La joven Edith Eva Eger, conocida como “Eddie”, nació en Hungría, donde vivía con su familia. En mayo de 1944, recién había cumplido dieciséis años cuando fue enviada al campo de exterminio nazi de Auschwitz, en Polonia, junto con sus padres y su hermana Magda. Al llegar al campo, separaron a quienes tenían hasta quince años o más de cuarenta y cinco al “baño”, a las cámaras de gas, y después eran incinerados. Los que tenían de dieciséis a cuarenta y cuatro años debían trabajar hasta morir de inanición en semanas o meses.
En aquel infierno de nieve, sin ninguna esperanza, los soldados nazis descubrieron que Eddie bailaba ballet, y la llevaron para entretener a Yosef Mengele, conocido como el Ángel de la Muerte, por sus crueles experimentos científicos con los prisioneros. A los ojos de ese monstruo, Eddie comenzó a bailar. Como premio, Eddie recibió un pedazo de pan y algún tiempo más de vida.
Finalmente, los aliados estadounidenses y rusos se acercaban para librar Auschwitz y otras decenas de campos de concentración. Entonces, los nazis forzaron a los prisioneros a caminar en una de las muchas “marchas de la muerte”. Los prisioneros esqueléticos tenían que caminar día y noche hasta otros campos más cercanos de Alemania, si no morían por el camino, como ocurría con la mayoría. Eddie estaba entre ellos. No pesaba más de 27 kilos, y caminó tanto que se desplomó en el suelo, terminando sobre una pila de cuerpos en el campo de Gunskirchen.
Los soldados estadounidenses de la 71a infantería llegaron al lugar y encontraron esa escena terrible. Fue cuando un soldado notó que unos dedos se movían. Era la mano de Eddie. En seguida, la reti- raron del medio de los cadáveres, la cuidaron, y milagrosamente, sobrevivió. Más tarde, ella emigró a los Estados Unidos, estudió y llegó a ser una psicóloga renombrada.
En su libro La libertad es una elección, cuenta como fue fundamental para ella y lo es para todos nosotros que nos libremos de nuestras prisiones mentales. Ella afirmó, citando la Biblia: “Podemos atra- vesar el valle de sombra y muerte, pero no necesitamos acampar ni construir nuestra casa por allá”.
Hace 3.500 años, los israelitas eran esclavos en Egipto. Construían sin descanso ciudades y monumentos inmensos para gloria de los faraones. Sufrían y suspiraban bajo cargas insoportables. Postrados por el cansancio, recibían chicotazos y eran humillados día tras día hasta la muerte. Fue entonces cuando clamaron a Dios. Imploraron liberación. Creyeron que el Señor levantaría un libertador para llevarlos a la tierra prometida a Abraham. Ese era un capítulo más de la historia del gran conflicto entre el bien y el mal.
I. Debemos clamar porque Dios está atento a nuestra condición y a nuestras oraciones
Lea Éxodo 2:23-25.
La muerte de un rey traía esperanzas de que la situación podría mejorar. Sin embargo, los israelitas no eran considerados parte del pueblo egipcio, sino esclavos, y fueron tratados con más dureza todavía. Ellos “gemían a causa de la servidumbre”, que en la lengua original significa “gemían a causa de su trabajo” (v. 23). Entonces, comenzaron a clamar a Dios. Clamar no es una oración común. Es una expresión de ansiedad y angustia delante de Dios. Es una súplica profunda que involucra cuestiones de vida o muerte.
¿Alguna vez ha clamado a Dios? Muchas personas no oran, mucho menos claman a Dios. No imaginan cuán atento está él y quiere ayudar. Él ve nuestra situación de desesperación y nos quiere liberar, pero para eso necesitamos permitirle que lo haga, invitarlo. Dios no libera a quien se siente cómodo en la prisión y se resiste a dejarla.
Poco tiempo después de haber sido librado, el pueblo de Israel sintió nostalgia de Egipto. Los israelitas se quejaron a Moisés, recordando “las ollas de carne”, “los peces, pepinos, melones, cebollas y ajos” que tenían en Egipto (Éxodo 16:3; Números 11:5). No tenían libertad, pero tenían comida. Una vida lejos de Dios, en la esclavitud del pecado, tiene sus compensaciones aparentes. Alguna comida, alguna atención, alguna sensación agradable, algún minuto de descanso, algún dinero, algún placer. Pero no pasan de migajas que dan una ilusión de comodidad en medio de la total esclavitud.
