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La separación y el exilio - La Peste

"Porque separados de mí nada podéis hacer" Juan 15:5

EL EXILIO
Exilio es aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria.

En el exilio hay mucha incertidumbre no sabemos cuándo vamos a poder volver a abrazar a un amigo, eso es una locura.

Errante es aquel que corre contra toda esperanza. La carrera de los ilegales entre los legales. Ilegal no quiere decir incompetente.


Para algunos quedarse en casa es morir; salir es suicidarse; apurarse es desangrarse y esperar es enloquecerse.

Así fue que, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.

Lo increíble de la Cuarentena fue que el trabajo se triplicó o cuadruplicó; sin embargo muchos no lo sentían así; y, principalmente, los subalternos recibían comentarios como:
“¿Acaso tienes algo que hacer? ¿O es que tienes que salir?”

Para muchos se parecía a una prisión. En consecuencia, se atuvieron a no pensar jamás en el término de su esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por decirlo así, los ojos bajos. 

La separación de los más allegados y queridos fue inevitable; pero más inevitable aún fueron los recuerdos y las llamadas que duraban horas. Las personas evitaban sin duda ese derrumbamiento tan temido, esa derrota moral, pero se privaban de olvidar algunos momentos la pandemia con las imágenes de un venidero encuentro. Y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte, sombras errantes que sólo hubieran podido tomar fuerzas decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor.

Esta separación producida por un invasor fue abrupta e inesperada.
Para muchos, las penas de la separación se agrandaban por el hecho de que, habiendo sido sorprendidos por la peste en medio de su viaje, se encontraban alejados del ser que querían y de su país.

La Cuarentena fue imprevista. Fue prohibido todo tipo de contacto. No se tomó en cuenta que fuimos hechos para abrazar. Sin fecha de próximo encuentro. El cara a cara despareció. Encuentros ilusórios chasqueados. Se dio El último beso y abrazo nunca previsto.
En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado; y por lo tanto, aceptamos en esta nueva normalidad que el nuestro, sea más o menos, mediocre. Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que alcanzaba a toda una ciudad, no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor. 
Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la tentación y de barajar las cartas.

La hospitalidad no era más bien vista. Se resignaron a sufrir la separación. Nadie era libre de entrar ni de salir. Desde el encapsulamiento no había más servicios de viajes entre ciudades.
El comercio (Las tiendas, no Los mercados), el movimiento y la libertad también habían muerto de Covid19.
Sin embargo, hubo casos en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte. (El amor es más fuerte que la muerte - dice Cantares 8:6). Y muchos iban a visitar a sus familiares, algunos para tan solo luego lamentar la transmisión y el contagió del virus a quienes habían visitado.

Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio.

Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado; y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.
Después de todo, no había ninguna razón para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más todavía.

Sin embargo mientras más se alargaba la cuarentena con todo tipo de nombres (rígida, dinámica, etc) con todo tipo de colores (Semáforo rojo, amarillo, verde), la frustración era cada vez más intensa cuando un nuevo anuncio gubernamental daba cuenta de dos semanas o un mes más de prolongación de este exilio. En ese momento el derrumbamiento de su valor y de su voluntad era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese abismo.

El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir con un recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía el sabor de la nostalgia. Si esto era el exilio, y para la mayoría, era el exilio en su casa.

En medio del exilio general, Los ciudadanos eran lo más exiliados, pues si el tiempo suscitaba en ellos, como en todos los demás, la angustia que es la propia, sufrían también la presión del espacio y se estrellaban continuamente contra las paredes que aislaban aquel refugio apestado de su tiempo perdido. Vivían ahora en una ciudad que, aunque antes la habían habitado, hoy les era totalmente desconocida.
Al igual que Adán y Eva cuando salieron del jardín del Éden, salieron a una casa suya, pero desconocida y sin saber cuando podrían volver a aquel paraíso de libertad; privados de ver al quien tanto amaban; mas con la promesa de que un día, después de una larga lucha, el dilema acabaria.

