By
Dwight Nelson
¿Qué puede hacer uno cuando nadie le cree?
Lo único que quería el pobre
Wade Miller era un par de entradas para un partido de voleibol de los
Juegos Olímpicos. Pero cuando llamó por teléfono a la oficina de venta de
entradas de Atlanta, le sucedió algo insólito.
Al dar su dirección de Santa Fe, Nuevo México, la agente de ventas lo dejó en espera. Cuando retomó la llamada le anunció que no podía vender entradas a nadie que viviera fuera de los Estados Unidos.
—¡Cómo que fuera de los Estados Unidos! ¡Si estoy llamando desde Nuevo México!
—Lo siento, señor. Tendrá que ponerse en contacto con el Comité Olímpico de México.
—¡Pero yo no vivo en México, sino en Nuevo México!
—Lo lamento, pero tendrá que llamar al Comité Olímpico de su país.
Durante los siguientes treinta minutos, Wade Miller continuó en la línea, intentando demostrarle a la agente que Nuevo México estaba en los Estados
Unidos. Pero nada parecía suficiente para convencerla.
Miller siguió insistiendo: «¿Ha oído usted hablar de Los Álamos, donde se han realizado pruebas nucleares?
Está justo al lado de Arizona y debajo de Colorado, junto a Texas y Oklahoma; pues hay un estado de los Estados Unidos que se llama Nuevo México.
¿Y Albuquerque? ¿No le suena ese nombre? Pues es una gran ciudad de Nuevo México». Pero no tuvo éxito.
La supervisora tomó el teléfono y le dijo a Miller: «Señor, no importa si
está usted en Nuevo México o en “Antiguo México”. Tiene que pedir sus
entradas al Comité Olímpico de su país». Únicamente cuando Miller les dio
una dirección de Phoenix, Arizona, las agentes aceptaron venderle las entradas.
¿Qué hacer cuando nadie te cree? ¿Qué haríamos nosotros si estuviéramos
en el lugar de Dios y, aun así, nadie nos creyera? ¿Qué tiene que hacer Dios
en esas circunstancias?
Porque aun cuando la gente cree, muchos, es decir, muchos de nosotros, seguimos creyendo una mentira.
Seamos sinceros: la mayor parte de la humanidad es víctima de una gran
mentira. Yo mismo la he aceptado más de una vez. Se trata de una mentira
de dimensiones tan cósmicas que sus consecuencias, también cósmicas, han
afectado a todos los seres humanos. «¿A qué mentira se estará refiriendo?»
Pues a la mentira que vio la luz en aquella gloriosa mañana primigenia cuando, a semejanza de muchos
destellos de oro puro, la luz del sol atravesó las parcelas esmeralda de un
huerto hermoso como ninguno.
El rocío matinal aún se aferraba a las ramas cargadas de frutos. El huerto
parecía una generosa fuente de resplandecientes diamantes. Eva iba
caminando por el jardín y se acercó al árbol.
Entonces, oyó la voz: «Hey,
acá arriba», oyó susurrar. La mujer levantó lentamente la vista hacia el
verde follaje, y siguió buscando y buscando con la mirada. Finalmente, los
ojos de ambos se encontraron.
Eran los ojos de la primera mujer y los de la primera serpiente. La serpiente estaba enroscada y resplandecía.
En aquel momento no era sino un instrumento en manos del ángel rebelde. Eva y Lucifer, juntos en un árbol del huerto del Edén. Fue allí cuando la gran
mentira se pronunció por primera vez.
«¿Con que Dios os ha dicho: “No comáis de ningún árbol del huerto”?»
(Gén. 3: 1).
La artera expresión, aparentemente inocente, de la serpiente no
era más que la carta de presentación del ingenioso aunque insustancial
modus operandi que le ha funcionado desde el mismo principio, a saber:
Limítate a hacer que tu víctima se decida a dialogar contigo, introduce el He ahí la mentira que aún hoy se sigue repitiendo; la mentira que pronunció la lengua viperina de la serpiente en manos del engañador.
Una mentira descarada que ha sido reproducida miles de millones de veces a lo largo de la historia de la humanidad.
