“El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo, nos ha vertido todo el Cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y a través de todo, el interés incesante de los seres celestiales; todos están empeñados en beneficio de la redención del hombre” (CC, 18).
INTRODUCCIÓN
“¡Miren qué gran amor nos ha prodigado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios!” (1 Juan 3:1).
Como cristianos, una característica asombrosa de nuestra relación con Dios es que él confía en nosotros para administrar sus asuntos en la Tierra. Al comienzo mismo de la historia humana, Dios delegó explícitamente en Adán y en Eva el cuidado personal de una Creación perfecta. (Ver Génesis 2:7–9, 15.) Desde ponerles nombre a los animales, cuidar el Jardín, hasta llenar la Tierra con hijos, Dios dejó en claro que debemos trabajar en nombre de él aquí.
Él también nos bendice con recursos, pero a nosotros nos encomendó administrarlos. Por ejemplo, recaudar fondos, emitir cheques, hacer transferencias electrónicas, confeccionar presupuestos o llevar nuestros diezmos y ofrendas a la iglesia los sábados de mañana... Dios nos anima a emplear los recursos que nos ha dado para nuestras necesidades, para las necesidades de los demás y para el avance de su obra. Y, aunque parezca increíble, Dios nos confió a nosotros la crianza de sus hijos, la construcción de sus edificios y la educación de las generaciones venideras.
Hoy exploraremos los privilegios y las responsabilidades de formar parte de la familia de Dios.
I. SOMOS PARTE DE LA FAMILIA DE DIOS
“Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda la familia de los cielos y la tierra” (Efesios 3:14, 15). ¿Qué imágenes se evocan en este versículo y qué esperanza encontramos aquí?
Al principio del ministerio de Jesús, él declara: “Ustedes, pues, oren así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre’ ” (Mateo 6:9). Más adelante, en privado, repite la misma oración a sus discípulos (Lucas 11:2). Jesús nos dijo que llamemos “Padre nuestro que estás en los cielos” a su propio Padre.
Cuando Jesús se encontró con María después de su resurrección, ella quiso abrazarlo. “Jesús le dijo: ‘No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; sino ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’ ” (Juan 20:17).
Como tenemos el mismo Padre que Jesús, él es nuestro Hermano, y todos somos hermanos en el Señor. Jesús se hizo miembro de la familia terrenal para que nosotros pudiéramos llegar a ser miembros de la familia celestial. “La familia del Cielo y la familia de la Tierra son una” (DTG, 775).
“Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.”Éxodo 3:10“Después Moisés y Aarón entraron a la presencia de Faraón y le dijeron: Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto.” Éxodo 5:1; “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.” Gálatas 3:26 “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” Gálatas 3:29. ¿Qué dicen estos versículos acerca de cómo se relaciona Dios con nosotros? ¿Por qué esto debería ser tan alentador?
En contraste con una visión de la Creación en la que se nos considera meros productos de leyes naturales frías e indiferentes, las Escrituras enseñan no solo que Dios existe, sino además que nos ama y se relaciona con nosotros de una manera tan amorosa que las Escrituras a menudo utilizan la imagen de la familia para describir esa relación. Ya sea que Jesús llame “pueblo mío” a Israel, que a nosotros nos llame “hijos de Dios” o se refiera a Dios como “nuestro Padre”, la cuestión continúa siendo la misma: Dios nos ama de la manera en que se supone que los miembros de la familia se aman unos a otros.
¡Qué buenas noticias, en medio de un mundo que, de por sí, puede ser muy hostil!
Imagina un mundo en el que tratáramos a todos como familia. ¿Cómo podemos aprender a relacionarnos mejor con todos los seres humanos como nuestros hermanos?
Existen actualmente en el mundo muchas personas heridas, muchos corazones tristes que necesitan alivio. El Señor tiene medios para iluminar la vida de estos desconsolados. Cada uno de nosotros puede poner a trabajar sus talentos al disipar las nubes, al permitir que penetre la luz del sol de la esperanza y la fe en el que “de tal manera amó… al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. Juan 3:16 (Cada día con Dios, p. 181).
II. DIOS ES EL DUEÑO DE TODO
“De Jehová es la tierra y su plenitud;El mundo, y los que en él habitan.” Salmos 24:1¿Cuál es el mensaje? ¿Qué debería significar esta verdad para nosotros y cómo nos relacionamos con lo que poseemos?
El libro de 1 Crónicas, a partir del capítulo 17, registra el deseo del rey David de construir una casa para Dios. Compartió este deseo con el profeta Natán, quien respondió: “Haz cuanto piensas en tu corazón, porque Dios está contigo” (1 Crónicas 17:2).