UN EXTRAÑÓ EN TIERRA EXTRAÑA

Así podemos imaginarnos a Adán y Eva cuando salieron del Edén. Pensaron: Está no es mí casa, Yo no soy de aquí. Así comenzó el sentir que arrastramos hasta hoy: Nostalgia, un extraño sentimiento. Dónde el recuerdo es más exigente que el amor. El ser humano se había convertido en un Errante, "Sem era nem beira" pasó a experimentar el:

Desarraigo
Destierro
Errancia

24 »Todas las naciones vecinas preguntarán: “¿Por qué el Señor afligió así a esa tierra? ¿Por qué se enojó tanto?”. 25 »Y la respuesta será: “Sucedió porque el pueblo de esa tierra abandonó el pacto que el Señor, Dios de sus antepasados, hizo con ellos cuando los sacó de la tierra de Egipto. 26 En cambio, se apartaron de él para servir y rendir culto a dioses que no conocían, dioses que no provenían del Señor. 27 Por esa razón, el enojo del Señor ardió contra esa tierra y cayeron sobre ella cada una de las maldiciones registradas en este libro. 28 ¡Con gran enojo y furia, el Señor desarraigó a su propio pueblo de la tierra y lo desterró a otra nación, donde ellos viven hasta el día de hoy!”. 29 »El Señor nuestro Dios tiene secretos que nadie conoce. No se nos pedirá cuenta de ellos. Sin embargo, nosotros y nuestros hijos somos responsables por siempre de todo lo que se nos ha revelado, a fin de que obedezcamos todas las condiciones de estas instrucciones." Deuteronomio 29:24-29
"La pérdida final de Canaán no fue resultado de circunstancias casuales, Israel fue arrancado por Dios mismo...Los hombres a menudo se sorprenden de que una tierra tan inhóspita como lo es Palestina hoy, hubiese podido ser descrita como tierra que fluye leche y miel" 1CBA, 1071.

Años después el pueblo de Israel experimentaba este exílio.

"Humillados ante las naciones, los que una vez habían sido reconocidos como más favorecidos del Cielo que todos los demás pueblos de la tierra iban a aprender en el destierro la lección de obediencia tan necesaria para su felicidad futura. Mientras no aprendiesen dicha lección, Dios no podía hacer por ellos todo lo que deseaba hacer. “Te castigaré con juicio, y no te talaré del todo” (Jeremías 30:11), declaró al explicar el propósito que tenía al castigarlos para su bien espiritual. Sin embargo, los que habían sido objeto de su tierno amor no quedaron desechados para siempre; y delante de todas las naciones de la tierra iba a demostrar su plan para sacar victoria de la derrota aparente, su plan de salvar más bien que de destruir."

Jeremías 31:10-34.

Entre los hijos de Israel que fueron llevados a Babilonia al principio de los setenta años de cautiverio, se contaban patriotas cristianos, hombres que eran tan fieles a los buenos principios como el acero, que no serían corrompidos por el egoísmo, sino que honrarían a Dios aun cuando lo perdiesen todo. En la tierra de su cautiverio, estos hombres habrían de ejecutar el propósito de Dios dando a las naciones paganas las bendiciones provenientes del conocimiento de Jehová. Habían de ser sus representantes. No debían en caso alguno transigir con los idólatras, sino considerar como alto honor la fe que sostenían y el nombre de adoradores del Dios viviente. Y así lo hicieron. Honraron a Dios en la prosperidad y en la adversidad; y Dios los honró a ellos.  

"Sucederá que cuando hubieren venido sobre ti todas estas cosas, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, y te arrepintieres en medio de todas las naciones adonde te hubiere arrojado Jehová tu Dios, 2 y te convirtieres a Jehová tu Dios, y obedecieres a su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, 3 entonces Jehová hará volver a tus cautivos, y tendrá misericordia de ti, y volverá a recogerte de entre todos los pueblos adonde te hubiere esparcido Jehová tu Dios. 4 Aun cuando tus desterrados estuvieren en las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová tu Dios, y de allá te tomará." Deuteronomio 30:1-4.

Volviendo a la cuarentena, muchos lamentaban su ignorancia manifestada en su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado a las personas que habían amado. Habían comprendido que, para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. 

Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones.
Nos invadía otro extraño sentimiento: La soledad. En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; ni siquiera nos enteramos quien estaba enfermo, solo sabíamos cuando ya había fallecido. Parecía que cada uno vivía enajenado y seguía solo con su preocupación.
En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si pensaban en la pandemia era solamente en la medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser eterna. 
Llevaba así, al corazón mismo de la epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno.
Sin embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que fuesen estas angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste fueron seres privilegiados porque estaban vivos y posiblemente sanos. Quién se enfermaba, se daba cuenta que no había tenido tiempo de nada. Pues la noción del tiempo se perdía, pensando que se trataría de un hecho provisional.

