“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22).
Ilustración
Dos hermanos trabajaban juntos en la hacienda de la familia. Uno de ellos era casado y tenía muchos hijos. El otro era soltero. Al final de cada día, los hermanos se reunían y dividían en partes iguales las ganancias de los productos.
Un día, el hermano soltero se dijo a sí mismo: “No es justo que divida en partes iguales las ganancias de los productos de nuestra hacienda, pues vivo solo y mis necesidades son menores”. Así, cada noche tomaba una bolsa de granos de su granero, cruzaba el patio que quedaba entre las dos casas y lo llevaba al granero de su hermano. El hermano casado, a su vez, pensaba: “No es justo que divida en partes iguales las ganancias de los productos de nuestra hacienda con mi hermano soltero. Yo soy casado y tengo esposa e hijos que estoy seguro de que cuidarán de mí en el futuro. Mi hermano no tiene a nadie; por lo tanto, su futuro parece ser más incierto que el mío”. Así, cada noche tomaba una bolsa de granos y la dejaba en el granero de su hermano.
A ambos les intrigaba que por años su propia cantidad de granos nunca disminuía. Pero sentían que el respeto y la consideración que tenían el uno por el otro parecía aumentar cada día. Hasta que una noche oscura, los dos hermanos se encontraron y descubrieron lo que sucedía. Dejaron allí la bolsa de provisiones que traían y se abrazaron. Entendieron que la preocupación de uno por el otro hizo que el amor que los unía aumentara.
Cuando se vive el amor, las cosas materiales no ocupan un lugar destacado en nuestra escala de valores. Las personas pasan a ser lo más importante en nuestra vida. El egoísmo da lugar al desprendimiento y el sentimiento de plenitud se hace palpable y contagioso.
Introducción
Nunca se habló tanto de amor como hoy en día. El amor parece ser el centro de la vida. Nadie vive sin él. Nunca es demasiado, y por la falta de amor el mundo sufre. Todos nacemos para amar y ser amados. Pero parece que cuanto más se habla de amor, menos amor se vive. Esa es una de las marcas de nuestro tiempo. ¿Y cuál es el riesgo de hablar de sobre amor, pero no vivir el amor? Bien, este tema es muy amplio y merece una atención especial, porque todos estamos involucrados.
Elena de White afirma: “El amor no puede vivir sin acción, y cada acto lo aumenta, fortalece y extiende. El amor alcanzará la victoria donde la discusión y la autoridad sean impotentes. El amor no obra por ganancia o recompensa; sin embargo, Dios ha manifestado que toda labor de amor tendrá una gran ganancia como seguro resultado” (3JT, 208).
Pero el desinterés parece ser la marca de nuestros tiempos. Todo parece girar en torno a los caprichos personales. Trágicamente, esa postura es el tipo de actitud que caracteriza a nuestro mundo. El egocentrismo es la esencia de nuestros días. “Haga lo que bien le parezca, preocúpese solo por sí mismo, ignore a los demás”. Este es el evangelio secular de nuestro mundo.
Pero el evangelio cristiano, que es soportar la carga los unos de los otros, y cumplir la ley de Dios, es exactamente lo opuesto de lo que hemos oído. La esperanza que impide al egocentrismo y al materialismo dominar por completo nuestra sociedad es el Evangelio de Cristo vivido con fe y valentía por las personas que se preocupan en suplir las necesidades humanas de sus semejantes.
No hay alternativa para este mundo a no ser el amor. El amor que transforma, el amor que cura, el amor que perdona, el amor que ayuda. En Hechos 10:38 podemos leer que Cristo anduvo por la Tierra haciendo el bien. La preocupación de Jesús era hacer el bien. Las personas eran lo más importante en su vida. Por ellas vino a este mundo y para ellas vivió. Su vida fue de total desprendimiento, preocupación e interés por el bienestar de todos los que carecían de atención y apoyo.
Hacer el bien sin mirar a quién
Jesús amaba y ayudaba a todos indistintamente. Hasta los leprosos, sobre quienes recaía una pesada condenación social, y se los discriminaba porque se creía que esa enfermedad era fruto de una maldición directa de Dios, eran aceptados por Jesús y también perdonados y curados. Jesús los tocaba y sanaba, creaba lazos con los rechazados y les ofrecía la oportunidad de vida eterna. Y esa era la lección que él quería que aprendiéramos. “Hacer el bien sin mirar a quién”.
