La imagen de la cruz despierta las más diversas reacciones. Las cruces están estampadas en la bandera de algunos países y en camisetas. Las cruces abundan en los paisajes tristes de los cementerios y nos recuerdan las peores persecuciones religiosas. Las cruces se destacan en obras de arte y figuran en las marcas de automóviles. Al pensar en Jesús y su muerte, surge la imagen tan común de la cruz, pero nunca transmitió un mensaje entendido de la misma manera por todos, por lo menos, por la mayoría. Todavía hoy es así. En la cultura popular, la cruz se transformó en un símbolo de muerte y terror. Si se piensa solo en el símbolo, la cruz siempre despertó acusaciones filosóficas de locura y escándalo, aclamaciones religiosas de gratitud y alabanza. Y finalmente, ¿cómo un instrumento de tortura puede transformarse en victoria y salvación?
La cruz fue el punto culminante y decisivo del gran conflicto entre el bien y el mal. Fue la prueba definitiva por la cual Jesús tendría que pasar en favor de la raza humana. Si él fallaba en el último segundo, todo quedaría perdido para siempre. Aunque poseía todo el poder en el Cielo y en la Tierra, Jesús tenía que soportar todo el dolor del Calvario para cumplir su misión.
El precio de nuestra redención exigía solo el derramamiento de la sangre de Cristo para la remisión de pecados. Pero el camino que él transitó no fue solo el de la muerte, sino de indescriptible dolor, de una angustia sin medida. Usada por los pueblos antiguos, la cruz era un instrumento preparado para causar la muerte más dolorosa, lenta, cruel y vergonzosa posible. Estaba reservada solo para los peores criminales. Para Cícero, orador romano que vivió entre 106 y 43 a.C., crucificar a un ciudadano romano “es crimen, azotarlo es abominación [...] crucificarlo ¿qué es? No hay palabras que puedan describir un acto tan horrible” (Against Verres, II. V. 64, parágrafo 165, citado por John Stott, A Cruz de Cristo, 18).
Frederick T. Zugibe, médico de la justicia e investigador criminal, se dedicó a estudiar los efectos anatómicos de la crucifixión sobre el cuerpo de Jesús. Después de décadas de investigaciones y experiencias científicas, su libro de 456 páginas da una idea más clara de la brutalidad que representó la crucifixión. Era un método de tortura común desde el siglo 6 a.C. Entre los romanos, era un castigo común para los enemigos del imperio y para los ciudadanos traidores.
Cerca de 500 judíos fueron crucificados por día durante el cerco de Jerusalén en torno al año 70 d.C. Faltaron espacio y árboles para hacer más cruces (Simon Sebag Montefiore, Jerusalem: The Biographie, 2011, p. 3, 4, 7, 8). Los soldados solían clavar “a las víctimas en diferentes posiciones por mera diversión”. El filósofo romano Séneca afirmó: “Algunas tienen a sus víctimas con la cabeza golpeando el suelo. Otras clavan sus partes íntimas y a otras mantienen los brazos del condenado estirados en el patibulum [la parte horizontal]” (Zugibe, A Crucificação de Jesus, p. 71, 72).
Generalmente, un grupo de cinco soldados realizaba el trabajo de forma profesional. O El exactor mortis (“conductor de la muerte”) lideraba un grupo que escoltaba al prisionero hasta el lugar de la ejecución, generalmente cerca de tumbas y fosas. Él tenía que asegurarse de que el condenado no muriera antes de la hora. Por eso, cuando Jesús cayó bajo el peso del patibulum (la parte horizontal y móvil de la cruz), Simón de Cirene fue obligado por el soldado a llevar la cruz. Después de una noche de juicio ilegal, maltratos y humillaciones, Jesús fue azotado con el látigo (flagrum) romano, que tenía puntas de metal y huesos, lo que provocaba surcos en los músculos de la espalda y afectaba así los huesos y órganos internos.
Según Zugibe, Cristo ya había perdido mucha sangre y se deshidrataba rápidamente bajo el sol fuerte. “El agotamiento estuvo acompañado de falta de aire, por el fluido pleural que estaba acumulándose lentamente en sus pulmones”. Un dolor extremo “de la neuralgia del nervio trigémino se irradiaba por su rostro y cuero cabelludo cada vez que tropezaba y caía, y sufrió fuertes dolores en todos sus músculos y articulaciones”. Al llegar al lugar de la crucifixión, los soldados echaron suertes y le arrancaron con fuerza la túnica pegada a las heridas de su cuerpo “causando brotes de dolor por el cuerpo de Jesús” (Zugibe, A Crucificação de Jesus, p. 68, 69).
