Volver a empezar exige valentía. El comienzo lleva en sí un entusiasmo por lo que sucederá, tiene el brillo y la frescura de la mañana, mientras que el recomienzo ocurre a partir de algo que se perdió. Exige volver a creer, levantarse del suelo cuando ya no es tan joven. No es natural recomenzar. Se necesita buscar fuerzas para seguir de nuevo adelante. ¿Usted está intentando recomenzar en alguna área de su vida? Tal vez necesite recomenzar ante el final de una relación, de un cambio de carrera, de la lucha por la supervivencia, de una caída espiritual, de la pérdida de un ser querido, de un diagnóstico médico. Todos necesitamos recomen- zar espiritualmente.
Recomenzar exige coraje. La palabra “coraje” viene del latín coraticum. Coraticum es la unión de dos palabras: cor, que en ese caso significa “corazón” y actium, “acción”. Es la acción que viene a partir del corazón, la capacidad de enfrentar un desafío externo con una motivación interna. Y eso es más hermoso cuando Dios trabaja dentro de nosotros para enfrentar los desafíos. ¿No es maravilloso? El coraje es la habilidad de enfrentar los miedos, el peligro, la inseguridad. Es tener audacia, intrepidez, fe y confianza.
En la trama del gran conflicto entre el bien y el mal, desgraciada- mente, el pecado encontró lugar en este mundo y en nuestro corazón. Todo lo que era perfecto y hermoso se marchitó. Surgieron las enfermedades, la muerte, la maldad, las peleas y las guerras. Hasta la historia del pueblo de Dios está marcada por muchas caídas y decepciones. Pero Dios no desistió de nosotros. Él no perdió la paciencia a lo largo del proceso, así como no desiste de usted ni de mí hoy.
Dios trajo un nuevo comienzo al enviarnos a Jesucristo. El impacto de la venida de Cristo fue tan grande que puso en cero la historia. La cuenta de los años volvió a comenzar. Fue una nueva oportuni- dad para el mundo. Hoy reflexionaremos sobre la encarnación de Cristo, su primera venida al mundo, que definitivamente hizo dar vuelta el juego del gran conflicto. Reflexionemos sobre el Bebé en el pesebre.
Textos: Juan 1:1-3, 14; Lucas 2:7
I. El pesebre reveló quién es Dios
En los tiempos bíblicos, el pesebre era un tronco hueco donde los animales tomaban agua y donde se ponía el forraje para alimentarlos. Incluso hoy, el pesebre es “una especie de cajón destinado a la comida de las bestias” (Diccionario de la Real Academia Española). La Biblia habla mucho más de la cruz que del pesebre. Sí, es la muerte de Cristo en la cruz lo que nos salva. Pero es importante recordar que sin el pesebre no habría cruz. Conocemos el pesebre de la escena en las plazas, teatros y películas. ¿Pero será que cono- cemos el pesebre de Cristo?
Pensar en un pesebre es algo extremadamente desafiante, pues es una historia demasiado sencilla y escasa de detalles. Solo Mateo y Lucas hablan del nacimiento de Jesús, y el pesebre solo lo menciona Lucas. La segunda razón por la que es difícil hablar del pesebre es por ser una escena infinitamente profunda sobre Dios; porque, por un lado, él se restringió, pero por otro se manifestó en carne para salvarnos. “La historia de Belén es un tema inagotable” DTG, 32.
El pesebre revela quién es Dios. El Señor tiene una apariencia gloriosa. Algunos profetas tuvieron visiones sobre la apariencia de Dios. Juan describe a Jesús en el cielo con ojos como llamas de fuego, y su rostro brillaba como el sol cuando resplandece en su fuerza (Apocalipsis 1:14-16). Después de esa visión, el apóstol cayó al suelo, pero Jesús lo animó (v. 17). Dios el Padre también se manifestó con gloria y majestad, en su trono (Isaías 6).
El comienzo del evangelio de Juan, conocido como prólogo (o introducción), tiene un foco teológico y presenta la divinidad de Jesús. Señala no solo el futuro, lo que Cristo haría, sino el pasado, lo que hizo y quién es (J. Martin C. Scott, “John”, en Eerdmans Commentary on the Bible, ed. James D. G. Dunn y John W. Roger- son, 2003, p. 1162). A Jesús se lo llama Verbo o Palabra de Dios (Juan 1:1), “Él dijo, y fue hecho”, “mandó, y existió” (Sal. 33:9). “Sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” ( Juan 1:3). “Todo fue creado por medio de Él y para Él, y todas las cosas en Él subsisten” (Colosenses 1:13-17). “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios” (Hebreos 11:1-3).
