INTRODUCCIÓN
Existe una serie brasileña llamada “3%” que tuvo mucho éxito en Netflix. Cuenta
la historia del mundo devastado en un futuro lejano, en el que reina la miseria, y
para tener la oportunidad de una vida mejor los jóvenes pasan por un proceso selectivo donde solo un 3% de los candidatos son aprobados y pueden ir al paraíso. El tema principal de esa serie es la meritocracia.
Los participantes del proceso selectivo tienen que “merecer” la recompensa de ir al paraíso.
¿Será que con Dios funciona así también? ¿Será que para alcanzar la salvación necesitamos pasar por un proceso selectivo? ¿Será que ante Dios unas personas son mejores que otras?
Piensen conmigo en las siguientes preguntas: ¿Existe diferencia entre un terrorista y la Madre Teresa de Calcuta? ¿Existe diferencia entre un asesino y Martin Luther King? ¿Existe diferencia entre un político corrupto y un hombre que devuelve una maleta llena de dinero?
“¡Claro que existe diferencia!”, puede estar pensando usted. Uno salvó la vida de personas, mientras el otro mató. Uno trajo tristeza a la humanidad, el otro trajo salvación. Uno es bueno y otro es malo. ¿Será?
Al tratarse de elecciones de servicio y amor al prójimo, esas personas son muy diferentes. Pero, hay un texto en la Biblia que muestra que ellas tienen algo en común.
Leamos Romanos 3:23 “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria
de Dios”.
Aquí la Biblia dice que todos somos pecadores. Con fallas grandes o pequeñas, ante Dios todos somos iguales. ¡Sí! Y si dependemos de nosotros mismos para salvarnos, no lo lograremos.
Isaías 64:6 dice que “[…] todas nuestras justicias como trapo de inmundicia”. “En otras palabras, quiere decir que hasta nuestras buenas obras están manchadas por el pecado”.
¿Cuántas veces ayudamos a limpiar la conciencia? ¿Cuántas veces tratamos bien a las personas queriendo algo a cambio? En el fondo todos somos pecadores. Todos nosotros. Pero ahora, ¿quién podrá defendernos?
Romanos 5:20 nos da la solución: “[...] cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”.
Ah, mis amigos, para quienes somos pecadores y nos equivocamos bastante, como ustedes y yo, Dios concede su gracia infinita que nos libra de la condenación del pecado.
Voy a explicar mejor esa cuestión de la gracia, pero antes, déjenme hablar un poco más sobre el pecado, porque nuestra mala comprensión nos impide entender cuánto necesitamos a Jesús.
I. El PROBLEMA DEL PECADO
La cuestión es que nos olvidamos cuán pecadores somos, especialmente cuando nos comparamos con otras personas, teóricamente “peores” que nosotros.
Vivimos como ante una tabla de campeonato de fútbol. Cada buena acción que realizamos ganamos puntos y vamos quedando al frente de nuestros adversarios.
¿Pecó? Pierde puntos y posiciones. Hizo una buena acción, sube en la tabla. Y nosotros creemos que Dios actúa así. Pero no sucede así.
De acuerdo con el texto que leímos, todos somos pecadores, no existe pecadito o pecado grande cuando se trata de pecado, todos estamos empatados unos con otros
en el último lugar de la tabla.
Para los fariseos, que creían que solo quebrar la ley con acciones era pecado, Jesús dice: “Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:28).
Santiago 4:17 dice que cuando dejamos de hacer el bien estamos pecando: “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”.
Romanos 14:23 llega a decir que dudar de Dios es pecado. “Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado”.
O sea, pecado no es solo robar o matar, sino nuestros pensamientos equivocados, los momentos en que no ayudamos a nuestro prójimo, hasta incluso cuando dudamos de Dios. En todo eso estamos pecando. Repito ahora la pregunta que hice al comienzo. ¿Será que algún ser humano es mejor que otro al tratarse del pecado? La respuesta es no. Todos pecamos y todos estamos destituidos de la gracia de Dios.
Tal vez esa sea una forma medio extraña de comenzar nuestros encuentros aquí.
Parece que estamos desanimando a todo el mundo. Mostrando que somos pecadores y que merecemos la muerte. Pero saben, solo entenderemos el tamaño del amor, de la gracia y del perdón de Dios cuando comprendamos el tamaño del pecado que nos tiene prisioneros y el cual somos capaces de cometer.
Lucas 7:36-47 cuenta la historia de cuando Jesús estaba en una cena en casa de un religioso llamado Simón. Una “mujer pecadora” entró en la sala, derramó perfume en los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. El religioso viendo esa acción y pensó: “Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora” (Lucas 7:39).
En ese momento Jesús contó una historia. Dijo que un hombre prestó 500 denarios (dinero de aquella época) a una persona, y 50 denarios a otra. Después de un tiempo, esos que habían recibido los préstamos no pudieron pagar la deuda, y el hombre que les había prestado los perdonó a ambos.
“¿Cuál de ellos le amará más?”, preguntó Jesús. “Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama” (Lucas 7:47).
El que reconoce sus muchos pecados, es perdonado por Dios, y mucho lo
ama. Quién cree que no tiene pecado, se le perdona poco, por lo tanto no ama
tanto a Dios, porque cree que no necesita tanto de él. Usted y yo tenemos una
deuda inmensa con nuestro Dios, y a menos que lo reconozcamos estaremos incapacitados de ser salvos y bendecidos por él.