Esta es la mentira: Dios es un ser a
quien hay que tenerle miedo.
¿Hay que tenerle miedo a Dios?
Aquella mentira, que había comenzado con una pregunta, funcionó a las
mil maravillas, como un hipnótico hechizo. Adán y Eva se creyeron a pies
juntillas las palabras del enemigo.
En el relato de Génesis 3 vemos que
ocurre algo inolvidable y desgarrador. Dios se acerca al huerto para su
acostumbrada caminata vespertina con las dos criaturas que más ama en
este planeta.
Sin embargo, no los puede hallar por ninguna parte. En la penumbra de la tarde, el Creador los llama: «¿Dónde están ustedes?». Pero nadie le responde. «¡Qué extraño!
¿A dónde se habrán ido?»
Entonces Dios se da cuenta de que un arbusto se está moviendo, lo cual le resulta un tanto extraño, pues él no ha creado arbustos con la capacidad de moverse por su cuenta.
En ese momento el Señor llama a Adán, que está ahí con Eva, ambos escondidos tras los arbustos. Temblando de miedo, la pareja sale a la luz, y es Adán el que decide hablar primero: «Oí tu voz en el huerto y tuve miedo» (Gén. 3: 10).
He ahí la desvergonzada mentira de Lucifer: Dios es un ser a quien hay
que tenerle miedo; la mentira con la que Adán y Eva fueron engañados, y por la que sigue siendo engañada toda la especie humana desde aquel fatídico día.
Detente un momento a pensar en ello.
Esa mentira forma parte de todas las
grandes religiones del mundo.
Yo nací en Japón y me crié en Asia; he visto la manera en que esa mentira es llevada a la práctica por medio de
ceremonias budistas, hinduistas y sintoístas basadas en el temor.
En lo más profundo de las facciones inmóviles de los adoradores, se encuentra grabado a fuego un temor sobrenatural que inspira esos movimientos meticulosos de adoración, que surgen del desesperado anhelo humano de aplacar a Dios, un ser airado y vengativo.
Las instrucciones siempre son las mismas en todo el mundo: lea el Libro —todas las religiones tienen uno–,
siga las instrucciones que presenta, obedezca sus exigencias y no pierda la
esperanza de estar finalmente entre los salvados. Como un mantra, las
instrucciones son repetidas una y otra vez hasta el cansancio: lea el Libro,
siga las instrucciones y no pierda la esperanza de estar finalmente entre los
salvados.
«Dios es un ser al que hay que tenerle miedo».
Esta mentira también ha impregnado el islamismo y el judaísmo. Y es triste decirlo, pero también se ha introducido en una gran parte de la cristiandad, ya que el padre de toda mentira, el padre de todo temor, el primer engañador, Satanás, no se ha detenido siquiera ante la Biblia, y la ha hecho lucir como una película de miedo ante los ojos de muchos seres humanos.
Conozco gente que ha estudiado detenidamente la Biblia y ha analizado todas las ocasiones en que Dios castigó a seres humanos, como si con eso pudieran retratar a Dios de una forma más precisa.
Algunos afirman que hay más de sesenta textos en la Biblia donde se presenta a Dios castigando o matando a gente.
Con diabólico regocijo, Satanás ha adulterado el registro del amor de
Dios y lo ha transformado en un testimonio de miedo.
Y con infernal astucia continúa susurrando la gran mentira: Dios es un ser al que hay que tenerle miedo.
- Te lo dije —afirma en tono de mofa—. Más te vale que le tengas miedo, porque si lo haces enojar, ya verás la que te espera.
Así es como los seres humanos, de todas las culturas y religiones, han
aprendido a tener miedo a Dios, a huir de él, a aplacarlo con la esperanza de que no los azote con el fuego de su ira, el sufrimiento o la tragedia. Y todo esto, porque han creído la gran mentira.
El castigo y el amor
Los que dicen que la Biblia describe a Dios como un ser a quien hay que
tenerle miedo, están pasando por alto una realidad crucial, una pieza fundamental en el mosaico que conforma el retrato de Dios.