En general, las cruces tenían solo dos metros de altura, para faci- litar poner y sacar los cuerpos de los prisioneros. Las cruces más altas las reservaban a los criminales especiales. Utilizaban clavos herrumbrados de cerca de doce centímetros. Los pies no tenían un apoyo, como algunas pinturas lo describen. Ponían los clavos en el empeine, bien cerca del palo de la cruz, y las rodillas permanecían todo el tiempo flexionadas, dejando a la víctima en una condición de continuo esfuerzo y fatiga muscular, intentando equilibrarse, respirar y controlar el dolor de los clavos en las manos y pies.
Normalmente, los condenados eran colgados sobre la cruz sin ropa, expuestos a la más degradante humillación pública. Los clavos provocaban un dolor extremo, al lesionar tejidos sensibles. Bastaba una suave brisa, la luz del sol o cualquier movimiento para causar “dolores de quemazón continuos y lacerantes”, según Zugibe. “Después de un corto período en la cruz, los fuertes calambres, el adormecimiento y el enfriamiento de la pantorrilla y de los muslos, causado por la compresión debida a la flexión de las rodillas, habrían forzado a Jesús a arquear su cuerpo [poniendo la barriga hacia delante y el cuello hacia atrás], en un intento de estirar las piernas” (Zugibe, A Crucificação de Jesus, p. 127).
Estas pinceladas del dolor revelan que tenemos solo una idea vaga del sufrimiento de Jesús. Para una generación acostumbrada a la comodidad y los placeres, un dolor así está más allá de la imagi- nación. Pero el sacrificio de Cristo no solo involucraba un dolor cortante físico, sino un dolor espiritual.
I. Jesús se hizo maldición para salvarnos
En la mentalidad bíblica, si alguien moría colgado en un madero, era porque había sido maldecido por Dios. Los condenados a muerte colgados en el madero no debían permanecer suspendidos hasta la puesta del sol, porque mantenerlos contaminaría la tierra (Deut. 21:23). “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gál 3:13). “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justi- cia de Dios en Él” (2 Cor.5:21). En la cruz Jesús no sufrió por las maldiciones, fue hecho maldición. No murió como pecador, sino como pecado.
Los pecados de toda la vida de todos los seres humanos de todas las épocas fueron colocados sobre Cristo. En ese proceso, el Padre, con quien Jesús tenía una profunda unidad desde la eternidad, tuvo que apartarse. Eso provocó una angustia infinita en Jesús. Eso lo llevó a clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has des- amparado?” (Mateo 27:46). Una oscuridad sobrenatural envolvía el cuerpo de Jesús, ocultando la presencia de Dios y de los ángeles, pero Jesús no la podía sentir. Él estaba bebiendo solo la copa de su ira contra los pecados del mundo, una copa que pidió al Padre que le sea quitada (Mateo 26:39). A Isaac, el hijo de Abraham le fue quitada, pero a Jesús el Hijo de Dios no.
Jesús se identificó con el pecado a tal punto que imaginó que el Padre lo estaba rechazando para siempre. “Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender plenamente el hombre. Tan grande fue esa agonía que apenas le dejaba sentir el dolor físico. [...] El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. [...] Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios que su separación resultase eterna. [...] El sentido del pecado, que atraía la ira del Padre sobre Él como substituto del hombre, fue lo que hizo tan amarga la copa que bebía el Hijo de Dios y quebró su corazón” DTG, 701. Aunque no vio una puerta de salida, no desistió y lo hizo por nosotros.
“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14, 15). Cuando los israelitas peregrinaban en el desierto, murmuraron, y por eso fueron mordidos por serpientes venenosas. Dios ordenó que Moisés colgara una serpiente de bronce para que la gente simple- mente mirara y fuera salva por el acto de contemplarla (Números 21:4- 9). De la misma forma, basta mirar por la fe al hombre clavado en la cruz, maldecido, hecho pecado, para obtener la salvación. Basta confiar en el sacrificio que él realizó.
En el camino hasta el Calvario, Jesús sufrió el ataque mortal de la serpiente, Satanás. Fue herido por el enemigo, que lo hizo sufrir al máximo para que desistiera de salvarnos. Por otro lado, por primera vez Satanás lo tuvo en sus manos. Como un pecador, no pudo contener su deseo incontrolable de torturarlo y matarlo, por más que eso lo perjudicaba también a él. El pecado es así: siempre lleva a la autodestrucción por más ilógico que parezca.
