios 15:54).
INTRODUCCIÓN
La cultura religiosa popular, de la cual, aunque no lo queramos, usted y yo somos parte, enseña que el ser humano posee un alma inmortal. Al momento de morir, nos dicen, el hombre y la mujer dejan de existir terrenalmente, y asumen una vida espiritual eterna. Los justos, es enfatizado, vivirán en el cielo para siempre, mientras los impíos sufrirán un castigo que jamás terminará. La Biblia, sin embargo, afirma algo distinto. El hombre y la mujer no poseen un alma, sino que son un alma (Génesis 2:7; Ezequiel 18:20). Por lo tanto, son seres mortales.
Bíblicamente, al morir, el aliento de vida de los seres vivientes retorna a Dios, y el cuerpo queda en la tumba (Salmos 104:29; Eclesiastés 3:19-21; 12:7). De esta manera, el ser humano, cuando muere, no sabe ni siente nada (Salmos 6:5; 115:17; 146:4), pues “su memoria cae en el olvido” (Eclesiastés 9:5). No obstante, en la segunda venida de Jesús, los justos recibirán la vida eterna y estarán “siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:16-17). El estudio del día de hoy se centrará en la promesa de la inmortalidad, y lo haremos examinando el capítulo 15 de la primera carta de Pablo a los Corintios (1 Corintios 15:35-58).
LOS TIPOS DE CUERPO Y LA MUERTE (1 Corintios 15:35-46)
En primera de Corintios 15, Pablo advierte acerca de la importancia que tiene considerar como una promesa real el tema de la resurrección de los muertos (1 Corintios 15:1-34). La base que sustenta esta esperanza es la propia resurrección de Jesús (1 Corintios 15:12-18). Si alguien pone en duda o niega esta promesa, esto significa que Cristo no resucitó, y, por lo tanto, nuestra predicación y nuestra fe son vanas, y no sirven para nada (1 Corintios 15:12-14).
Pablo afirma que Jesús resucitó de los muertos, y existen testigos que pueden aseverar esto, entre los cuales se cuenta el mismo Pablo (1 Corintios 15:1-8). Como sabemos, Pablo fue inicialmente un perseguidor de la iglesia (Hechos 8:3; 1 Corintios 15:9; Gálatas 1:13), “prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres” (Hechos 22:4). Fue en una de esas incursiones que Pablo, en el camino a Damasco, vio al Jesús resucitado (Hechos 9:1-19), y se transformó en el apóstol de los gentiles (Romanos 11:13; 1 Timoteo 2:7). Consecuentemente, como testigo de los hechos, Pablo asegura que la resurrección de los muertos es un acto concreto y real que acontecerá en ocasión de la segunda venida de Jesús (1 Corintios 15:20-23; 1 Tesalonicenses 4:13-17).
Es probable que alguno se pregunte, así como Pablo lo señala, el tipo de cuerpo que tendrán los resucitados (1 Corintios 15:35). Pablo, usando una metáfora agrícola, responde que, así como lo que nace de una semilla que es sembrada en la tierra difiere en forma y es distinta a lo que fue plantado, de la misma manera los cuerpos de los que resuciten en la segunda venida serán diferentes, en naturaleza, a los que fueron depositados en la tumba al momento de la muerte (1 Corintios 15:36-37).
Es importante notar que es el Señor, como el autor de la vida, quien lleva a cabo este milagro, y quien realiza, por medio de su poder, la transformación de los cuerpos (1 Corintios 15:38). Sin embargo, no todos los cuerpos, o “carnes”, como Pablo también los llama, son iguales: “una carne es la de los hombres, otra carne la de las bestias, otra la de los peces y otra la de las aves” (1 Corintios 15:39). Estas “carnes” resaltan el hecho de que, así como existen diferencias corporales entre los seres vivos que habitan en este mundo, así también “hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales” (1 Corintios 15:39-40).
Sin embargo, como dice Pablo, “una es la hermosura de los celestiales y otra la de los terrenales” (1 Corintios15:40). El esplendor del sol, la luna y las estrellas es comparativamente distinto al de sus contrapartes terrenales, los cuales incluso entre ellos se distinguen también en gloria y belleza (1 Corintios 15:41). De esta misma forma, así como existen diferencias entre las carnes terrenales y celestiales, la naturaleza de los cuerpos de los redimidos en el día de la resurrección será distinta en ocasión de la resurrección.
