Juan 9
UN JOVEN CIEGO DE NACIMIENTO PIDE LIMOSNA CERCA DEL TEMPLO DE JERUSALÉN. JESÚS SE DETIENE MIRANDO COMPASIVO A LOS OJOS DEL INFORTUNADO Y LOS DISCÍPULOS APROVECHAN PARA PREGUNTARLE ALGO QUE PERTURBA SUS MENTES JUVENILES: LA RELACIÓN ENTRE LO QUE SUFRIMOS Y NUESTRA RESPONSABILIDAD PERSONAL.
—Maestro ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego? (Juan 9: 2).
Además de la desgracia de ser ciego, sufre el martirio de que le acusen de que él o sus padres son culpables y constata que su ceguera suscita, antes que compasión, condena.
Con poca sensibilidad, los discípulos desean satisfacer su curiosidad, ignorando al pobre ciego. Ambos viven encerrados en un marco religioso y justiciero. En el ámbito espiritual en el que han crecido toda desgracia tiene su causa justificada y sus culpables: enfermedades, malformaciones, sequías, cataclismos… Y hay que «hacer justicia», buscando a los culpables. Se olvidan de que «la culpa» suele repartirse en diversas circunstancias.
Los discípulos conocen las explicaciones de los rabinos y el ciego también.
Basándose en la idea de que Dios visita «la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 20: 5), siempre han escuchado que los hijos padecen por los pecados de los padres, y que incluso los pensamientos de la madre encinta dejan sus marcas en la naturaleza moral del hijo.
Los fariseos conocían las enfermedades de transmisión sexual, y el joven pudo haber nacido ciego por culpa de sus padres. Los saduceos, basándose en una visión determinista de la omnisciencia y la justicia
divina, consideran que un niño puede nacer ciego como castigo por los pecados que cometerá en su vida adulta. Convencidos de que no hay más vida que ésta, deducen que si Dios es infinitamente justo, sabio y poderoso tiene que castigar los pecados aún antes de que se cometan. Los discípulos desean saber qué piensa Jesús al respecto.
Jesús no comparte las creencias de fariseos y saduceos y responde a sus discípulos:
—Ni este chico ni sus padres tienen la culpa de su ceguera. Lo importante es que las obras de Dios beneficien al que sufre.
Jesús conoce las Escrituras mejor que nadie, y que ante Dios, «el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo» (Ezequiel 18: 20). Sabe que en este mundo los errores tienen consecuencias fatales, y que somos víctimas de males de los que no somos culpables. Declara el maestro:
—Me es necesario hacer las obras del que me envió. (Juan 9: 4a)
Las obras que Dios espera son ayudar, animar, sanar. En definitiva, hacer el bien. A Jesús le interesa menos aportar una aclaración teórica, que dar una lección práctica. Atender la desgracia es más urgente y útil que saber de quién es la culpa de la ceguera. Cabe más preguntarse qué podemos hacer nosotros para paliar la desgracia que preguntarse por qué ocurrió.
—Además, hay que darse prisa, mientras dura el día; la noche viene cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, luz soy del mundo. Y vosotros también debéis serlo. (Juan 9: 4).
El maestro entiende que ni el pecado de este hombre ni el de sus padres es causa de su ceguera. En este mundo padecemos por deficiencias heredadas, enfermedades y otras causas. Unos nacen ciegos, otros muertos, y entre los sanos, todos enfermamos y acabamos muriendo. Unos pocos disfrutan de excelentes facultades, y otros se destruyen por sus propias torpezas, o víctimas de errores ajenos. Todo este mal procede del abandono del plan de Dios. La misión de Jesús consiste en integrar al ser humano en la órbita divina. El mal y su origen no tienen explicación a nivel humano porque tienen dimensiones cósmicas, que solo Dios puede explicar.
Diciendo que ni este chico ni sus padres son culpables de la ceguera el maestro da a entender a sus discípulos que descubrir la causa de nuestros problemas puede ser útil en muchas ocasiones, pero en otras no es prioritario. Conocer las causas de la desdicha no alivia la pena.
Jesús no espera a que el mendigo le pida nada. Por iniciativa propia, trabaja a su favor. Quizá por eso, al contrario de lo que hace en otras curaciones, el maestro moviliza una serie de recursos humanos no milagrosos para ayudarle a recobrar la vista: escupe en tierra, hace lodo con su saliva, cubre con ese barro los ojos del invidente y le ordena que vaya a lavarse al estanque de Siloé. El método resulta repulsivo y antihigiénico, pero en la antigüedad se atribuía a la saliva propiedades curativas, especialmente si procedía de un personaje importante. Plinio1 dedicó un capítulo a exponer las propiedades curativas de la saliva: contra el veneno de serpiente, la epilepsia, las manchas de lepra…2 Tácito cuenta que cuando Vespasiano visitó Alejandría un hombre aquejado de una enfermedad ocular le pidió que humedeciera con saliva las partes afectadas.3 Jesús utilizó el método no porque creyera en él, sino para probar la disposición del joven. El relato concluye diciendo que el ciego fue, se lavó y regresó viendo. Jesús recalca que el joven hizo todo lo que se le pidió.
