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Roberto Badenas
Mateo 14:22-33
EL CREPÚSCULO TIÑE DE INQUIETANTES MATICES EL CIELO DE LA
TARDE. TODO PRESAGIA TORMENTA. LA HABITUAL BRISA MARINA,
REGULAR Y BIENHECHORA, SE HA TRANSFORMADO EN VENDAVAL
DEVASTADOR. «EN MEDIO DEL MAR», DICE EL TEXTO; REALMENTE,
SOBRE EL LAGO DE GENESARET DE 21 KMS DE LARGO POR 6 A
12 DE ANCHO.
Mientras los discípulos recogen las velas para que no se desgarren,
las tinieblas van cerrando la noche. En el fulgor de rayos y truenos,
una violenta tempestad se cierne sobre el lago y la frágil barca donde
viajan los discípulos.
Los jóvenes claman a Dios con angustia. Como creyentes, parece
que ven menos a Dios en las fuerzas benéficas de la naturaleza
que riega sus tierras, que en aquellas que los hieren. Las borrascas,
los terremotos, poco frecuentes, obsesionan las mentes de estos
judíos. Los habitantes de estas áridas tierras no tienen para regar
más agua que la que traen las nubes. Como si los elementos les
forzasen a levantar los ojos al cielo, del que son tributarios para
sobrevivir. Del cielo viene la lluvia bienhechora, también el granizo,
o la sequía que agosta.
Aunque el maestro enseña que Dios hace salir su sol sobre malos
y buenos, y hace llover sobre justos e injustos (Mateo 5: 45), a los
discípulos les cuesta asimilar la idea de un Creador imparcial. Adonai
Sevaot es un Dios poderoso y sabio, que tiene sus razones para no
impedir que el rayo caiga sobre el mástil, ni evitar el naufragio. Si
no preserva a los suyos de estos males, es porque las desgracias
se insertan en un plan divino que ignoran, pero en cuya existencia
creen con toda su alma.
Jesús quiere que aprendan a vivir en un mundo que sufre. Nos
gustaría no tener problemas por ser creyentes, pero las tempestades también afectan a los hijos de Dios, porque el Señor no hace
acepción de personas.
El maestro se ha quedado en la orilla para despedir a la gente. Sus
discípulos deben crecer fuera de su presencia protectora. Él también
necesita disfrutar a solas de quietud y silencio para meditar, orar,
encontrarse con Dios y consigo mismo. Así que ha decidido quedarse
solo mientras ellos cruzan hasta la otra orilla.
La reciente muerte de Juan el Bautista ha afectado al maestro. Vislumbra, quizá por vez primera, el destino que le espera a él. La
misión precursora del profeta ha terminado tan valiente por su parte,
como cruel por la de sus asesinos, decapitado por un rey cruel y una
cortesana caprichosa. Jesús piensa en el valor que él y sus discípulos
necesitarán para realizar su misión en un entorno tan peligroso.
Pronto, en cuanto complete su misión, ellos deberán realizar la tarea
de construir, persona a persona, el nuevo pueblo de Dios. Bogando
el grupo por el lago en la débil barca, el maestro piensa en lo frágil que resulta aquel grupito de seguidores en la inmensidad del mundo.
Pronto tendrán que tripular sus naves entre escollos, capear las tormentas de la vida y atravesar a salvo zonas de brumas o borrascas. El
mar, con sus tormentas y calmas, con el ir y venir del oleaje, es una
parábola de la existencia, de nuestros propios conflictos personales
y relacionales. Asimismo, esta frágil barca, sacudida de acá para
allá, avanzando contra viento y marea, a punto de naufragar, es una
imagen de la vida. Borrascas personales y familiares, vendavales laborales, brumas espirituales. Con barcas tan frágiles como las nuestras,
no es fácil dominar el timón, salir indemnes y llegar a buen puerto.
La multiplicación de los panes y los peces que acaba de suceder, le
recuerda el milagro del maná, en los inicios de Israel, situado entre
dos travesías: el paso del mar Rojo, que marca la salida de Egipto,
y el paso del río Jordán, que señala la entrada en Canaán. Ambos
hechos fueron para los judíos como un bautismo. El mar y el río son
a la vez barreras y pasos entre la vida y la muerte. ¿Cómo simbolizar
mejor la ruptura con el pasado y el inicio del futuro que con un
«camino en el mar» y otro en el río? Los humanos necesitamos vivir
algo que quede grabado en la memoria. Por eso el maestro adoptó
el bautismo como «paso-puerta» de entrada a su pueblo, y símbolo
del nuevo nacimiento. El paso por las aguas de la prueba se puede
repetir a lo largo de toda la vida del creyente.
La tormenta que se abate sobre la barca inquieta al maestro. La
travesía podría durar unas tres horas con buen tiempo. Esta vez
los discípulos son arrastrados sin tregua hacia el centro del lago;
y es ya la cuarta vigilia (3 a 6 de la madrugada). Como avezados
pescadores, han hecho todo lo que sabían y podían para capear
el temporal, pero están agotados y al borde de la desesperación.