La promesa que Dios hizo a Adán y Eva en el Edén (Génesis 3:15) se estaba cumpliendo. Ellos descubrieron el mal en un árbol. En un pedazo de árbol, Jesús entregaba su vida. Si, en el paraíso, la serpiente habló desde un árbol, lo que trajo destrucción, el acto salvador de Cristo de lo alto del madero trajo redención. En Romanos 5, el apóstol Pablo presenta a Cristo como el segundo Adán, que acertó donde el primero falló. Por un hombre, Adán, el pecado entró en el mundo, y el pecado “pasó a todos los hom- bres” (v. 12). De la misma forma, “por un hombre”, “la gracia y el don de Dios” abundó (v. 15). “Cuando el pecado abundó, sobrea- bundó la gracia” (v.20).
No podemos ser indiferentes ante tan inmenso amor por nosotros. No podemos pensar que ese sacrificio tan poderoso no pueda cubrir nuestros pecados por peores que sean. Debemos lanzar nuestra fe en el Hombre que fue colgado sobre el madero, el Cristo crucificado, y recibir de él vida y salvación. Su sangre es capaz de perdonar pecados, transformar el carácter, renovar la familia, hacernos personas mejores y más felices. Por medio de su gracia, podemos encontrar un nuevo motivo para existir.
II. Jesús satisface la justicia divina
La cruz también revela la enormidad y la malignidad del pecado. Una de las mejores definiciones de pecado es la dada por el apóstol Juan: “Pecado es transgresión de la ley” (1 Juan 3:4). La ley de Dios deriva de su carácter y es un principio tan eterno como el ser de Dios (es ontológica). La conexión de Dios con la ley es de identidad, es la expresión de su ser moral (John Stott, A Cruz de Cristo, p. 106). Si Dios es amor (1 Juan 4:8), la ley se resume en el amor (Mateo 22:37-39), porque ella deriva del carácter divino. Al pecar, transgredimos la eterna ley divina, y generamos una culpa tan eterna como el carácter de Dios que origina esa ley.
Por eso, ningún ángel, por más exaltado que sea, podría morir por nosotros. Los ángeles no son divinos ni eternos. Su vida no sería suficiente para pagar un precio eterno. Cristo es diferente. Él es vida (Juan 11:25; 14:6). Así, la Deidad no envió a un ser creado para morir por nuestros pecados. Dios no tercerizó su obra de la redención. Él se dio a sí mismo en Cristo. De cierta forma, “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). En Cristo, Dios se pagó a sí mismo el precio eterno del rescate.
Como afirmó Anselmo de Canterbury hace casi mil años, “No hay nadie... que puede dar satisfacción sino Dios... Pero nadie debe hacerlo sino el hombre” (John Stott, A Cruz de Cristo, 1991, p. 107). Jesús es divino y humano. En esa condición única, derramó su sangre eterna para pagar como hombre el precio de nuestra redención. La salvación solo viene de él. No está en las manos de ningún ser humano, iglesia, religión, espíritu, magia, pastor, padre, gurú, filosofía o ideología política proveer la salvación. Ninguna construcción humana puede salvar. La salvación viene únicamente de Cristo, y solo podemos recibirla por medio de la fe en él.
“En su humillación, Cristo fue glorificado. El que ante otros ojos parecía vencido, era el Vencedor. Fue reconocido como Expiador del pecado. Los hombres pueden ejercer poder sobre su cuerpo humano. Pueden herir sus santas sienes con la corona de espinas. Pueden despojarle de su vestidura y disputársela en el reparto. Pero no pueden quitarle su poder de perdonar pecados. [...] Es su derecho real salvar hasta lo sumo a todos los que por Él se allegan a Dios” DTG, 699.
La cruz fue la pieza con la cual Jesús arregló el mundo roto por el pecado. Pero, no fue algo fácil para él. Cristo sufrió al sonido de las burlas y los desafíos para que descendiera de la cruz y se salvara. Fue escupido, despojado, azotado y torturado. Él podría haber puesto fin a todo eso en cualquier momento y revertir la escena, con justicia. Pero no desistió sino que resistió pacientemente hasta el último espasmo de la musculatura, hasta la última gota de sangre, hasta el último suspiro doloroso. Consciente del cumplimiento de su misión, clamó: “Consumado es” (Juan 19:30). ¡Él venció!
Llamado
Jesús no desistió de usted. Todo lo hizo por usted. ¿Cuál será su respuesta a ese gran sacrificio? Hoy Cristo lo llama. No lo deje para mañana. Abrace ahora al Salvador y no lo abandone nunca más.
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