Pero esa noche Dios le habló a Natán y le ordenó que le dijera al rey que, por ser un hombre de guerra, no podría edificar la casa de Dios; su hijo haría el trabajo en su lugar. David preguntó si al menos podía trazar los planos y preparar los materiales de construcción. Cuando se le concedió esta petición a David, pasó el resto de su vida acumulando una enorme cantidad de piedra labrada, cedro, hierro, oro, plata y bronce “sin medida”. Cuando todos los materiales de construcción estuvieron preparados y ensamblados en el lugar de construcción, David reunió a todos los dirigentes de Israel para una ceremonia de alabanza y acción de gracias.
“Ahora pues, Dios nuestro, nosotros alabamos y loamos tu glorioso nombre. Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos.” 1 Crónicas 29:13 y 14,
¿Qué hermosos principios se expresan en estas palabras, y cómo reflejan cuál debe ser nuestra actitud hacia Dios y nuestra actitud hacia lo que poseemos?
En la oración pública del rey David, ¿cuál dijo él que era la verdadera Fuente de todos los materiales de construcción en los que él y el pueblo habían invertido tiempo y dinero en preparar?
Por supuesto, básicamente dijo al Señor: “Realmente no podemos atribuirnos el mérito por todos estos materiales especiales porque solo te estamos devolviendo lo que es tuyo”.
Este tema es importante para todos nosotros, seamos ricos o pobres (pero especialmente los ricos). Debido a que Dios hizo todo en el principio (ver Génesis 1:1; Juan 1:3; Salmos 33:6, 9), él es verdaderamente el dueño legítimo de todo lo que existe, incluyendo todo lo que poseemos, sin importar con cuánto esmero y honestidad hayamos trabajado para ello. Si no fuera por Dios y su gracia, no tendríamos nada, no seríamos nada; por cierto, ni siquiera existiríamos. Por lo tanto, siempre debemos vivir reconociendo que, en última instancia, Dios es el dueño de todo lo que existe, y al alabarlo y agradecerle por su bondad hacia nosotros, podemos recordar esta importante verdad.
David había sentido hondamente su propia indignidad para reunir el material destinado a la casa de Dios, y le llenaba de gozo la expresión de lealtad que había en la pronta respuesta de los nobles de su reino, cuando con corazones solícitos ofrecieron sus tesoros a Jehová, y se dedicaron a su servicio. Pero solo Dios era el que había impartido esa disposición a su pueblo. Solo él, y no el hombre, debía ser glorificado. Era él quien había provisto al pueblo con las riquezas de la tierra, y su Espíritu les había dado buena voluntad para traer sus cosas preciosas en beneficio del templo. Todo era del Señor, y si su amor no hubiese movido los corazones del pueblo, los esfuerzos del rey habrían sido en vano y el templo no se habría construido.
Todo lo que el hombre recibe de la bondad de Dios sigue perteneciendo al Señor. Todo lo que Dios ha otorgado, en las cosas valiosas y bellas de la tierra, ha sido puesto en las manos de los hombres para probarlos, para sondear la profundidad de su amor hacia él y del aprecio en que tienen sus favores. Ya se trate de tesoros o de dones del intelecto, han de depositarse como ofrenda voluntaria a los pies de Jesús y el dador ha de decir como David: “Todo es tuyo, y lo recibido de tu mano te damos” (PP, 812, 816, 817).
III. RECURSOS DISPONIBLES PARA LA FAMILIA DE DIOS
El regalo más grande de Dios para sus hijos es Jesucristo, quien nos trae la paz del perdón, la gracia para el diario vivir y el crecimiento espiritual, y la esperanza de la vida eterna.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
“Pero a cuantos lo recibieron les dio el derecho (el poder) de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Juan 1:12)
La salvación, entonces, es el don primordial porque, sin este don, ¿qué más podríamos recibir de Dios que realmente importe a la larga?
Más allá de lo que tengamos aquí, un día moriremos y dejaremos de existir, al igual que todos los que alguna vez nos recordaron, y cualquier cosa buena que hayamos hecho también pasará al olvido. Ante todo, pues, debemos tener el don del evangelio; es decir, a Cristo y a este crucificado, siempre en el centro de todos nuestros pensamientos (1 Corintios 2:2).
Y no obstante, junto con la salvación, Dios nos da mucho más. A los que estaban preocupados por la comida y la ropa, Jesús les ofreció consuelo: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mateo 6:33).
“El Señor es mi Pastor, nada me faltará.” Salmo 23:1“Joven fui, y he envejecido,Y no he visto justo desamparado,Ni su descendencia que mendigue pan.” Salmos 37:25; No ha prometido el Salvador a sus discípulos el lujo mundano; el destino de ellos puede hallarse limitado por la pobreza; pero ha empeñado su palabra al asegurarles que sus necesidades serán suplidas, y les ha prometido lo que vale más que los bienes terrenales: el permanente consuelo de su propia presencia (MC, 30).“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.” Filipenses 4:19. ¿Qué dicen estos versículos acerca de la provisión de Dios para nuestras necesidades diarias?