No eran pocos los que se encontraban allí, en la ciudad, por accidente y al verse sin recursos y con la obligación de pagar alquileres sentían que no era justo vivir tal situación; pues, aunque hubo decretos que condonaban el pago de este, la mayor parte de los dueños de casa, los desalojaron, sin importar, incluso, cuánto podrían sufrir y peregrinar en esta cuarentena. 
En algunas ciudades hubo un Éxodo de personas que procuraron llegar a sus pueblos para estrellarse contra una comunidad que cerró todos los ingresos a posibles infectados que viniesen de la ciudad.
Tan solo las autoridades hacían uso de vuelos y amplio movimiento; hasta que, muchos fueron vistos como portadores del virus.
Hubo que coordinar estas excepciones, porque la situación era grave. 

Muchos extranjeros no se sentía vinculado al espacio geográfico: 
- En fin, yo soy extraño a esta ciudad. Pero no había cómo salir hacia otra.
Deseaban con todas sus fuerzas reunirse con los suyos y que todos los que se querían pudieran estar juntos, pero había leyes, había órdenes y había peste. 
Su misión personal se convirtió en hacer lo que fuese necesario para poder tener ese encuentro luego de la pandemia, aunque no se supiese cuando. 
Había que andarse con cuidado porque el caos se tornó ley y (para las autoridades) todo estaba permitido: el arrepentimiento no lo arreglaba todo. Por un crimen desconocido estaban condenados a un encarcelamiento que podría el adiós definitivo por el contagió masivo que hubo en las prisiones.

Los razonadores, elocuentes, importantes, triviales, metódicos, desbordantes, impacientes, tradicionales, etc. Todos tenían un extraño denominador en común: La alienación.
Así también hubo extrañas formas de sobrevivencia, como Augusto Camus presenta en su libro LA PESTE, comentando de un personaje viejo que se había encerrado en la cuarentena y había decidido sobrevivir matando al tiempo:

"Calculaba el tiempo y sobre todo la hora de las comidas, que era la única que le importaba, con sus dos cazuelas, una de las cuales estaba siempre llena de garbanzos cuando se despertaba. Con aplicación y regularidad iba llenando ininterrumpidamente la otra, garbanzo a garbanzo. Así tenía sus colaciones en un día medido por cazuelas. "Cada quince cazuelas -decía- necesito un tentempié. Es muy sencillo."
Pero, más tarde que temprano, muchos que optaron por este aislamiento aprovisionado cavernario; acabaron siendo igualmente contagiados cuando la cuarentena se levantó de forma progresiva.

En las aglomeraciones dominaba el silencio. Todos tenían temor al contagió a través de las gotitas de saliva que se esparcían en el aire al hablar.
Mientras se hacía fila, para cobrar bonos o para pagar en el día que su cédula le permitía tener los servicios bancarios, a su alrededor, la multitud, en la que dominaban las mujeres, esperaba en un silencio total.

Frente al hospital, un pequeño mercado se había levantado. Muchas personas llevaban cestos pues todas tenían la vana esperanza de que dejasen pasar a sus enfermos y la idea todavía más loca de que ellos podrían utilizar sus provisiones. Pero estaba prohibido todo contacto. Al menos en los hospitales especializados para Covid19 y cuando en el pico de la pandemia fallecieron bastantes médicos.

Era duro soportar la idea de que esto dure y de que los suyos no fuesen igual, después de este tiempo. Los jóvenes se desarrollaron sin contacto, más que el virtual y desapareció la joven oportunidad de aprovecharlo todo.

Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la pandemia se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. 
Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de Agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la pandemia y sentimientos compartidos por todo el mundo. 
El más importante era la nostalgia y la incertidumbre, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía. 
A esto se sumaba, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos, el peregrinar por falta y medicamentos y hospitales colapsados, el sufrimiento de los amantes separados y cuando ya no se pudo contener más, la batalla política por medio de bloqueos de caminos y franca debacle partidaria.

Sí, el gran sufrimiento de esta época, tanto el más general como el más profundo, era la separación, y si es indispensable en consecuencia dar una nueva descripción de él en este estudio de la peste, no es menos verdadero que este mismo sufrimiento perdía en tales circunstancias mucho de su patetismo.

Al principio de la peste se acordaban muy bien del ser que habían perdido y lo añoraban. Pero si recordaban claramente el rostro amado, su risa, tal o cual día en que reconocían haber sido dichosos, difícilmente podían imaginar lo que el otro estaría haciendo en el momento mismo en que lo evocaban, en lugares ya tan remotos. En suma, en ese momento no les faltaba la memoria, pero la imaginación les era insuficiente. 
En el recuerdo, únicamente sombras, poco a poco, de que esas mismas sombras podían llegar a descarnarse más, perdiendo hasta los ínfimos colores que les daba el recuerdo.

Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiese podido vivir a su lado un ser sobre quien podían en todo momento poner la mano. Esta peste era la ruina del turismo.

Enajenación, extraña impotencia, extraño sentimiento, extraño olvido.

Al igual que a nuestros primeros padres, una extraña enfermedad había dividido la historia para siempre. Y, aunque tratáramos de exculparnos, sabíamos que teníamos parte en toda esta situación:
"Pero vuestras iniquidades han ahecho separación entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de vosotros para no oíros. Porque vuestras manos están contaminadas de sangre y vuestros dedos de iniquidad; vuestros labios pronuncian mentira, y habla maldad vuestra lengua." Isaías 59:2, 3.

LA CUARETERNA

¿Retraimiento o encapsulamiento?
Estamos muy acostumbrados al contacto físico, a estrecharnos la mano cuando nos saludamos, o a darnos un beso y a veces llegamos a abrazarnos. Sin embargo, desde hace meses estos gestos de afecto han quedado relegados al baúl de los recuerdos. Somos conscientes de que el contacto físico debe ser evitado, pero la medida se ha vuelto muy pesada para nuestro estado de ánimo.

Una periodista expresaba:
"¿Qué sentido tiene tanta restricción?
Cuidado nuestras autoridades, amantes de crear ordenanzas innecesarias, hacen de los protocolos de bioseguridad la nueva modalidad para restringir al comercio, cerrar empresas por ridiculeces y engordar sus cuentas con nuevas biocoimas."
Sin duda, habría sido bueno no caer en el mismo error de restringir por restringir. 

Frases como:
“Oye te extraño”, “¿te puedo llamar?”, “¿cómo va tu día?”, “vi esto y me hizo pensar en ti, te paso el link”, “ya te quiero ver”, “hasta mañana, te quiero” son frases eran expresadas sin miedo, en esos duros momentos.
Todos parecían sufrir de la separación de aquello que constituye su vida. Y como no podían pensar siempre en la muerte, no pensaban en nada.

Desde este punto de vista, todos llegaron a vivir la ley de la peste, más eficaz cuanto más mediocre. Ni uno entre nosotros tenía grandes sentimientos. Pero todos experimentaban sentimientos monótonos. "Ya es hora de que esto termine", decían, porque en tiempo de peste es normal buscar el fin del sufrimiento colectivo y porque, de hecho, deseaban que terminase.
Pero todo se decía sin el ardor ni la actitud de los primeros tiempos, se decía sólo con las pocas razones que nos quedaban todavía claras y que eran muy pobres. Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación, pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional.

Nuestros conciudadanos se habían puesto al compás de la peste, se habían adaptado, porque no había medio de hacer otra cosa. Todavía tenían la actitud que se tiene ante la desgracia o el sufrimiento, pero ya no eran para ellos punzantes. Esto era un desastre, porque el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma.
Antes, los separados no eran tan infelices porque en su sufrimiento había un fuego que ahora ya se había extinguido. En el presente, plácidos y distraídos, con miradas tan llenas de tedio que, por culpa de ellos, toda la ciudad parecía una sala de espera. 
Los que tenían un oficio. Cumplían con él en el estilo mismo de la peste: meticulosamente y sin brillo. Todo el mundo era modesto. Por primera vez los separados hablaban del ausente sin escrúpulos, no tenían inconvenientes en considerar su separación enfocándola como a las estadísticas de la pandemia. Hasta allí habían hurtado furiosamente su sufrimiento a la desgracia colectiva, pero ahora aceptaban la confusión. 
Sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente. A decir verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes. Pues, la hora del examen de conciencia, es dura para el prisionero o el exiliado que no tiene que examinar más que el vacío.

Ya quedaba explicado que todo consistía en renunciar a lo que había en ellos de más personal. Mientras que en los primeros tiempos de la peste eran heridos por una multitud de pequeñeces que contaban mucho para ellos y nada para los otros, y hacían así la experiencia de la vida personal, ahora, por el contrario, no se interesaban sino en lo que interesaba a los otros, no tenían más que ideas generales y su amor mismo había tomado para ellos la fisonomía más abstracta. A tal punto estaban abandonados a la peste que a veces les sucedía no esperar sino en su sueño y se sorprendían pensando, como el gobernador de Mina Gerais: "Muera quién muera, que se acabe de una vez!"