Somos esclavos del pecado (Romanos 6:6). Un esclavo no tiene derecho de elegir. Solo puede hacer lo que su señor le ordena. A veces hacemos lo que no queremos. Eso nos hace sentir miserables sin ninguna esperanza de salvación (Romanos 6:19-25).
La buena noticia es que “todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo; (Joel 2:32; Romanos 10:13). “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). No importa el tamaño de su pecado, cuánto lo tenga aprisionado, Dios es capaz de librarlo. Basta que invoque su nombre, que clame a él. No importa su edad, usted puede recomenzar.
Dios llamó a Moisés para librar a su pueblo porque había oído su clamor (Éxo. 3 y 4). Moisés objetó, pero al fin aceptó la misión, con la promesa de que Dios lo ayudaría a realizar grandes señales y llevaría juicios a Egipto, a fin de salvar a los israelitas de aquella situación. Con un humilde cayado en la mano, Moisés libraría al pueblo de la nación más poderosa de la Tierra.
II. Somos librados por el precio de la sangre
El rey no libraría al pueblo pacíficamente. Él se rio de Moisés y de su hermano Aarón. Se burló de Dios, diciendo “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? (Éxodo 5:2). También aumentó el trabajo de los israelitas, haciendo que estos se enojaran contra Moisés (Éxodo 5:6-21). Entonces, Dios le indicó a Moisés que realizara señales que terminarían forzando a Egipto a liberar a los israelitas.
En cada anuncio y pedido al Faraón para que dejara libres a los israelitas, las plagas cayeron sobre los egipcios, las aguas se trans- formaron en sangre, millones de ranas invadieron las casas, los piojos atormentaron a las personas. El Faraón escuchaba los pedi- dos de Moisés, prometía cambiar, pero después volvía a endurecer su corazón. Una plaga siguió a la otra, las moscas, la peste en los animales, las úlceras, una lluvia de granizo, langostas y tinieblas que devastaron y aterrorizaron al país. Pero, la décima plaga sería peor: la muerte de los primogénitos, anunciada desde el inicio (Éxodo 4:23; 11:1).
En ese momento, Dios instituyó la Pascua. El 10 del primer mes del año, debían reservar un cordero de hasta un año para matarlo y comerlo a la puesta del sol del día 14. Debían tomar un poco de la sangre y pasarla sobre los dinteles de las puertas. Tenían que comer la carne asada al horno con panes sin levadura y hierbas amargas (Éxodo 12:6-8) la noche anterior a la salida de Egipto.
“Es la Pascua de Jehová. Pues yo pasaré aquella noche por la tie- rra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto” (Éxodo 12:11-14).
La palabra “pascua” (pesach) viene del verbo hebreo pasach que significa “pasar por encima”, y todo aquel ritual tenía un significado profundo. La sangre significa vida (Levítico 17:11). Como no tenían altares ni templos en Egipto, sus casas fueron consagradas como verdaderos altares para salvar a las familias. Dios espera que esto mismo ocurra en nuestros hogares. Que cada uno sea marcado por la sangre del Cordero.
El cordero no solo debería ser muerto, también debían comerlo. Así como dijo Cristo, debemos comer su carne y beber su sangre para ser salvos (Juan 6:53, 54, 63). Eso significa aceptar profundamente, abrazar el sacrificio de Jesús, recibir de corazón la salvación que Él ofrece.
“Para alcanzar el perdón de nuestro pecado, no basta que creamos en Cristo; por medio de su Palabra debemos recibir por fe constantemente su fuerza y su alimento espiritual” PP, 282.
Las hierbas amargas representaban la amargura del cautiverio, pues los egipcios “amargaron su vida con dura servidumbre” (Éxodo 1:14). Para recibir el sacrificio de Jesús en nuestro favor, debemos tener consciencia de la amarga prisión del pecado. La levadura también debería estar ausente, para representar que se apartaban de “la levadura de malicia y de maldad” (1 Corintios 5:7, 8).
Los israelitas y muchos egipcios que temían a Dios obedecieron las órdenes divinas. A la puesta del sol, miles de animales fueron sacrificados, y su sangre rociada en las puertas. A media noche, miles de primogénitos de los egipcios, humanos y animales, perdie- ron la vida en todo el reino (Éxodo 12:29).