Además, cuando Jesús dijo a sus discípulos que se iría, les prometió el don del Espíritu Santo para consolarlos. “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, para que les dé otro Consolador que esté con ustedes siempre, al Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes lo conocen, porque está con ustedes y estará en ustedes” (Juan 14:15–17). “Él los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).
Entonces, el Espíritu mismo da asombrosos dones espirituales a los hijos de Dios. (Ver 1 Corintios 12:4–11.)
En resumen, el Dios en quien “vivimos, y nos movemos, y existimos” (Hechos 17:28), el Dios que “da a todos vida, aliento y todas las cosas” (Hechos 17:25), nos ha dado la existencia, la promesa de la salvación, bendiciones materiales y dones espirituales a fin de ser una bendición para los demás. En otras palabras, independientemente de las posesiones materiales que tengamos, los dones o los talentos con los que hayamos sido bendecidos, nos debemos en todo sentido al Dador por la manera en que utilizamos esos dones.
IV. RESPONSABILIDADES DE LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA DE DIOS
Todos disfrutamos de las bendiciones y los dones espirituales y temporales que Dios nos da. Qué reconfortante es saber también que somos “parte de la familia”.
“Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas.” Deuteronomio 6:5¿Qué significa esto y cómo hacerlo?
¿Cómo amar a Dios con “todo tu corazón, con toda tu alma y toda tu mente” (Mateo 22:37)?
Curiosamente, la Biblia nos da la respuesta, y no es lo que la mayoría de la gente espera.
“Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que tengas prosperidad?” Deuteronomio 10:12 y 13 “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos.” 1 Juan 5:3. Bíblicamente hablando, ¿cuál es la respuesta apropiada en nuestra relación de amor con nuestro Padre celestial?
¿Guardar la Ley? ¿Obedecer los mandamientos? Para muchos cristianos, lamentablemente, la idea de obedecer la Ley (especialmente el cuarto Mandamiento) es legalismo, y sostienen que simplemente somos llamados a amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Sin embargo, Dios es claro: revelamos nuestro amor a Dios y al prójimo cuando obedecemos sus mandamientos.
El que está procurando llegar a ser santo mediante sus esfuerzos por observar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de egoísmo y pecado. Solo la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos…
la obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de la misma naturaleza de su Autor; es la personificación del gran principio del amor, y es, por lo tanto, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones están renovados a la semejanza de Dios, si el amor divino está implantado en el alma, ¿no se cumplirá la ley de Dios en nuestra vida? Cuando el principio del amor es implantado en el corazón, cuando el hombre es renovado a la imagen del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: “Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré”. Hebreos 10:16. Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir el servicio y la lealtad que se rinden por amor, es la verdadera prueba del discipulado (El camino a Cristo, 60, 61).
“En esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1 Juan 5:3). Estamos acostumbrados a ver en este versículo que porque amamos a Dios, por lo tanto, guardamos sus mandamientos. Está bien. Pero quizá también podamos leerlo como “este es el amor de Dios”, es decir, conocemos y experimentamos el amor de Dios al guardar sus mandamientos.
En Mateo 7:21 al 27, Jesús dijo que los que oyen y practican las palabras de Dios son como un constructor sabio que edificó su casa sobre roca sólida. A los que escuchan pero no obedecen se los compara con un constructor necio que edificó su casa sobre la arena, con resultados desastrosos. Ambos oyeron la palabra; uno obedeció, el otro no. Los resultados marcaron la diferencia entre la vida y la muerte.
Piensa en el vínculo entre amar a Dios y obedecer su Ley. ¿Por qué deberíamos expresar el amor por Dios de esa manera? ¿Por qué guardar los mandamientos ciertamente revela ese amor? (Pista: piensa en lo que causa la desobediencia de su Ley.)
Él ha dotado a los hombres de talentos, y espera que acudan a él en procura de consejo. En todo cuanto hagamos, en cualquier departamento de la obra en que nos hallemos, él desea gobernar nuestras mentes a fin de que hagamos una obra perfecta (Palabras de vida del gran Maestro, pp. 283, 284).
V. TESOROS EN EL CIELO
“No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido corroen, y los ladrones socavan y roban. Sino acumulen tesoros en el cielo, donde ni polilla ni óxido corroen, ni ladrones destruyen ni roban. Porque donde esté el tesoro de ustedes, allí estará también su corazón” (Mateo 6:19–21). ¿De qué verdades cruciales habla Jesús aquí?
