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La Realidad de la fe - El Fruto del Espíritu

Debo haber tenido unos cinco años el día que mi padre me llevó con él a la ciudad para comprar algo que no se encontraba en el pueblo donde vivíamos. Ir a la ciudad era un deleite para mis sentidos. Todo lo que contemplaba me encantaba. Era muy diferente a lo que yo estaba acostumbrado a ver en mi pueblo. Pasamos la mañana comprando y después nos dirigimos a la estación de autobuses para volver a casa. Mientras esperábamos que llegara nuestro autobús, yo me distraje mirando los coches que pasaban por la calle, sin percatarme de que mi padre se había levantado para ir a preguntar algo a la ventanilla de información. Pasados unos segundos, cuando me di la vuelta, comprobé asustado que mi padre ya no estaba sentado a mi lado. Me vi rodeado de mucha gente desconocida y, después de mirar para todas partes, entré en pánico, mientras me preguntaba dónde se había metido mi padre. ¿Se habría marchado a casa sin mí? ¿Había sido capaz de dejarme solo en la ciudad? Imposible, pues yo había estado contando los coches que pasaban y ningún autobús había entrado a la estación. Acto seguido, un pensamiento me vino a la mente: «Es mi papá; él no me dejaría solo ni se iría a casa sin mí». Por un instante, eso alivió mi angustia y, después, en cuestión de segundos, mi padre volvió. Aquel pensamiento de confianza plena en que mi padre no me dejaría solo me ayudó a perder el temor, me dio fe.

¿Qué es la fe?

La Biblia Chouraqui habla de fe como adherencia. «La adherencia es la sustancia de lo que se espera» (Hebreos 11: 1) y el Diccionario Word Reference la define como una unión física que resulta de haberse pegado una cosa con otra.1 Me gusta la definición de fe como un apego saludable muy fuerte, una unión entre la búsqueda de sentido y propósito del ser humano y la respuesta de Dios ante esa búsqueda.

En la traducción en lenguaje actual de la Biblia (TLA) «confiar en Dios es estar totalmente seguro de que uno va a recibir lo que espera. Es estar convencido de que algo existe, aun cuando no se pueda ver» (Ibíd.). Esta versión define la fe como confianza, como una convicción que supera los límites de lo que se puede alcanzar a través de los sentidos. Es confiar a pesar de y no debido a.

La entrada del pecado a este mundo imposibilitó una relación directa con Dios. Nuestra condición biológica fue limitada a los cinco sentidos en un mundo en cuatro dimensiones. Nos hallamos en una especie de cuarentena hasta que el virus del pecado sea eliminado; por eso no podemos ver a Dios, a los ángeles ni a los demonios. Toda esta realidad o dimensión se convierte en «lo sobrenatural» para nosotros, pues se encuentra fuera del alcance de nuestros sentidos. Para acceder a ello, necesitamos el don de la fe. La sustancia de esa fe es la existencia de Dios y de lo que esa realidad implica —tener la convicción de que existe, aunque no lo podamos ver, con la esperanza de que un día todo vuelva a ser como al principio: una relación directa, sin intermediarios.


La práctica del don de la fe transforma nuestra existencia. Dejamos de vivir atrapados en el mundo de los sentidos y de las cuatro dimensiones para vivir a la sombra de la realidad de Dios. La revelación de Dios a través de la Biblia nos da indicios de que se relaciona constantemente con nosotros. Uno de esos momentos lo experimentó el joven discípulo de Eliseo cuando, extremadamente asustado y atrapado en la realidad limitada de sus sentidos, preguntó con angustia: «¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?». Pero Eliseo estaba ejercitado en la fe. A través de la oración, le pidió a Dios una sorpresa para aquel joven discípulo: «Te ruego, Jehová, que abras sus ojos para que vea» (2 Reyes 6: 17). Entonces, por unos instantes, el joven discípulo tuvo acceso a la dimensión «sobrenatural» y vio a los ángeles de Dios preparados para su defensa. Por un momento la fe se consumó en aquella manifestación.

La fe compartida

La mayor incursión de Dios en nuestra cuarentena fue la encarnación de Jesús. Allí empezó la cuenta atrás para el momento en el que ese periodo habrá terminado y volvamos a tener acceso a las otras dimensiones. Nuestros ojos estarán abiertos para siempre. Y el don de la fe dejará de ser necesario.

No obstante, mientras tanto, el sentido y el propósito de nuestra existencia están vinculados a la práctica del don de la fe. Curiosamente, la fe no se puede vivir en solitario, sino que origina un sentimiento de solidaridad. Genera apego entre las personas que la comparten. Crea comunidad. A lo largo de la historia bíblica observamos una y otra vez la práctica de la fe en las familias de los que adhieren a la confianza plena en Dios. Veamos algunos ejemplos: Noé, Abraham, Moisés, David y sus respectivas familias, junto a otros, forman la metanarrativa bíblica que, a través de microrrelatos, nos facilitan el acceso a historias de fe vividas por distintas comunidades.


Jesús hace que la fe trascienda los límites de las familias biológicas y crea una gran familia, «pues todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mateo 12: 50). Todos los que ejercitan la fe en esta realidad sobrenatural configuran una gran comunidad. Es la mejor definición que Jesús da a la iglesia: una gran familia, compuesta por pequeñas familias biológicas. Por ello, en el Nuevo Testamento encontramos repetidos ejemplos de esta referencia «la iglesia está en casa de».2 Todos los hogares que practican la fe o cumplen la voluntad del Padre celestial son una iglesia.