Me refiero a un texto irrefutable que contiene una verdad que echa por tierra la mentira y desenmascara el engaño satánico.
Ese versículo se encuentra en el capítulo
12 de la Epístola a los Hebreos, que es el capítulo que sigue al conocido
como «El salón de la fama de la fe».
En Hebreos 11 se hace un repaso de la
historia de los siervos de Dios, y el capítulo 12 extrae algunas lecciones de
ese relato.
Es aquí donde encontramos la lección fundamental que no debemos ignorar: «Habéis ya olvidado [oh sí, qué fácil es que olvidemos] la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo:
“Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor ni desmayes cuando eres reprendido por él, porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”» Hebreos 12: 5-6.
Hemos leído de manera equivocada el Antiguo Testamento, porque nos
hemos apoyado en una mentira a la hora de interpretar la verdad.
El punto es que hemos ignorado la siguiente realidad sumamente importante: ¡Los relatos que presentan a Dios castigando a los seres humanos son relatos que manifiestan el amor de Dios!
Supongo que casi todos los padres entendemos bien esa verdad.
Karen y yo hemos sido bendecidos con dos hijos maravillosos: Kirk y Kristin.
Cuando nuestros hijos eran pequeños, yo tenía que explicarles lo peligrosa
que era la avenida que pasaba delante de nuestra casa. Me agachaba para
estar a la altura de ellos, a fin de indicarles con detenimiento las razones
por las cuales mi esposa y yo habíamos decidido que no fueran más allá de
donde les habíamos permitido caminar y jugar.
- Papá y mamá no quieren
que salgan a la calle, por favor. Porque un auto podría doblar la esquina y
atropellarlos. ¿De acuerdo?-
Imaginemos que unos minutos después echo un vistazo por la ventana y veo a Kirk jugando en medio de la calle
prohibida. ¿Qué tiene que hacer un padre en una situación como esa?
Por supuesto, como padre, no me queda de otra que cruzar corriendo el jardín
hasta el lugar donde está mi hijo, tomarlo de la mano, regresar al jardín con él, volver a ponerme a su nivel y, con amor, explicarle nuevamente las razones por las que no debe salir a jugar a la calle.
Ahora bien, si yo miro por la ventana pocos minutos después y veo que mi
hijo está nuevamente jugando en la avenida, ¿Qué haría en ese caso?
La misma rutina anterior, solo que esta vez me mostraría más vehemente, y el
final de la situación sería un poco distinto.
Debido a que amo a mi hijo y
quiero protegerlo del peligro y de la muerte, estoy decidido a dejar una
impresión de ese amor en él al permitir que una parte de su anatomía,
conocida como «músculo glúteo mayor», sufra cierto enrojecimiento que permita que esa verdad quede grabada en otra parte de su anatomía, a saber, en su mente. ¿Me entiendes ahora?
«Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor […], porque el Señor al que ama, disciplina» (Heb. 12: 5-6).
Todo padre sabe bien que si realmente ama a su hijo, tiene que hacer de la disciplina y el castigo una parte integral de la demostración de ese amor que busca su bienestar.
Un escritor describe la metodología divina en algunos de los relatos del
Antiguo Testamento como el «método de rescate de incendios» de Dios.
Cuando un edificio está en llamas, todo bombero sabe bien que no dispone
de tiempo para ponerse a conversar o razonar con las víctimas atrapadas en
ese infierno sobre los métodos de rescate que espera aplicar.
Cuando del edificio suben grandes columnas de humo y fuego, solo existe una opción de trato con las víctimas: tomarlas y llevarlas a un lugar seguro
inmediatamente.
Si están gritando de pánico, se requieren acciones aún más drásticas: taparles la boca con la mano, levantarlas con el brazo por las piernas aunque pataleen, y llevarlas hasta un lugar donde estén a salvo de la catástrofe.
Más adelante, ya habrá tiempo suficiente para darles explicaciones. Actúa ahora, y deja las explicaciones para después.
Precisamente eso fue lo que hizo el Señor a lo largo de todo el Antiguo
Testamento.