Se sienten abandonados, solos, perdidos, clamando a un Dios que
parece ausente.
Jesús no les pierde de vista. La oración no lo aísla de la realidad.
Desde la orilla, el maestro sigue la tragedia de sus amigos, que
luchan en medio de tinieblas.
Como un padre vela por su familia si está en peligro, así Jesús vela
por los suyos. Su deseo de ayudarles es tan fuerte que en la terrible cuarta vigilia, cuando la oscuridad es mayor, ocurre algo prodigioso:
con la ayuda de Dios, el cuerpo de Jesús se libera de las leyes de
la gravedad, se eleva y se desplaza sobre las turbulentas olas, al
encuentro de la barca.
Cuando los discípulos creen sucumbir, la luz de los relámpagos les
permite ver una figura misteriosa que avanza hacia ellos sobre las
olas. No reconocen a Jesús y creen que es un fantasma… El terror
les hiela la sangre. Sueltan los remos y el barco queda a merced de
los elementos.
Hay pocas emociones más fuertes que el miedo. Cuando el pánico
nos domina quedamos paralizados. El temor a lo sobrenatural los
sobrecoge y los ojos de los discípulos están fijos en el ser que se
acerca. El pánico les arranca un grito de terror, pero Jesús, con voz
potente, les dice:
Los discípulos no pueden creer lo que ven y oyen: el maestro, al que
tenían por ausente, está allí mismo.
Pedro, exultante, le suplica:
- Señor, si eres tú, di que yo pueda ir hacia ti sobre el agua. (Mateo
14: 28).
Jesús le dice:
- Ven.
Pedro, con paso vacilante, mirando al maestro, camina sobre el agua.
Poco a poco, llevado por la emoción y un sentimiento de vanidad,
se gira hacia sus asombrados compañeros. Las olas se interponen
entre Pedro y el maestro, y en un instante pierde de vista a Jesús,
empieza a hundirse y grita desesperado:
- ¡Señor, sálvame!
Es una corta oración, pero sincera, que brota del corazón. El amor
divino responde en el acto. El maestro tiende la mano al náufrago
y lo saca a flote, mientras le dice:
- Hombre de poca fe. ¿Por qué has dudado? (Mateo 14: 31).
Sin soltar la mano del maestro, Pedro regresa a la barca y queda
en silencio, avergonzado y aterido de frío. Su debilidad ha estado a
punto de costarle la vida. Ha comprobado que cuando uno pierde
de vista a Jesús puede ser el fin.
El error de Pedro no está en tener miedo, porque el miedo es inevitable, sino el haber olvidado que con una fe tan pequeña y en un
entorno tan grave, el peligro lo hace muy vulnerable. Su error fue
perder de vista a Jesús, mirar en otra dirección en un momento en
el que su supervivencia dependía de su comunión con el maestro.
El grave error de Pedro fue pensar que podía seguir avanzando
indefinidamente sin ayuda divina, por sus propios medios.
La experiencia de Pedro ilumina nuestras propias vidas: abandonado
a mí mismo, me hundo. El mar de la vida termina siempre en la
muerte. Necesito aferrarme al brazo de Cristo que me levanta, me
devuelve a la barca y me lleva a la orilla. El amor del maestro es más
fuerte que los vientos del odio, que el huracán de la pasión, que
los torbellinos del egoísmo, que las mareas altas del orgullo y que
la falsa calma de la indiferencia.
Jesús interpela al viento, que cesa, y a las olas, que vuelven a la
calma. Las nubes se disipan y todos llegan finalmente en paz, sanos
y salvos a su destino.
Un nuevo día nace sobre el lago, como surge un día nuevo sobre
cada uno de los que deciden surcar los mares de la existencia en
compañía de Cristo.
Jesús advierte:
- Mientras dure esta vida tendréis que atravesar tormentas, pero
no temáis. Yo estoy con vosotros en la tempestad: no para evitarla,
sino para daros fe y valor para superarla. Estoy con vosotros en el
barco, pero no para remar en vuestro lugar. Estoy con vosotros en
la travesía, pero no para evitaros naufragios, sino para ayudaros a
superarlos y daros la paz en el alma. Para aseguraros que la barca
llegará a la orilla, quizá sin parte del cargamento, quizá incluso sin
mástil ni velas, pero sin haber perdido a ninguno de los que viajan
conmigo. Cuando la tempestad amenace, pensad en mí y orad:
«Señor, sálvame».
Dejadme el timón de vuestra barca, que yo me ocuparé del resto.
Estoy con vosotros aun cuando me creáis ausente o dormido.
Y no os extrañéis demasiado si, en medio de la tormenta, veis a
Alguien que viene hacia vosotros. Calmará las aguas, desaparecerán
las nubes y la lluvia, tomará el timón y os llevará a la orilla sanos y
salvos… Sí, ese es Jesús.
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