Lo que en la tumba se deposita hoy en corrupción, resucitará en incorrupción, honra y gloria (1 Corintios 15:42-44). Las enfermedades que nos aquejan, y que llevaremos con nosotros al sepulcro, desaparecerán en la resurrección, pues lo que se “se siembra en debilidad, resucitará en poder” (1 Corintios 15:43). Esto es, sin duda, una noticia maravillosa. A las personas que hoy padecen algún tipo de sufrimiento, pasajero o permanente, o alguna clase de imposibilidad corporal, se les promete que aquello que las aqueja desaparecerá. Lo que resucitará, o se transformado, no será el mismo cuerpo que tenemos hoy, sino uno espiritual (1 Corintios 15:44-47).
EN UN ABRIR Y CERRAR DE OJOS (1 Corintios 15:47-54)
Si bien el cuerpo que tenemos hoy no será el mismo que Dios nos promete tendremos en aquel día, eso no significa que debamos entender que aquel cuerpo espiritual no será material (1 Corintios 15:44-49). Adán fue un ser viviente, y Jesús, el postrer Adán, es “espíritu que da vida” (1 Corintios 15:47). Con todo, el hecho de que Jesús sea llamado espíritu no significa que él resucitó como un ser inmaterial, o que en su encarnación hubiera tomado alguna forma fantasmagórica. Jesús demostró, durante su ministerio, poseer una naturaleza humana semejante a la nuestra. Tuvo hambre (Marcos 11:12), se cansó (Juan 4:6) y sus ropas (Mateo 9:20), o él, experimentaron algún tipo de contacto físico (Marcos 1:41; 3:10). Asimismo, después de su resurrección, Jesús come un pez asado (Lucas 24:42) y les reparte el pan a sus discípulos (Juan 21:13).
Observe que es el propio Jesús quien señala que el cuerpo espiritual que él asumió en su resurrección no es inmaterial: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy. Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo” (Lucas 24:39; ver también Juan 20:27). Vale la pena notar además que Jesús, después de resucitar, es reconocido por los discípulos (Lucas 24:36-44; Juan 20:19- 20). Es verdad que los discípulos que iban de camino a Emaús no lo reconocieron al principio (Lucas 24:31), pero esto ocurrió solo porque inicialmente “los ojos de ellos estaban velados” (Lucas 24:16).
Por otro lado, es significativo observar que el cuerpo de Jesús es distinto a la forma física que hoy conocemos y poseemos. Al partir el pan en frente de los discípulos que habitaban en la aldea de Emaús, Jesús desaparece súbitamente al ser reconocido (Lucas 24:31). Luego, en el mismo día, Jesús se les aparece a los discípulos cuando las puertas del lugar en donde ellos estaban se encontraban cerradas (Juan 20:19, 26). Podemos notar en estos dos ejemplos que el cuerpo resucitado de Jesús es diferente al terrenal en términos temporales y espaciales. Este es llamado técnicamente 'cuerpo glorificado'. Y ese es el cuerpo que Jesús promete que tendrán los redimidos en ocasión de su venida.
La promesa de la restauración del cuerpo es resumida y afirmada nuevamente por Pablo al decir: “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción” (1 Corintios 15:50). La expresión “carne y sangre” es usadas por Pablo metafóricamente, dando a entender con ella que nuestro cuerpo terrenal no será aquel que será llevado al cielo cuando Jesús regrese. Y debemos dar las gracias por eso, porque no es un misterio que nuestro cuerpo, así como las máquinas, se desgasta, y llega un momento cuando ya no existen más “repuestos” que puedan darle vida.
Necesitamos, por consiguiente, un cuerpo espiritual como el de Cristo. Esto lo expresa Pablo claramente en la epístola a los Filipenses, afirmando que “él transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso semejante al suyo” (Filipenses 3:21), es decir, al de Jesús. Para que esto ocurra, nuestra naturaleza actual necesitará futuramente ser transformada. Esta esperanza de restauración no solo comprende la recreación corporal de aquellos que murieron en Cristo, sino también de los que estarán vivos en la segunda venida de Jesús (1 Corintios 15:51). Esta transformación, sin embargo, no es en nada comparable a la de las cirugías estéticas, que causan dolor en el paciente. Esta, nos dice Pablo, será instantánea, pues demorará lo que demora el parpadeo de los ojos (1 Corintios 15:52).
Los muertos serán resucitados desprovistos de corrupción física, y los vivos experimentarán una transformación radical. Este cambio es absoluto, pues la mortalidad de la corrupción será eliminada, dando lugar a la inmortalidad de la incorrupción (1 Corintios 15:52). Es importante observar que la promesa de la inmortalidad es condicional y no es inherente al ser humano. Es decir, no nacemos inmortales, ni tampoco al morir vivimos eternamente en algún tipo de dimensión espiritual. El único inmortal, afirma la Biblia, es el Señor (1 Timoteo 1:17), y la esperanza de la inmortalidad es dada únicamente en Cristo, quien es la resurrección y la vida (Juan 11:25). La promesa que nos ha sido dada es que quien crea en Jesús, aunque esté muerto vivirá eternamente (Juan 11:25; ver también Juan 3:15-16; 5:24).