En muchas ocasiones tuvo que tomar a la gente y llevarla hasta un lugar seguro, por más que ellos patalearan y gritaran en el proceso. En esos momentos Dios también tuvo que decir: «Te lo explicaré después».
Y cuando lo explicó, fue la aclaración más gloriosa que el universo haya podido escuchar alguna vez.
La explicación divina
Una buena pista sobre la explicación divina es la que se esconde tras el
relato milagroso del nacimiento de Juan el Bautista.
El anciano Zacarías era sacerdote, y como tal le tocaba un turno para cumplir con los deberes del templo.
Mientras oficiaba en el santuario del Señor en Jerusalén, un ángel resplandeciente se presentó ante su atónita mirada, y le hizo el increíble anuncio de que él y su esposa Elisabet iban a tener un hijo.
-Pero eso es imposible —respondió al instante el veterano sacerdote—. ¿No sabes acaso que somos ancianos?
Fue entonces cuando al incrédulo Zacarías se le dio una señal sobrenatural: - Por cuanto no creíste mis palabras […],
quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que esto suceda» Lucas 1:20.
En aquel tiempo su esposa quedó embarazada, y disfrutaría de nueve
meses de paz y tranquilidad hasta que naciera el niño del milagro y se
desatara por intervención divina la lengua de Zacarías.
Cuando pudo hablar nuevamente, entonó un cántico de alabanza, un himno que se refiere al Mesías.
En un fragmento de ese cántico expresa la esperanza de Israel:
«[Nuestro Dios] nos permitiría vivir sin temor alguno, libres de nuestros enemigos, para servirle [al Mesías que pronto habría de venir]» Lucas 1:73, 74.
Ahí está la explicación gloriosa que el Señor prometió a lo largo de los
siglos. El Salvador vendría y, cuando eso ocurriera, lo adoraríamos libres
de temor.
Jesús, el Salvador, vendría a contarnos la verdad acerca de Dios, a exponer a la vista de todos la gran mentira, y revelar a la humanidad y al universo entero que la idea propagada por el padre de la mentira no era más que eso, una mentira.
Dios no es un ser al que hay que temer. No tenemos por qué tenerle miedo.
Finalmente, nació el Mesías, el Salvador del mundo, Jesús de Nazaret,
otro bebé milagroso, que sería llamado Emanuel, «Dios con nosotros».
Y cuando el Niño de Belén creció y llegó a ser el Hombre de Galilea, una y
otra vez se dedicó a repetir:
"Si me conocierais, también a mi Padre
conoceríais […]. El que me ha visto a mí ha visto al Padre […]. Yo soy en
el Padre, y el Padre en mí" Juan 14:7, 9, 11.
"Venid a mí todos los que
estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar […]. Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
almas" Mat. 11: 28, 29.
"Al que a mí viene, no lo echo fuera. Juan 6:37.
En cierta ocasión, una desahuciada prostituta llegó hasta Jesús. Pero no
fue por su propia cuenta, sino que fue arrojada por los escribas y fariseos a
los pies del Salvador.
El relato nos muestra lo que sucede cuando nos acercamos al Señor. La habían encontrado en el acto mismo de adulterio.
Los dirigentes eclesiásticos habían buscado la trampa perfecta con la cual
hundir de una vez por todas al joven Maestro de Nazaret. Así que aquella
mañana, allí en el templo, arrojaron a la desaliñada mujer a los pies de Jesús, y ante la asombrada multitud los escribas y fariseos exigieron a viva voz que él les dijera qué recomendaba como castigo. Después de todo, la ley de Moisés ordenaba que una mujer adúltera tenía que ser apedreada hasta morir.
En realidad, aquella era una verdad a medias, dado que la ley prescribía la misma sentencia para ambas partes que habían cometido adulterio.
Con una actitud de suficiencia propia, los religiosos esperaron la respuesta del Maestro.
Si hubiera dicho: «No la apedreen», los ancianos se hubieran vuelto hacia la multitud y hubieran exclamado: «¿No les dijimos que no respeta la ley?».