¿Quién no ha leído una historia tras otra de gente que acumuló una gran riqueza y por algún motivo la perdió?
Nuestro mundo es un lugar muy inestable: guerras, crímenes, violencia, desastres naturales; en cualquier momento puede pasar algo y arrebatarnos todo lo que hemos conseguido trabajando, aunque lo hayamos ganado en forma honesta y leal. Así también, en un momento llega la muerte, y por ende estas cosas se vuelven inútiles para nosotros.
Por supuesto, las Escrituras nunca nos dicen que está mal ser rico ni amasar riquezas; en estos versículos Jesús nos advierte que mantengamos todo en perspectiva.
Sin embargo, ¿qué significa hacer tesoros en el Cielo? Significa poner a Dios y su causa (no el hacer dinero) en primer lugar en nuestra vida. Entre otras cosas, significa usar lo que tenemos para la obra de Dios, para el avance de su Reino, para trabajar en favor de los demás y para ser una bendición para los demás.
Por ejemplo, cuando Dios llamó a Abram, concibió usar a Abram y su familia para bendecir a todas las familias de la Tierra. Dios le dijo a Abraham, quien “fue llamado amigo de Dios” (Santiago 2:23): “Yo haré de ti una gran nación. Te bendeciré, engrandeceré tu nombre, y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré. Y por medio de ti serán benditas todas las familias de la tierra” (Génesis 12:2, 3).
“Así, los que viven por la fe son benditos con el creyente Abraham” (Gálatas 3:9). A nosotros se nos presenta el mismo desafío que se le presentó a él.
“El dinero tiene gran valor porque puede hacer mucho bien. En manos de los hijos de Dios es alimento para el hambriento, bebida para el sediento y ropa para el desnudo. Es una defensa para el oprimido y un medio para ayudar al enfermo. Pero el dinero no es de más valor que la arena a menos que sea usado para satisfacer las necesidades de la vida, bendecir a otros y hacer progresar la causa de Cristo” (PVGM, 286).
“Porque donde esté el tesoro de ustedes, allí estará también su corazón” (Mateo 6:21). ¿Dónde te dice el corazón que está tu tesoro?
“Hay peligro de perderlo todo en la búsqueda de las ganancias mundanales, porque en la febril actividad que determina la búsqueda de las riquezas terrenas, se olvidan los intereses eternos…
Esta obra de transferir vuestras posesiones al mundo de arriba, es digna de todas vuestras energías. Es de la mayor importancia e implica vuestro interés eterno. Lo que dais a la causa de Dios no se pierde. Todo lo que damos para la salvación de las almas y la gloria de Dios se invierte en la empresa de más éxito en esta vida y en la vida futura. Nuestros talentos de oro y plata, si los damos a los cambiadores, ganan continuamente en valor, lo cual se registrará en nuestra cuenta en el reino de los cielos. Nosotros seremos los receptores de la riqueza eterna que ha aumentado en las manos de los cambiadores. Al dar para la obra de Dios, nos estamos haciendo tesoros en el cielo. Todo lo que depositamos arriba está seguro contra el desastre y la pérdida y produce abundantes intereses eternos.” (A fin de conocerle, p. 223).
CONCLUSIÓN
¿Qué pagaré al Señor por todos sus beneficios hacia mí?” (Salmos 116:12). Haz una lista de las bendiciones y los dones de Dios para ti en tu vida espiritual y temporal, y prepárate para compartirla con la clase. ¿Qué te enseña esto acerca de lo agradecido que deberías estar con Dios?
Es solo el poder sustentador de Dios el que mantiene todo esto en existencia. ¿Cómo debería ayudarnos esta verdad bíblica a comprender cuáles son nuestras obligaciones hacia Dios, en términos de cómo usamos lo que él nos ha dado? ¿Cómo nos ayuda esta realidad a mantener nuestra vida, y el propósito de nuestra vida, en la perspectiva adecuada?
La lección menciona que, de todo lo que Dios nos ha dado, Jesús y el plan de salvación son el regalo más grande de todos. ¿Por qué es así? ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos eso y la gran esperanza que nos ofrece? Un escritor ateo describió a la humanidad como nada más que “trozos de carne en descomposición sobre huesos que se desintegran”. ¿Por qué estaría en lo cierto, si no fuese por el don del evangelio?
“Si has renunciado al yo y te has entregado a Cristo, eres miembro de la familia de Dios, y todo cuanto hay en la casa del Padre es tuyo. Se te ofrecen todos los tesoros de Dios, tanto en el mundo actual como en el venidero. El ministerio de los ángeles, el don de su Espíritu, las labores de los siervos; todo es para ti. El mundo, con cuanto contiene, es tuyo en la medida en que pueda beneficiarte” (DMJ 103).
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