Jesús era incomparable en todo lo que hacía. Era el amor en persona, era la encarnación de la misericordia y la bondad. Al observar la vida de Jesús y sus enseñanzas, llegamos a la conclusión de que es imposible concebir la idea de una vida sin amor. Siempre es gratificante encontrar a una persona que ha asimilado ese espíritu de bondad, ese amor incondicional.
En 1 Corintios 13:4-8, el apóstol Pablo afirma: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser [...]”.
Esa es una de las descripciones más bellas y perfectas del verdadero amor. Sencilla y directa y muy significativa. Solo será posible vivir ese amor verdadero, ese amor puro que sufre, que es bondadoso, que no se jacta, que no se irrita, que es paciente, si permitimos que quien es amor habite en nosotros. Es imposible que haya amor sin la presencia de Dios, porque el amor no es una cosa, el amor es una persona. La Biblia afirma que “el que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8).
Jesús vino a este mundo a revelar el carácter del Padre. Cuando sus discípulos le pidieron: “Muéstranos al Padre”, Jesús les respondió: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” (Juan 14:9). ¿Entienden? Dios no tiene simplemente amor. Dios es amor. Jesús vino a esta Tierra para revelar al Padre, por lo tanto, si queremos conocer el amor en la práctica, tenemos que conocer a Jesús. Si queremos vivir el amor en la práctica, tenemos que vivir con Jesús.
Incluso podemos producir actos de bondad y de caridad, pero si no tenemos el amor de Jesús motivando nuestras acciones, nuestros actos no serán perfectos. “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
Para entender el amor, tenemos que entender a Jesús, porque Jesús es el amor de Dios en la práctica, hecho persona. Cuando entendemos completamente lo que sucedió en la cruz, toda la amplitud de significado espiritual que está estampada allí, no cuestionaremos los límites del verdadero amor.
Amor en la práctica
Juan 13:17 afirma: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis”. La vida de Jesús fue un ejemplo en todas las áreas, pero lo que más sobresalía en él era su comprensión de la miseria que el pecado había causado en el ser humano y su gran esfuerzo en demostrar amor por los que sufrían. Esa era su misión. Como un buen conocedor del mundo donde vivía, estaba siempre alerta para atender a quien fuera y a cumplir su misión. “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él” (Lucas 4:18-20).
Note que el ministerio de Jesús básicamente se resumía en evangelizar, proclamar liberación, restaurar, libertar y predicar. Si analizamos la vida de Jesús, notaremos que cumplió esa misión al pie de la letra, no quedó solo en la filosofía, en el deseo, sino que la cumplió aun ante los mayores desafíos. Él conocía a su mundo, sabía en qué condición se encontraba y se concentró en la acción, aunque sabía todos los riesgos que involucraban su misión.
Hoy vivimos en un mundo que clama, y nuestra misión debería ser reflejar la misión del Salvador en sus orientaciones para un ministerio que exige que pongamos en acción lo que conocemos de él. Durante su ministerio, Jesús afirmó: “A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos” (Mateo 9:37).
La situación de nuestro mundo también clama por ayuda. Desempleo, hambre, miseria, miedo, inseguridad, enfermedad y muerte. Estas son palabras actuales y dolorosas. También son el retrato de una sociedad desequilibrada, sufrida y necesitada. Por un lado, existe la falta de alimentos, de atención y de cariño en la vida de los que sufren. Por otro lado, falta el interés por simpatía por parte de los que tienen mejores condiciones.
Debemos hacer algo, todos sabemos esto. No tiene sentido aceptar que algo debe hacerse. Si queremos alterar ese cuadro, tenemos que actuar. Solo con buenas intenciones no es suficiente. Tenemos que arremangarnos y salir a la acción.
Si no estamos dispuestos a dedicar nuestro tiempo y nuestra atención, si creemos que existen otras cosas que son prioritarias, simplemente usamos palabras para eludir la situación. Así, empujamos debajo de la alfombra el verdadero problema.
El apóstol Pablo, en su primera carta a los Corintios estaba preocupado con ese asunto. En el capítulo 13 y versículo 13, leemos: “Y ahora permanecen la fe, la esperan- za y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”. En este versículo, el apóstol Pablo afirma que el amor es mayor que la esperanza y la fe. El verdadero amor nos lleva a cambiar de comportamiento, y la única manera de saber si nuestro amor es genuino, es verificar si se manifiesta en acción. El amor es la mayor virtud, porque solo a través del amor las personas pueden volver a tener fe y esperanza.
¿Cómo amar?