Pero, en verdad, ya estaban dormidos; todo aquel tiempo fue como un largo sueño. La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente. Y despertados por ella con un sobresalto, tanteaban con una especie de distracción sus labios irritados, volviendo a encontrar en un relámpago su sufrimiento, súbitamente rejuvenecido, y, con él, el rostro acongojado de su amor. Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina. Levantarse, prender los dispositivos eléctrónicos, llenarse de noticias y no salir de casa.

La gente había caído en el anonadadamiento: No pensar nada, no decir nada. Abstraerse y cerrar las ventanas.

Se podía ver, por ejemplo, a los más inteligentes haciendo como que buscaban, al igual de todo el mundo, en los periódicos o en las emisiones de radio, razones para creer en un rápido fin de la peste, para concebir esperanzas quiméricas o experimentar temores sin fundamento ante la lectura de ciertas consideraciones que cualquier periodista había escrito al azar, bostezando de aburrimiento.

Dicho de otro modo, no escogían nada. La peste había suprimido las tablas de valores. Y esto se veía, sobre todo, en que nadie se preocupaba de la calidad de los trajes ni de los alimentos. Todo se aceptaba en bloque.

Podemos decir que, los separados, ya no tenían aquel curioso privilegio que al principio los preservaba. Habían perdido el egoísmo del amor y el beneficio que conforta.
Ahora, al menos, la situación estaba clara: la plaga alcanzaba a todo el mundo, era simplemente inevitable. Todos nosotros entre los choques que acompasaban nuestra vida o nuestra muerte, del terror y de las formalidades, emplazados a una muerte ignominiosa pero registrada, entre los humos espantosos y los timbres impasibles de las ambulancias, nos alimentábamos con el mismo pan de exilio, esperando sin saberlo la misma reunión y la misma paz conmovedora. 
Nuestro amor estaba siempre ahí, sin duda, pero sencillamente no era utilizable, era pesado de llevar, inerte en el fondo de nosotros mismos, estéril como el crimen o la condenación. No era más que una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada. Y desde este punto de vista, la actitud de algunos de nuestros conciudadanos era como esas largas colas en los cuatro extremos de la ciudad, fuese por compras, bonos, pagos o documentos. Era la misma resignación y la misma longanimidad a la vez ilimitada y sin ilusiones. Había solamente que llevar este sentimiento a una escala mil veces mayor en que concierne a la separación, porque en ese caso se trataba de otra hambre y que podía devorarlo todo. Y aunque se hablaba de una nueva normalidad el temor era el encuentro con la nada o quizás, ver tan solo más de lo viejo que nunca se va y lo nuevo que nunca llega.

En este tiempo era necesario obtener poder en la debilidad: “Cuando estemos agotados deseando descanso, tendremos que seguir luchando; cuando estemos débiles, quizá tengamos que pelear, pero con Cristo como nuestro guía, no dejaremos de alcanzar el cielo.” The Signs of the Times, 29 de octubre de 1902.

El exilio no duraría para siempre, la separación no podría ser mayor que la reconciliación, la miseria no sería mayor que la gracia y el dolor no podría vencer a la misericordia. Todo apuntaba el fin de la peste y renacía la promesa del reencuentro. Ya podíamos ver ese tiempo llegar y comenzar a agradecer como el salmista:

"Fuiste propicio a tu tierra, oh Jehová; Volviste la cautividad de Jacob.
Perdonaste la iniquidad de tu pueblo; todos los pecados de ellos cubriste. 
Reprimiste todo tu enojo; te apartaste del ardor de tu ira.
Restáuranos, oh Dios de nuestra salvación, y haz cesar tu ira de sobre nosotros.
¿Estarás enojado contra nosotros para siempre? ¿Extenderás tu ira de generación en generación?
¿No volverás a darnos vida, para que tu pueblo se regocije en ti?
Muéstranos, oh Jehová, tu misericordia, y danos tu salvación.
Escucharé lo que hablará Jehová Dios; porque hablará paz a su pueblo y a sus santos, para que no se vuelvan a la locura.
Ciertamente cercana está su salvación a los que le temen, para que habite la gloria en nuestra tierra.
La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron.
La verdad brotará de la tierra, y la justicia mirará desde los cielos.
Jehová dará también el bien, y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia irá delante de él, y sus pasos nos pondrá por camino." Salmos 85.

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