EL CANTO DE VICTORIA (1 Corintios 15:55-58)
Pablo nos recuerda que en Adán todos mueren, pero en la venida de Cristo, todos serán vivificados (1 Corintios 15:22). Luego, cuando Jesús “entregue el Reino al Dios y Padre,” y “haya suprimido todo dominio, toda autoridad y todo poder” (1 Corintios 15:24), el último enemigo que será destruido será la muerte (1 Corintios 15:26).
La muerte, desde la perspectiva bíblica, es como un enemigo entrometido que entró en este mundo después de la caída (Génesis 3:21; 4:8). No era parte del plan original de Dios que el ser humano muriera, ni menos que experimentara la decadencia del pecado. El hombre y la mujer fueron creados perfectos, a imagen de Dios (Génesis 1:26-31); pero, por causa del pecado, estos enferman y sus cuerpos sucumben a la corrupción y el desgaste de una vida corporal que eventualmente acaba en el cementerio (Génesis 3:16-19).
Nadie en este mundo está libre de morir, adolecer y envejecer. La industria farmacéutica y cosmética invierte cada año sumas importantes de dinero para poder encontrar la solución para la ancianidad. Este deseo, que la literatura y los mitos de antaño recrean tan vívidamente, es la llamada “búsqueda de la fuente de la eterna juventud”. Tal indagación, nos dice la Biblia, no tiene sentido alguno, pues el único remedio que existe para la muerte, la enfermedad y la vejez está en Jesús, quien tiene el poder de dar vida a los que en él creen (Juan 1:4; 5:21-26; Colosenses 3:4).
En cambio, los que no creen y se apartan de Jesús serán condenados, pues no han “creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18). Vale la pena subrayar que en ninguna parte de la Biblia se dice que los condenados viven eternamente en un estado constante de dolor, angustia y sufrimiento. Lo que la Biblia sí dice, es que, al finalizar el milenio, los impíos son consumidos por un fuego que desciende del cielo (Apocalipsis 20:9). De esta manera, no nos dejemos engañar por historias o doctrinas que le otorgan al ser humano una inmortalidad constitutiva.
Al momento de la transformación de los cuerpos, y “esto mortal se haya vestido de inmortalidad”, entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: “Sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Este pensamiento, el cual Pablo toma prestado del libro de Isaías (Isaías 25:8), retrata el fin del poder de la muerte sobre los redimidos. Es un adversario derrotado, el cual no solamente ha perdido su poder, sino que además recibe las burlas de aquellos que Cristo ha transformado. Personificando metafóricamente la muerte, los justos irónicamente preguntan: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Corintios 15:55, Nueva Versión Internacional). Al hacer esto, Pablo describe la celebración que los justos tendrán al experimentar la transformación que ocurrirá con sus cuerpos.
Es importante subrayar que el único que debe ser alabado y exaltado es Dios, “que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57). Es Jesús quien derrotó a Satanás en la cruz, y es por medio de él que los justos pueden cantar en victoria (Apocalipsis 12:7-11). La inmortalidad, por lo tanto, es un regalo del Señor, lo cual nos recuerda que, aunque somos polvo y aliento, cuando Jesús regrese por la segunda vez nos revestirá de inmortalidad (1 Corintios 15:54), y “estaremos con el Señor para siempre” (1 Tesalonicenses 4:17).
CONCLUSIÓN
El ser humano no es inmortal. La inmortalidad le pertenece únicamente al Señor, y es él, quien la otorga. La promesa es que, en la venida de Jesús, los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible y los cuerpos de los justos que estén vivos serán transformados, y a ambos se le revestirá con inmortalidad. Esto significa que la inmortalidad es condicional y no es parte inherente del ser humano. Esta es por lo tanto un regalo, y no la recibirán todos. De este modo, no olvidemos que aquella condicionalidad está directamente relacionada con nuestra vida “en Cristo” (1 Corintios 15:21-22; 1 Tesalonicenses 4:14, 16).
INVITACIÓN
La televisión y el cine mienten. El ser humano no anda vagando inmaterialmente entre medio de los seres humanos, y no necesita, como un espíritu desencarnado, hacer buenas obras para ganar sus alas y entrar finalmente al cielo. Es solo aquellos que creen en Jesús quienes recibirán la vida eterna y vivirán para siempre con el Señor en las mansiones celestiales. Oremos para no caer en la trampa del espiritismo. Oremos también para agradecerle a Dios que un día, en la venida de Jesús, recibiremos un cuerpo espiritual.
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