Ese fue el golpe más duro. Las primeras nueve plagas habían sido contra la fe en los dioses de Egipto: el río, las ranas, los animales, entre otras cosas que adoraban. La décima fue una gran demos- tración de soberanía, un juicio ejecutado sobre todos los dioses de Egipto: Apis, el dios toro, y las ovejas consagradas a Knef, los bece- rros consagrados a Khem, las vacas a Ator”, entre otros (H.D.M. Spence-Jones, org., Exodus, The Pulpit Commentary 1909, v. 1, p. 260). En cada plaga, Dios demostró su poder sobre la creación, pero el Faraón y los egipcios no se arrepintieron.
La plaga afectó lo que para ellos era más precioso: sus hijos. Como habían masacrado a los bebés israelitas, esclavizado y matado a los hijos de Abraham, Dios estaba trayendo un juicio terrible, pero al mismo tiempo proveyendo una forma de escapar de la muerte.
Por otro lado, los israelitas deben haberse sorprendido al saber que también estaban en riesgo. En las pagas anteriores, Dios había hecho distinción entre los israelitas y los egipcios, pero, en la última plaga, las casas de los israelitas también recibirían la visita del ángel. Tal vez, durante las primeras plagas pudieron creer que eran más santos o justos que los egipcios, pero la décima plaga demostró que ellos eran tan pecadores como los egipcios y que también merecían morir. Si Dios no hubiera provisto un medio para su salvación, ellos también perecerían. Habían rechazado la palabra de Moisés, así como lo hizo Faraón (Éxodo 5:21). También adoraban a los ídolos egipcios (Josué 24:14). Eran pecadores por naturaleza y merecían la muerte, como cualquier otro (Romanos 3:9) (Ryken y R. Hughes. Exodus; Saved for God’s Glory, 2005, p. 326).
Solo la presencia de la sangre los libraría de la muerte. Si tuvieran fe en la sangre del cordero y la colocaran en los dinteles de sus puertas, podrían vivir. Así, necesitamos recordar que “nunca veremos nuestra necesidad de salvación hasta que aceptemos que somos pecadores como cualquiera lo es” (Ryken y R. Hughes. Exo- dus; Saved for God’s Glory, 2005, p. 326).
Todos estamos sujetos a la muerte. La tumba es una de las únicas seguridades de esta vida (1 Reyes 2:2). Nuestros pecados nos condenan y necesitan ser pagados para acercarnos a Dios. Sin sangre, no hay remisión (Hebreos 9:22). Necesitamos un Cordero, Jesús, “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” ( Juan 1:29), cuya sangre nos rescata de la muerte eterna (1 Pedro 1:18, 19).
Necesitamos tener fe en el medio que Dios proveyó para salvar- nos, creyendo y actuando de acuerdo con las órdenes de Dios. “Si los israelitas hubieran menospreciado en lo más mínimo las instrucciones que se les dieron, si no hubieran separado a sus hijos de los egipcios, si hubieran dado muerte al cordero, pero no hubieran rociado los postes con la sangre, o hubieran salido algunos fuera de sus casas, no habrían estado seguros” PP, 250.
Debían seguir el plan de Dios para la vida de ellos y ser salvos conforme a las instrucciones divinas. Por otro lado, “en cuanto a la salvación, Dios da lo que Dios requiere. Así, vez tras vez, a través de la historia de la redención, Dios ha provisto un cordero u otro animal sacrificial para salvar a su pueblo” (Ryken y R. Hughes. Exodus; Saved for God’s Glory, 2005, p. 329). Fue así con Abraham e Isaac. Fue así con Israel y así es con nosotros.
“[...] nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). Así como un cordero inocente y sin defecto, sin ningún pecado por nacimiento o por acciones, Jesús fue sacrificado por nosotros. También necesitamos confiar en los medios que Dios ofrece para salvarnos. Somos salvos por el medio que él proveyó. Como el apóstol Pedro dijo: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
Llamado
Al mirar a las personas en un centro lleno, parece que son esclavas de algo, ¿no es así? ¿Para qué trabajan? ¿Para qué viven? Al mirar nuestra vida, ¿cuál es su propósito? Sin Dios, somos esclavos del gran Egipto del pecado. Somos prisioneros llevados a los campos de la muerte. Nuestros días están contados, y no tenemos esperanza de eternidad sin él. Clame por liberación. Clame por su redención. Dios quiere darle hoy el perdón y la paz que solo él puede ofrecer. No lo deje para después. Abra su corazón a Jesús ahora y permita que él sea el Señor y Salvador de su vida.
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