Juan 2:1-11
Entre los invitados están María, Jesús, todavía conocido como «el
carpintero de Nazaret» o «el hijo de María», y algunos de sus discípulos, que ya le llaman rabí.
El maestro ha venido a traer «vida abundante» y se siente feliz en
esta fiesta. Si el sueño de Dios es hacernos felices eternamente, no
puede por menos que desear nuestra felicidad también aquí y ahora.
La boda era una ceremonia sencilla y corta. Los amigos del novio
han erigido en la era una rústica jupá blanca, que las muchachas se
han encargado de decorar con flores. La novia se sienta en lo que
representa un trono, a la derecha del sitial del novio. Espera ataviada
de gala, luce joyas de oro, propias o prestadas, como dice el salmo:
«A tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir» (Salmo 45:9).
Cuando llega el novio con su séquito, levanta el velo de la doncella,
a quien apenas ha visto desde sus desposorios. Ella da siete vueltas
en torno a él antes de sentarse de nuevo en su sitial.
Y llega el kiddushin, la ceremonia de la alianza, con intercambio de
votos y promesas: los jóvenes se entregan y se «consagran» el uno
al otro. En el silencio expectante el novio, emocionado, dice a la
novia: «Tú te consagras a mí y yo a ti con esta alianza según la ley de
Israel». La novia responde: «Yo soy de mi amado y mi amado es mío»
(Cantares 6:3). Acto seguido el novio firma la ketuba, o certificado
matrimonial, donde constan las obligaciones de los esposos. La lee
en voz alta y se la entrega a la novia, para su custodia.
Ya relajados,
los novios escuchan las siete bendiciones rituales, de parte de un
rabino o un anciano de la familia.
«Bendito sea quien creó el ser humano a su imagen y semejanza, y
ha previsto para su procreación y su dicha…
«Bendito sea el creador del novio y de la novia,
del gozo y de la fiesta,
del regocijo y del júbilo,
del placer y del deleite,
del amor y de la hermandad,
de la paz y la amistad…
Señor, permite que esta pareja sea muy feliz,
así como tu hiciste felices a tus criaturas en el jardín del Edén».
Las bendiciones culminan en una plegaria final, a la que se unen
todos: «Bendito seas, Adonai nuestro Dios, rey del universo, creador
del fruto de la vid. Porque nunca hay gozo sin vino…»
Los novios
beben un trago de vino del mismo vaso de barro, el novio lo arroja
al suelo y lo rompe de un taconazo, para recordar la fragilidad de
todo gozo humano, incluido el conyugal.
El rito concluye con un aplauso mientras cantan el Mazal tov deseando a los novios felicidad. Los músicos hacen sonar flautas, tamboriles
y panderos...
Los novios se miran nerviosos e impacientes, porque ha llegado el
momento de estar solos y sin dilación, deben retirarse a la alcoba
para la consumación del matrimonio.
La novia recibe la bendición
de Rebeca, coreada por las mujeres:
- Sé madre de millares, y posean tus descendientes las puertas de
sus enemigos. (Génesis 24:60).
El novio recibe la bendición de los hombres: «Jehová haga a la mujer
que entra en tu casa como a Raquel y Lea, las cuales edificaron la
casa de Israel». (Rut 4:11-12).
Todos esperan a que se exhiba la sábana con las pruebas de que
el matrimonio se ha consumado, contra toda eventual objeción.
Y vista esta, comienza la fiesta. A partir de ahora a comer, beber,
conversar, cantar, bailar...
Entonces algo extraño pasa. Los que sirven están nerviosos. María,
persona cercana a los contrayentes, se da cuenta del drama que se
avecina. Se acerca a Jesús y le dice:
- Se ha acabado el vino.
Las bodas rurales suelen tener lugar en otoño, después de recoger
las cosechas y de acabar la vendimia. El vino abunda. La falta de vino
evidencia pobreza o falta de previsión y se considera grave porque
la bebida es esencial en todo banquete.
En la simbología bíblica, el vino es alegría, es placer y vida. Y si se
acabó el vino, se acabó la fiesta. Es de mal augurio, porque el mosto
representa la bendición.
Si alguien anuncia: «¡Se acabó el vino!», el drama está servido. La
falta de vino se considera una ofensa inaceptable. Faltará el vino,
pero no faltarán las burlas. Los novios se culparán el uno al otro,
culparán a los respectivos padres… El gozo se tornará en amargura,
la atmósfera idílica desaparecerá… Felizmente la boda en Caná no
terminó así porque alguien puso remedio a la grave situación.