En Juan 1:14, el original podría decir, “Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”. El término usado para “habitó” significa “habitar en una tienda”, “acampar”. También se menciona en el libro de Apocalipsis, cuando el apóstol Juan dice que Dios morará (hará su tienda) entre su pueblo (Apocalipsis 21:3) y extenderá su tabernáculo sobre sus hijos en medio de las persecuciones (Apocalipsis 7:15), o sea cuidará de ellos.
Juan 1:14 es el clímax del prólogo (o de la introducción) de ese evangelio. En ese versículo, “la Palabra, el Agente de la creación, se hizo criatura. El que trajo el Universo a la existencia nació dentro del Universo como un ser humano” (Rodney A. Whitacre, John, The IVP New Testament Commentary Series, 1999, v 4, p. 58).
Como se dice en una oración de las iglesias cristianas orientales, “vemos oradores más elocuentes sin voz como peces cuando deben hablar de ti, oh, Jesús nuestro Salvador. Porque está más allá del poder decir como tú eres hombre perfecto y Dios inmutable al mismo tiempo” (Whitacre, John, p. 58).
Si en Juan 1:1, el apóstol afirmó la divinidad de Jesús, en el v. 14, afirmó su humanidad. “Cristo es divino en el sentido absoluto y supremo de la palabra. También es humano en el mismo sentido, con la excepción de que ‘no conoció pecado’ (2 Cor. 5:21)” (Francis D. Nichol [org], Comentario Bíblico Adventista del Séptimo Día, t. 5, p. 879). “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Él es 100% Dios y 100% hombre, nacido, pero sin origen. Él no tiene vida, él es vida (Juan 11:25; 14:6).
Jesús se hizo humano para estar cerca de nosotros. Nos gusta estar cerca de quien amamos. No es posible amar y no querer estar cerca. Así, por amarnos mucho, Jesús, en armonía con el Padre y el Espíritu, decidió encarnarse, humanizarse para estar cerca de nosotros. No es casualidad que uno de los títulos de Cristo sea Emanuel, “Dios con nosotros” (Mateo 1:23; Isaías 9:6).
Al hacerse humano, Jesús se acercó a nosotros más que nunca. Vino a conocer nuestras luchas y dolores. Experimentó las necesidades por las cuales pasamos. Al mismo tiempo, nos reveló la gloria de Dios. Los apóstoles vieron “su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:14). Y, como una muestra de quién es, Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (Lucas 9:28-36). En el evangelio de Juan, “gloria” también tiene que ver con los milagros de Jesús, su ministerio y su pasión (Scott, p. 1162). Como Hijo de Dios, manifestó la honra, el brillo y el esplendor de Dios Padre.
Cristo dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Al hablar así, aun en la condición humana, nos enseñó a admirar y a amar a Dios por lo que es, no por el poder que tiene. Eso también nos da la condición de amarlo plenamente. Al final, solo podemos amar a alguien que conocemos. Nuestra relación con Dios no debe quedarse solo entre pedir y agradecer, oraciones y milagros. Debe evolucionar a una relación viva, en un caminar con Dios, en “abrirle el corazón como a un amigo” CC, 93.
Cristo es una fuente inagotable de buenas noticias. Es muchos evangelios en uno solo. Al contemplarlo, recordamos que Dios es poderoso, y también es amoroso. Y tuvo el coraje de enfrentar todo por nosotros para darnos un nuevo comienzo.
II. El pesebre revela quiénes somos nosotros
El pesebre y la encarnación no ocurrieron solo para exponer una buena foto en las “redes sociales” del Universo. No fue solo una idea de marketing cósmico. Fue algo auténtico: reveló la humildad divina, el corazón de Dios. Sin embargo, la encarnación de Cristo también revela quiénes somos. En primer lugar, muestra nuestra culpa. Fue por nuestra culpa que Cristo tuvo que descender al lodazal del pecado. Fue una infinita humillación para Jesús asumir nuestra naturaleza humana. Y él lo hizo porque nos equivocamos. Él vino a asumir nuestra deuda impagable.
Al mismo tiempo, la encarnación revela nuestra condición carnal. Deseamos las obras de la carne, “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías” (Gálatas 5:19-21). Así, al comparar nuestras acciones y nuestros pensamientos con la vida y los pensamientos de Cristo, estamos constreñidos, avergonzados de nosotros mismos (2 Corintios 5:14). Siendo Rey, se agachaba para jugar con los niños. Amaba a los pobres y a los ricos, a los enfermos, a las personas con deficiencias, a los doctores, a los pecadores y hasta a los corruptos y odia- dos publicanos. No se exaltaba ni humillaba a otros. Era manso y firme. Su personalidad era perfecta. Con su pureza lograba unir a personas de grupos muy diferentes en torno de la misión de salvar a las personas para el reino de Dios.