Por otro lado, si Jesús decía: «Apedréenla», entonces los enemigos del Maestro saldrían corriendo a informar al
gobernador romano de que había un hombre que asumía la prerrogativa que solo le correspondía a Roma de administrar la pena capital a un condenado.
Jesús se encontraba en una situación muy difícil: sería acusado tanto si
decía que sí, como si decía que no.
Era la trampa perfecta.
Jesús no respondió, sino que «inclinado hacia el suelo, escribía en tierra
con el dedo» Juan 8:6.
Una bien conocida tradición afirma que lo que Jesús escribió en el polvo eran los pecados ocultos de quienes estaban
acusando a la mujer. ¡Qué retrato de Dios!
Únicamente en dos ocasiones las
Escrituras lo muestran escribiendo con su propio dedo. En la primera
escribió los Diez Mandamientos en dos tablas de piedra, y en la segunda
escribió los pecados de aquellos dirigentes judíos en el suelo del templo.
Escribió los mandamientos sobre la piedra para que ni siquiera el tiempo
pudiera borrar la verdad de sus santos preceptos.
Pero escribió los pecados privados de los hombres sobre el polvo, para que una ligera brisa pudiera borrar su registro.
Jesús, el Juez de todos, no quería avergonzar ni siquiera a sus enemigos. ¡Qué amor! ¡Qué Dios!
Cuando terminó de escribir, Jesús se puso nuevamente de pie y, sin
estridencia alguna, dijo:
«El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» Juan 8:7.
Cuenta el relato que uno a uno
comenzaron a desaparecer, y sus airadas acusaciones fueron silenciadas.
Cuando la mujer levantó la mirada, sus ojos descubrieron que Jesús contemplaba su rostro anegado por las lágrimas y el maquillaje corrido.
Entonces, el Maestro le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Ninguno te condenó?» Juan 8:10.
Ella sacudió la cabeza y, titubeante,
respondió: «Ninguno, Señor». Todos sus acusadores habían desaparecido.
Jesús, el Dios encarnado, el Juez de toda la tierra, le dijo: «Ni yo te
condeno; vete y no peques más» Juan 8:11.
Lo que Jesús demostró aquella mañana, según el relato de Juan, es exactamente lo mismo que enseñó a la luz de la luna en el capítulo 3 de Juan.
Esta pieza tiene que estar incluida en el retrato de Dios que, pieza a pieza, iremos elaborando juntos. ¡Cuánto apreciamos y estimamos el tan conocido versículo de Juan 3:16:
«De tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se
pierda, sino que tenga vida eterna»
!Pero también tenemos que resaltar el
versículo que le sigue: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» Juan 3:17.
Un ser al que no hay que tenerle miedo
«No lo han entendido bien —dice el Hijo de Dios—. Lo que ustedes
creen sobre mi Padre es fruto de una mentira. Mi Padre no es un ser al que
hay que tenerle miedo, y yo no he venido a condenarlos, sino a darles mi
amor y mi salvación para demostrarles que no deben tener miedo a Dios».
Por más que muchos no quieran saber nada de él, por más que en último
término muchos decidan darle la espalda, marcharse lejos o huir, aun en
esas circunstancias, Dios no deja de extenderles su gracia y manifestarles
su amor.
Esta impresionante verdad salió a la luz en toda su maravillosa gloria durante el ministerio de nuestro Señor Jesucristo.
Las flamígeras antorchas cabeceaban en la oscuridad, atravesando cruelmente la negrura de una nueva noche de Pascua. Como si de un enjambre de luciérnagas se tratara, las antorchas iban subiendo,
apresuradas, por el zigzagueante sendero rocoso que llevaba al jardín de la
colina.
Toscas voces rompieron el silencio de la noche que, momentos antes, había servido para ocultar el llanto del Dios encarnado, que lamentaba con lágrimas de sangre las trágicas consecuencias del pecado.
Pero para ese momento, las lágrimas de Jesús ya se habían secado. Y allí
permaneció, solo en la oscuridad, listo para encontrarse con el traidor.
No sé si has sido traicionado alguna vez por alguien muy cercano a ti,
alguien a quien querías y en quien confiabas sin reservas. Si has pasado por una experiencia como esta, te pido que recuerdes el dolor que sentiste.