La fe en el seno de familia

¿Por qué la práctica de la fe está relacionada con la familia? Porque la familia es el ambiente en el que, por definición, encontramos adherencia y confianza.

En primer lugar, dos personas que unen sus vidas por amor conforman una adherencia. Eligen todos los días creer en el otro y, de esta manera, se crea una unión sólida. La nueva familia funciona a través del amor, que es la esencia del carácter de Dios y, al igual que la fe, obra por amor. Cuanto más nos adherimos a Dios, más nos unimos el uno al otro. De esta manera, la familia crece en calidad y, en muchos casos, en cantidad.

En segundo lugar, los que forman la familia ejercitan la confianza en cada uno de los miembros que la componen. Cuanto más confiamos en Dios, más aprendemos a ha- cerlo de una manera saludable el uno en el otro. Esta confianza nos expone a la gracia de Dios y a la obra del Espíritu Santo y produce «amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio» (Gálatas 5: 22, 23, NTV).


La fe en el cruce de caminos

El Evangelio de Marcos nos presenta el encuentro de un padre de familia con Jesús. Su hijo sufría y al padre le dolía verle así. Al escuchar rumores sobre un hombre que decía cosas maravillosas y hacía milagros, entre las dudas y la esperanza, decidió acudir a él como una solución desesperada. Se acercó a Jesús y, con una sinceridad dolorosa, le dijo: «Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús le respondió: «¿Cómo que si puedo? Para el que cree, todo es posible». De inmediato, el padre del muchacho exclamó: «¡Sí creo! […]¡Ayúdame en mi poca fe!» (Marcos 9: 22-24).

Todos tenemos problemas con la adherencia y la confianza. Nos encontramos con dificultades a la hora de ejercitar la fe. Vacilamos entre creer y no creer, entre la fe y la duda, entre la unión y el alejamiento, entre la confianza y la desconfianza. Vivimos constantemente esta tensión. Hemos aprendido que la verdad es la realidad palpable, lo que alcanzan nuestros sentidos, y lo que no puede ser experimentado, no existe. Creyendo esta teoría, hemos asumido que no existe lo sobrenatural, que no hay nada más allá de nuestros sentidos, y cuestionamos la existencia de Dios en muchos momentos difíciles de nuestras vidas, condicionando su realidad a nuestras circunstancias personales o pidiéndole ayuda desesperada cuando hemos agotado cualquier otro recurso disponible.

En este contexto tan complejo, el eco de las palabras que Jesús dirigió a aquel padre nos interpela: «Para el que cree, todo es posible». Para el que ejercita la fe, no hay nada imposible. La Palabra de Dios pone a nuestro alcance herramientas imprescindibles para cultivar y aumentar la fe: el estudio de la Biblia, la oración, la participación en las reuniones de adoración de la iglesia, las relaciones de amistad, la comunión en la familia:

• El estudio de la Biblia. Es una fuente inagotable de recursos sobre familias que ejercitaron su fe, que movidos por los principios de adherencia y confianza vivieron milagros en distintos contextos de sus vidas. El estudio individual y la posterior puesta en común de las ideas en familia nos enriquecerá y facilitará nuestra comprensión de las Escrituras. Hagamos una lectura diferente de la Biblia en los próximos doce meses.


• La oración. Vivimos en un contexto tan saturado de estímulos y actividades que resulta casi imposible coincidir para orar en familia. Practicar la oración parece difícil. Sin embargo, cuando oramos con un corazón sincero, nos sintonizamos con la perspectiva que Dios tiene sobre las circunstancias, las personas y las cosas que nos rodean. Cultivemos hábitos que nos conduzcan a la oración, como un diario. Es una forma diferente y creativa de vivir conscientes de la presencia de Dios en nuestras vidas.

• La participación en los programas de la iglesia. Es verdad que, con el paso del tiempo, ir a la iglesia puede convertirse en una rutina. Proponte visitar una iglesia cercana cada cierto tiempo. Visita a las personas con «mucha juventud acumulada» de tu iglesia y escucha sus experiencias de fe. Organiza en tu iglesia una tarde de alabanzas y cantad juntos los himnos o cantos que más os hayan impactado.

• Invertir tiempo en la familia. Pasar tiempo en familia es cultivar la fe, pues genera unión y confianza. Hoy en día es muy difícil compartir el tiempo en familia si no se realiza como una actividad intencionada. Toma tiempo para escuchar, para saber cómo se sienten los miembros de tu familia, organizad salidas en la naturaleza, visitad los lugares que os gusten, estableced una lista de metas comunes por escrito y cumplidla.

«Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor» (1 Corintios 13: 13). El amor es la esencia del carácter de Dios y la fuente de una fe verdadera, basada en la unión y la confianza.




1 Consultado: 22 de noviembre de 2016.
2 Romanos 16: 5; 1 Corintios 16: 19; Filemón 1: 2.




Para compartir


En la relación de pareja, ¿eliges confiar en tu cónyuge cada día? ¿Vuestra unión tiene como resultado el amor? ¿Practicáis cada día vuestra adherencia a la voluntad del Padre celestial?
Como familia, ¿confiáis en Dios «a pesar de» o «debido a»? ¿Confiáis el uno en el otro, como cónyuges y en la relación con vuestros hijos y padres? ¿Vuestra confianza en Dios y en los miembros de la familia produce amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio?


¿Qué puedo hacer para fomentar el crecimiento de la fe en la iglesia a la que acudo cada semana? ¿Cómo puedo ayudar a mis hermanos a permanecer en la fe?

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