Más allá de revelar cosas negativas sobre nosotros, la encarnación de Jesús revela nuestro valor delante de Dios. Jesús nació aquí para salvarnos. Él nos amó hasta el fin (Juan 13:1). Dio todo lo que tenía, su gloria, la adoración de los ángeles, su dignidad, para que la carne que él había asumido fuera humillada, herida y muerta en nuestro favor.
De algo podemos estar seguros: no podemos ser neutros delante de Jesús. Solo es posible tener dos reacciones. La primera es recibirlo como Señor y adorarlo. Los pastores visitaron a Jesús en el pesebre (Lucas 2:15, 16). Los magos lo encontraron en una casa y lo adoraron (Mateo 2:11). Otros recibieron el aviso, pero respondieron con indiferencia y hasta con violencia contra los bebés de Belén (Mateo 2:16-18). El pesebre despierta en nosotros una respuesta. Podemos amar a Jesús por su humildad o rechazarlo por su humildad. Podemos amarlo por su pureza o rechazarlo por su pureza. Todo depende de una decisión. Por muy diferentes que seamos de Jesús, el mayor y más sublime propósito de nuestra vida debe ser caminar con él, aprender de él, ser como él por la convivencia, al contemplarlo todos los días.
III. El pesebre revela como Dios nos salva
Cristo nos salva sin ayuda humana. El nacimiento de Jesús fue una obra divina. Fue concebido por el poder del Espíritu Santo. La ida de José y María a Belén, los magos guiados por una estrella, el coro de ángeles, fueron acciones de Dios. El lujo y la apariencia humana no podrían compartir espacio con la gloria de Dios en ese nacimiento. Eso encierra una gran lección: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8, 9).
Cristo nos salva con una donación. “Donar” es el verbo preferido de Dios. En la naturaleza y en el Universo, todo fue hecho para servir, para donar algo. Ese es un elemento esencial del carácter divino. Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo (Juan 3:16). En medio de una guerra sangrienta, fue puesto en una cuna en nombre de la paz en la Tierra (Lucas 2:14).
Cristo salva por el sacrificio. Un bebé acostado en un lugar donde comen los animales no es una escena muy agradable. No es en un lugar como ese donde solemos poner nuestros bebés. Jesús fue puesto allí porque no había otro lugar para su familia. Él nació en un lugar completamente impropio. Desde antes de nacer, Cristo enfrentó la resistencia de los pecadores (Hebreos 12:3). La escena no común del pesebre señalaba la escena impensable del Calvario. El nacimiento de Cristo ocurrió en “el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4), y su muerte, en la “hora” para la cual vino (Juan 12:27). Varias veces intentaron anticipar su muerte, aun en sus primeros días de vida. Pero nadie podría quitarla así ( Juan 10:18). El pesebre fue el primer paso para el Calvario. Cristo tendría que padecer, no un sufrimiento que salva, sino un sacrificio que exige sufrimiento.
Cristo nos salva por la expiación. Desde el comienzo de su vida, Jesús cambió lo que tenía por nosotros. Entró en nuestro establo de la Tierra para que entremos en su palacio en el Cielo. Asumió nuestra humanidad para que, por su divinidad, alcancemos el abrazo del Padre. Él se hizo pobre para que seamos ricos (2 Corintios 8:9). Derramó su sangre para retener la nuestra. Sangró vida eterna para librarnos de la muerte eterna.
Cristo salva elevando la creación. Antes del pecado, el Universo no sabía lo que Dios era capaz de hacer. Nadie imaginaba que él sería capaz de deshacerse de todo y mostrarse cómo es. Nadie imaginaba que el Hijo de Dios nacería en un recinto para animales. Quedó claro que Dios es puro amor y humildad. Los seres del Universo siempre tendrán la plena seguridad del amor divino. Además, el recomienzo será mayor que la caída, porque el ser humano será puesto en una posición mayor de la que tenía. En la creación, Dios hizo al ser humano a su imagen; en la redención, Dios “nació” a nuestra imagen. Nuestra raza fue elevada con la participación de Jesús. La Tierra, el escenario del pesebre, será el centro del gobierno del Universo. El ser humano, la Tierra y el universo nacieron de nuevo en ese pesebre.
Llamado
Es hora de recomenzar. El nacimiento de Jesús fue el gran recomienzo de la humanidad, pero Dios lo llama a usted hoy a renacer. Al contemplar el amor y el espíritu de sacrificio de Cristo, abra su corazón, y permita que él sea el Señor de su vida. Aunque su corazón sea impropio como un establo para la presencia de Jesús, permita que él nazca en usted. Caminando con Cristo, su vida será una bendición.
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