Piensa en ese dolor punzante e intenso que va subiendo desde el estómago
hasta la garganta; ese dolor que no te abandona por más que llores; ese
dolor que no desaparece.
Jesús se encontraba en el jardín del Getsemaní, en plena noche, cuando
contempló el inquietante rostro del traidor bajo la tenue luz de la antorcha.
Al mirar a Judas, que estaba a punto de entregarlo, ¿Qué crees que pasó por
la mente del Señor?
Jesús conocía lo que escondía el corazón de aquel discípulo desde el mismo momento en que había puesto sus habilidades al servicio del naciente grupo. ¿Acaso crees que Jesús no sabía quién era el que robaba los escasos fondos que los discípulos tenían en común?
Por supuesto, el Maestro sabía muy bien que Judas había estado robando, pero
Jesús jamás lo avergonzó en público.
En cierta ocasión, relató una parábola
que puso en clara evidencia la culpabilidad de Judas, pero nadie sino el
discípulo reconoció la enseñanza velada.
Jesús conocía muy bien a Judas, pero el amor divino seguía abogando por
llegar a su corazón culpable.
En efecto, unas horas antes, aquella misma noche, el Salvador se había inclinado a lavar los pies del que lo traicionaría.
Pero Judas había ejercido su derecho inalienable a decirle que «no» a Dios. Y así fue.
Ahora era de noche. Una noche sumamente oscura.
Jesús estaba allí de pie, justo en el momento en que el discípulo de duro corazón —tan duro que ni siquiera respondió al amor más grande que
mostró el universo— salió de las sombras y caminó hacia él.
Con los brazos extendidos, como simulando afecto, Judas le dio un ruidoso beso en la mejilla. En aquel momento, rodeado por los brazos del traidor, ¿qué palabras crees que le dirigió el Maestro? ¿Tal vez «tú, corrupto, perdido y condenado pecador, ¡apártate de mí!»? ¿Habrá sido esa la respuesta del Salvador del mundo? ¡Oh, no!
Jesús usó otra palabra para referirse a aquel que lo estaba traicionando. Le dijo «amigo».
Lee por ti mismo la pasmosa
evidencia que se registra en Mateo 26: 50:
«Amigo, haz lo que viniste a
hacer» (BLA).
¿Puedes creerlo?
Dios miró a los ojos del que lo estaba
traicionando y lo llamó «amigo».
Por favor, recuerda siempre esa imagen de Dios, porque vale muchísimo
más que diez mil palabras y miles de libros.
Cuando Jesús llamó amigo a
Judas, la verdad finalmente salió a la luz: Dios no es un ser al que hay que
tenerle miedo; ¡es un ser del cual tenemos que hacernos amigos!
Aquella misma noche, momentos más tarde, Pedro descubrió la misma
verdad después de haber pronunciado las obscenidades más terribles que
había aprendido en sus años de pescador, y de cortar el aire frío de la
noche con sus palabrotas:
«¡No he visto a ese [pi-pi-pi-pi-pi-pip] hombre en mi [pi-pi-pi-pip] vida!».
Nadie debía confundirlo con un seguidor y amigo del condenado Jesús de Nazaret. Pero apenas habían salido de su boca aquellos improperios cuando se escuchó el canto del gallo que anunciaba el amanecer y, al instante, Pedro recordó la predicción de Cristo, que le había asegurado que lo negaría tres veces.
Se dio vuelta tímidamente para ver si Jesús había escuchado sus palabras. Lucas describe ese instante desgarrador: «En ese mismo momento […] el Señor se volvió y miró a Pedro» Lucas 22: 60, 61, DHH).
Y la mirada de Jesús le susurró a Pedro lo que el Maestro le había dicho antes a Judas: «Amigo».
Jesús utilizó la palabra «amigo» para dirigirse a Judas. Pero como Judas
se había criado creyendo esa mentira según la cual Dios es un ser a quien
hay que tenerle miedo, salió de allí y se quitó la vida.
Pedro la escuchó, pero como él había aprendido a no tenerle miedo a Dios sino a verlo como un amigo, no se quitó la vida.