Esta historia se reproduce hoy en la vida de muchas parejas. Un
hombre y una mujer se aman y deciden iniciar la vida juntos. Esperan
ser felices, expresan su amor con atenciones, gestos de cariño y
regalos. Hasta que, en un momento dado… algo esencial se acaba.
Nadie debe olvidar el vaso vacío, caído en el suelo, que el novio ha
roto de un pisotón. Y es que las provisiones humanas de felicidad,
como las reservas de vino en Caná, no son inagotables.
En la vida hay momentos en que «se termina el vino». Se acaba
la salud, el trabajo, el dinero, la paciencia, el encanto, las ganas
de seguir juntos. Como en las bodas de Caná, primero se sirve el buen vino y después el peor o nada. La ilusión, las atenciones van
disminuyendo y llega el día en que se acaban. Lo que empezó con
amor y besos, termina con indiferencia, hastío y hasta en ruptura.
No podemos vivir indefinidamente de nuestras reservas. Nuestras
provisiones de amor, de comprensión… son limitadas.
Los víveres
de la despensa se terminan si no se reponen, también el cariño se
acaba si no se renueva.
En las Bodas de Caná se revelan tres secretos que sirvieron para
superar el primer problema de aquellos novios. Y los tres siguen
siendo básicos hoy para el logro de un hogar feliz.
El primero: los novios habían invitado a Jesús. Contando con su
presencia hacen posibles las bendiciones que de él redundan. Solo
quien es Amor es capaz de crear amor. Cuando él es huésped permanente de un hogar, allí está para generar amor y felicidad hasta
en las peores circunstancias.
El segundo secreto lo formula María, que conoce bien a su hijo. Se
alarma ante el posible fracaso de la fiesta, y acude a pedir ayuda a
Jesús: «No tienen vino». Llena de confianza, dice a los que sirven:
—¡Haced todo lo que él os diga! (Juan 2: 5)
Sabia consigna para situaciones graves. Cuando se está dispuesto
a hacer todo lo que Jesús diga, no está lejos la solución a nuestros
problemas.
Juan cuenta lo ocurrido: «Había allí seis tinajas de piedra»,
con capacidad para unos 100 litros por tinaja, de las que usan los
judíos en sus ceremonias de purificación.
Jesús dijo a los sirvientes:
—Llenad las tinajas de agua.
Las llenaron hasta arriba.
—Ahora sacad un poco y llevadlo al maestresala—, les dijo Jesús.
Así lo hicieron. El maestresala probó el agua convertida en vino sin
saber de dónde había salido. Entonces llamó aparte al novio y le dijo:
—Todos sirven primero el mejor vino, y cuando los invitados ya han
bebido mucho, entonces sirven el más barato; pero tú has guardado
el mejor vino hasta ahora. (Juan 2: 10 NVI)
¡Qué sorpresa para el joven esposo, que ignoraba el problema! ¡Qué
sorpresa para los que habían presenciado el milagro! Cuando la fiesta
iba a terminar en desastre por falta de vino, Jesús aporta vino de
sobra, y la fiesta es un éxito.
¡Qué sorpresa para sus discípulos, la primera acción pública del maestro, el primer milagro, es bendecir a una pareja, hacer un
gran prodigio en favor de la familia!
El tercer secreto lo revela el maestro cuando dice:
—Servid ahora mismo.
Jesús sabe que todos necesitamos más amor del que merecemos.
Si queremos hacer felices a los nuestros, no esperemos a que los
vasos de sus expectativas se vacíen y sufran sed. Hay que servirles
de inmediato, sin demora, ya.
Cuando llega la crisis no se deben dar largas esperando a que se
arregle sola. Cuando algo falla en tu relación con alguno de tus
seres queridos y nadie hace nada por arreglarlo, procura resolverlo
tú. Las buenas relaciones, de pareja u otras, se construyen y se
refuerzan en el acto de servir cada día lo mejor de uno mismo,
cuando el otro lo necesita. Amar es la voluntad de hacer feliz al
otro. Esperar a más tarde es correr el riesgo de que busque saciar
su sed en otras fuentes. Cuando necesita de ti un consejo, un
abrazo, un beso, un detalle, dáselo de inmediato, mañana puede
ser demasiado tarde.
Terminada la fiesta, la lección que sacan los discípulos es clara:
cuando la existencia se vuelve dura, difícil, y las reservas de vino se
agotan, Dios tiene el mismo poder, en cualquier parte, que tuvo en
Caná. Es capaz de aportar soluciones inimaginables a situaciones
humanas sin salida. Cuando empieza a verse el fondo de nuestras
tinajas vacías, él puede volver a llenarlas hasta que rebosen.
Lo
que iba a ser una luna de miel amarga, se convirtió en el primer
día de una dulce nueva existencia.
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