Para que el amor sea genuino, debe llevarnos a la acción. Santiago 2:15 y 16 dice: “Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: ‘Id en paz, calentaos y saciaos, pero no le dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?’”. Este versículo es claro: el amor significa acción.
Hay un proverbio chino que afirma: “El que sabe y no practica, todavía no sabe”. Exactamente de eso estamos hablando. Debemos arremangarnos y ayudar a los que lo necesitan. Hechos 10:38 dice que Jesús anduvo por todas partes “haciendo bienes”. Realmente, Jesús era un maestro en visitar, hacer el bien y practicar actos de bondad. Tenía una mano ayudadora, un toque amable. Cuando Jesús aparecía en algún lugar, los hambrientos quedaban saciados y las viudas amparadas.
¡Qué milagro maravilloso ocurría cuando Jesús venía! Los que sufrían volvían aliviados y los enfermos sanados. Pero parece que el mayor milagro de Jesús era que sabía dónde estaban los hambrientos y los que sufrían.
Creo que todos tenemos suficiente amor para querer ayudar a los que sufren, pero nuestro problema es que estamos muy ocupados y no tenemos tiempo. El apuro y el desinterés dirigen nuestra atención a otras prioridades y perdemos la oportunidad de descubrir cómo sufren.
Una de las definiciones más lindas del cristianismo se encuentra en un cuadro pequeño colgado en la sala de un pastor: “Un cristiano es aquel cuyo corazón se parte por los mismos motivos que partían el corazón de Cristo”. Nunca alcanzaremos la felicidad a menos que aprendamos a ser felices a través de la felicidad de Cristo. ¿Qué lo hacía feliz? La salvación de sus hijos. Esta es la esencia del evangelio.
Dios, el todopoderoso, podría simplemente dar una orden y todos los hambrientos de la tierra tendrían alimento. Pero él no lo hace porque quiere que nosotros com- partamos las bendiciones que nos concede. En el milagro de la multiplicación de los panes y los peces Jesús afirmó: “Dadles vosotros de comer”. De esto estamos hablando, esa es nuestra responsabilidad. Jesús fue el que obró el milagro, pero sus discípulos entregaban los alimentos a la multitud, el poder fue de Jesús, pero los discípulos fue- ron el instrumento.
Los cristianos tienen el hábito de orar antes de cada comida. No es raro oír en esas oraciones algunas frases como esta: “Señor, concédelos a los pobres y necesitados...” Pareciera que estamos devolviéndole a Dios la responsabilidad que es nuestra.
Testimonio
Marcio Augusto de Jesús quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Esa tragedia marcó su vida y fue rotulado por su mal comportamiento y mucha dificultad para encuadrarse en los modelos de disciplina socialmente aceptables. Vivió en la casa de sus tíos por poco tiempo, estuvo en un semi internado, en un internado y en casas vecinas a la escuela hasta que notó que Dios puso a alguien especial en su vida.
A los diez años, y durante casi tres años “los años de oro de su vida”, vivió en la casa de una señora muy misionera y cristiana. Era una casa muy sencilla, pero allí se respetaba mucho la Palabra de Dios.
Bajo los cuidados y el testimonio de esa señora, conoció el amor de Dios y allí se produjo su conversión. En la vida de ella, vio el amor en la práctica. Vivía el evangelio y tenía siempre la Palabra de Dios en su boca. Instruía a ese niño huérfano con perse- verancia, conversaba con él sobre la Palabra de Dios, “estando en tu casa, andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes” (Deut. 6:7).
Marcio pudo entender el amor de Dios a través de la aceptación y la vida cristiana de esa mujer. A partir de ese impacto, decidió asumir un compromiso definitivo de ser del Señor y entregarle su vida a Cristo.
En realidad, Dios nos dio bienes para que a través de nuestro amor podamos com- partirlos con nuestros semejantes. Dios no manda ángeles con alimentos y ropa a las barrios carenciados. Manda a seres humanos dispuestos a demostrar su amor a través del desprendimiento y de la verdadera caridad. Solo así las personas volverán a tener fe y esperanza. No podemos olvidar lo que Jesús dijo: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).
Llamado
Pídale a Dios que lo ayude a preocuparse por su prójimo y que aumente su amor hacia su hermano.
Que su preocupación sea la misma de Jesús, amar haciendo el bien Tenga en mente que su misión es reflejar el amor del Salvador para amar a su semejante.
No olvide que para que el amor sea genuino debe llevarnos a la acción.
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