Salió de allí con el corazón quebrantado, y encontró la vida.
Si Judas hubiera creído esa misma verdad, habría encontrado el mismo
perdón que halló Pedro.
A Jesús no le importó que Pedro lo negara y lo traicionara. Su gracia es una gracia que nos deja mudos de asombro. ¡Es una gracia que supera con mucho la mentira de la serpiente!
La persona que ama no tiene miedo. Donde hay amor, no hay temor,
porque «el perfecto amor echa fuera el temor» 1 Juan 4:18.
El amor perfecto no es Alguien a quien hay que tenerle miedo, sino Alguien del que tenemos que hacernos amigos.
Ya sin temor alguno, es momento de hacernos amigos. Esa es la diferencia entre la vida y la muerte.
La muerte de Dag Hammarskjold
Te estarás preguntando qué tiene que ver todo esto con la muerte de Dag
Hammarskjold. Dag Hammarskjold nació en Suecia y fue Secretario General de las
Naciones Unidas entre 1953 y 1961. Era cristiano.
Escribió una famosa colección de meditaciones espirituales titulada Marcas en el camino.
Muchos consideran que fue el diplomático más destacado del siglo XX y, sin duda, el más distinguido secretario general en la atribulada historia de
las Naciones Unidas.
Hammarskjold falleció en un trágico accidente de aviación en 1961, y de manera póstuma se le otorgó el Premio Nobel de la Paz.
Durante mucho tiempo, las circunstancias que rodearon su muerte fueron un misterio.
Hammarskjold se encontraba en misión de paz en el Congo, donde por aquel entonces diversas facciones luchaban entre sí. En algún momento de la noche del 17 al 18 de septiembre de 1961, el avión en el que volaba se cayó en Zambia y estalló en llamas.
Las causas del accidente eran
desconocidas, hasta que los investigadores descubrieron una clave mientras repasaban una y otra vez todas las evidencias disponibles.
Alguien notó que, en lo que había quedado de la cabina del avión, había un mapa abierto de Ndolo, que era el nombre del aeropuerto de Leopoldville (actual Kinshasa), en el Congo.
Era evidente que aquella fatídica noche el piloto había estado estudiando las cartas de navegación del aeropuerto de Ndolo,
lo que hubiera sido muy apropiado de no ser porque el destino final del vuelo era una ciudad llamada Ndola, en Zambia.
Al ponerse a estudiar el mapa de Ndolo en lugar del de Ndola, el piloto
creyó que aún le faltaba descender trescientos metros antes de aterrizar en
la pista de Ndola.
Pero como estaba mirando el mapa equivocado, repentinamente, sin previo aviso, en lo más oscuro de la noche, el avión se desplomó contra el suelo porque el piloto pensó que aún le faltaba
descender trescientos metros.
Ndolo, Ndola. Hay una sola letra de diferencia entre esos dos nombres y,
sin embargo, en este caso, la diferencia entre una a y una o fue la diferencia
entre la vida y la muerte.
Algunos creen que no hay grandes diferencias entre tenerle miedo a Dios
o creer que es nuestro amigo.
¿Importa realmente si Dios es un ser al que hay que tenerle miedo o si, por el contrario, es un ser del que tenemos que
hacernos amigos?
Te invito a analizar conmigo todas las evidencias, porque es imperativo que encontremos el mapa correcto, ya no según la muerte de Dag Hammarskjold, sino según la vida y muerte de nuestro Señor Jesucristo.
Porque su muerte es la única que tiene poder para poner en evidencia la gran mentira y restaurar la verdad: Dios no es un ser al que hay que tenerle miedo, sino un ser del que tenemos que hacernos amigos.
Tu relación con el Señor, ¿se basa en cuán bien te portas, o en cuán bueno y misericordioso es Dios?
¿No es hora de que dejemos de lado la mentira y abracemos la verdad?
A fin de cuentas, ¿es Dios un ser del que vale la pena hacerse amigo?
Permíteme dejarte la invitación de Job 22:21:
21 "Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; Y por ello te vendrá bien."
¡Dios te bendiga!
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