La religión que Jesús enseña se sitúa entre la realidad y el misterio; y tiene de ambos:
"El Señor nuestro Dios tiene secretos que nadie conoce. No se nos pedirá cuenta de ellos. Sin embargo, nosotros y nuestros hijos somos responsables por siempre de todo lo que se nos ha revelado, a fin de que obedezcamos todas las condiciones de estas instrucciones"(Deuteronomio 29: 29)
Y con ello nos basta. Ante las preguntas de «teología ficción» de sus discípulos, el maestro viene a decirles: «no intentéis sondear en lo que os supera, porque si Dios no lo ha revelado es que no necesitáis saberlo. Mirad con otros ojos a quienes creéis malditos. Hay cosas que nunca sabréis, haced lo que Dios os pide, y con eso tenéis para llenar vuestra vida de pleno sentido. En este momento, ocupaos del ciego».
Jesús no ha respondido a la pregunta de los discípulos como ellos esperaban. Sabe que necesitan una respuesta al problema del sufrimiento, pero les enseña que la vía para afrontar el mal no es la de
discernir entre culpabilidad e inocencia. El dolor humano no tiene origen en Dios, él no desea la desgracia humana: el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Por el contrario Dios viene a nuestro encuentro ofreciendo la salvación y la vida eterna mediante su gracia.
Un impresionante silencio envuelve al grupo marcado por un juego de miradas. Los discípulos contemplan asombrados al que fue ciego, Jesús observa qué más puede hacer por el bien de todos. El joven mira al cielo, fascinado, deslumbrado por la luz. La mirada torva de algunos evidencia su convicción de que la curación no procede de Dios. Los que le reconocen lo examinan entre escépticos y curiosos, y se preguntan:
—¿Es este el que se sentaba a mendigar?
Unos dicen: él es; y otros: al menos parece. Él declara: yo soy. Hay quien sospecha que su ceguera era falsa; un recurso para pedir limosna.
Algunos religiosos preguntan al joven:
—¿Cómo te fueron abiertos los ojos? (Juan 9: 10).
Responde:
—Ese hombre, que yo no conocía, que se llama Jesús, hizo lodo, me untó los ojos y me dijo, ve a Siloé y lávate. Fui, me lavé y recibí la vista.
Murmuran diciendo: «¡Ha violado el sábado haciendo barro!». Preguntan de nuevo: «¿Dónde está él?». «No lo sé», responde el joven. Le obligan a comparecer ante los fariseos, y después a sus padres, porque desconfían de que hubiera sido ciego. Triste conducta de dirigentes religiosos.
La actitud del tribunal fariseo se endurece. Lo único que les importa es el escándalo de la violación del sábado al hacer barro y obligar al joven a lavarse y descarta que sea una acción que proviene de Dios.
El joven mirándolos les dice:
—¡Qué raro que no sepáis de dónde procede el poder de este hombre! Dios atiende al que cumple su voluntad. Si este hombre no estuviera de parte de Dios, no podría hacer algo tan grande.
La soberbia de los fariseos se crispa y enfurecidos, le responden: «Tú naciste… en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?» (Juan 9: 34). Y sin más lo expulsan de la sinagoga.
Al enterarse Jesús de la expulsión de la sinagoga, va en busca del joven. Al hallarlo, no comenta lo ocurrido, no señala culpables, sino que le pregunta sobre su fe:
—¿Tú crees en aquel que Dios prometió enviar al mundo? ¿Tú crees que Dios te ama hasta el punto de enviarlo a salvarte?
El muchacho ha sido sanado de su ceguera pero Dios tiene para él algo aún mejor. Él desea verlo vivir como un redimido en un mundo perdido. Quiere hacerle saber que ha sido curado por la gracia divina, para que su gratitud vaya totalmente a Dios, quien ha enviado a su propio hijo. Quiere mostrarle que en él se ha cumplido la promesa del profeta Isaías: «En aquel tiempo los sordos oirán las palabras del libro, y los ojos de los ciegos verán en medio de la oscuridad y de las tinieblas». (Isaías 29: 18).
—¿Crees tú en el Hijo de Dios? (Juan 9: 35).
El joven responde humilde:
—¿Quién es, Señor, para que crea en él? (Juan 9: 36).
Creer en Dios es ponerse de su parte, hacerle caso, obedecerle, seguirle. El joven quiere creer. Y si alguien quiere creer, para Dios es que ya cree.
Jesús le dice:
—Pues lo has visto; el que habla contigo es.
El joven turbado pero gozoso responde:
—Creo, Señor. (Juan 9: 38).
Cayó de rodillas a sus pies.
Después de reconocer a Jesús como un hombre especial, y de testificar en el sanedrín que le parece profeta, ahora descubre que es el autor de la vida y digno de adoración.
La mirada de los fariseos rebosa de ira al ver al joven arrodillado ante Jesús. Este dice: «He venido a este mundo para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados» (Juan 9: 39). El maestro declara que hay algo más terrible que no ver nuestro entorno material: la ceguera espiritual.
Los fariseos se rebelan contra la idea de que son ciegos «espirituales» de nacimiento, que han heredado la infección de un virus mortal del que no son responsables, pero que han cultivado, y necesitan que sus ojos del espíritu les sean abiertos. Su ceguera es patente respecto a quién es Dios, quién es su enviado, qué espera de nosotros, o qué debemos esperar de él.
La ceguera de los fariseos es más difícil de sanar que el tracoma infantil. Porque nadie es tan ciego como aquel que cree ver sin querer salir de su oscuridad. El joven se despide de Jesús radiante de felicidad, porque su ceguera, tanto física como espiritual, ha sido sanada. Su vida ya nunca será igual. Los fariseos los fulminan con miradas de odio. Jesús mira al joven con gozo, y a ellos con pena porque siente que su ceguera permanece. ¿Qué más podría hacer Jesús para abrirles los ojos del alma?
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