En el libro que se titula El camino a Cristo, pág. 18, se describe muy claramente
nuestra situación como pecadores: “Es imposible que escapemos por nosotros
mismos del hoyo de pecado en el que estamos sumidos. […] La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero no tienen poder para salvarnos. Pueden producir una corrección externa de la conducta, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Únicamente su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraer ésta a Dios, a la santidad”.
No podemos resolver el problema del pecado solos, únicamente la gracia de Dios puede hacerlo.
I. LA SOLUCIÓN DE LA GRACIA
Esa es la mayor buena noticia de todas: La gracia de Dios. Pero, ¿qué significa esa expresión “gracia de Dios”?
Gracia, como lo dice la misma palabra, se refiere a algo que es gratuito. O sea, la gracia de Dios es nada más que la acción de Dios de concedernos la salvación a través de la muerte de Jesús en nuestro lugar.
Ustedes y yo, pecadores como somos, merecemos la muerte. En Romanos 6:23 leemos: “Porque la paga del pecado es la muerte”. O sea, nosotros que somos
pecadores debemos morir, porque el resultado de quien comete pecado es la
muerte. No porque Dios sea malo y vengativo, no, sino porque cuando pecamos nos apartamos de la fuente de vida, y la muerte se hace inevitable, ¿entienden?
Solo que el texto de Romanos 6:23 no dice solo que somos pecadores, continúa diciendo: “[…] más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”.
¡Qué genial! La paga del pecado es la muerte, pero el don gratuito, el regalo gratis, es la salvación en Cristo Jesús. Sí, la salvación es un regalo, ¡es gratis! Nuestro pecado nos aparta de Dios, ¡pero a través del sacrificio de Jesús nosotros podemos volver a vivir cerca de él!
En 2 Corintios 5:19 y 21 leemos: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación. Al que no conoció pecado, por nosotros
lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.
Y “gracias” a ese acto de Jesús tenemos la promesa de Romanos 5:1: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.
Y también tenemos la promesa de Romanos 5:8 “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
Yo sé que predicar esto nos hace sentir incómodos porque algunos pueden decir:
“Ah, ¿ahora puedo salir y pecar todo lo que quiero?” No, la gracia no es un permiso para pecar.
El Apóstol Juan dijo: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).
La gracia que justifica el pecado voluntario es gracia barata, no es bíblica. La gracia de Dios costó caro, y ella justifica al pecador, pero condena el pecado.
Cuando recibimos esa gracia en nuestra vida podemos confiar en esta promesa: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1).
La salvación no es un problema nuestro. La salvación es un regalo de Dios. ¡Ustedes solo deben aceptarlo!
Un día un predicador preguntó a la iglesia quién se consideraba salvo. Pocos levantaron la mano. Eso sucede porque la gente tiene miedo de asumir esas cosas, miedo de que lo consideren arrogante. Pero de acuerdo con la Biblia, si yo acepto a Jesús como mi Salvador, confieso mis pecados y recibo su perdón, estoy libre de condenación.
O sea, quien piensa que puede perder la salvación no fue salvo por Cristo, sino
“salvo” por sí mismo. Ustedes solo pueden perder la salvación si la rechazan. Y hoy tienen la oportunidad de aceptar la gracia de Dios, ser perdonados y salir de aquí con la seguridad de la salvación.
Recibir la gracia de Dios nos lleva a un nuevo nivel en la vida. Cuando entiendo
cuánto hizo Jesús por mí en la cruz, cuánto continúa haciendo por mí cada día, no puedo responder de otra manera a ese amor a no ser obedeciendo. Entonces voy siendo transformado paso a paso, siendo más y más como es Jesús. Cuando entiendo la gracia hago buenas obras por amor a Jesús y por amor a mis hermanos.
Cuando entiendo la gracia, guardo los mandamientos de Dios, no para salvarme (porque quien cuida de mi salvación es Dios), sino para demostrar mi gratitud por medio de la obediencia y para vivir de manera que sea una bendición para otros.
Guardo los mandamientos para que otro sea salvo, porque sé que mi salvación ya está resuelta. No porque necesito hacer cosas para ser salvo, sino porque soy salvo necesito hacer algo para que otros puedan ser salvos por Jesús.
Hay un pensamiento que se aplica a lo que estamos diciendo:
“Haga todo como quien no necesita hacer nada, pero no haga nada como quien cree que necesita hacer todo”.
El mensaje de la gracia no es nuevo. Desde el Edén cuando Adán y Eva se apartaron de Dios y buscaron un medio de corregir, por su propia cuenta, el problema que crearon, la gracia se les presentó de manera muy sencilla. Nosotros lo complicamos intentando hacer algo para ayudar a Dios (como si él lo necesitara) y, al mismo tiempo no haciendo lo que nos cabe, aceptar la gracia sin reservas.
CONCLUSIÓN
¿Qué clase de amor es ese? ¡Qué increible amor! ¡Morir para darnos la oportunidad de vivir!
Una de las mayores ilustraciones de la gracia de Dios en la Biblia es la historia del hijo pródigo. Imaginen cuando llega el hijo y dice que quiere su parte de la herencia. En otras palabras lo que el hijo está diciendo es que como el padre está demorando en morir, ¡él quiere el dinero de la herencia ya! No aguanta esperar más.
El joven toma la mitad de la fortuna del hombre, gasta todo y después vuelve. ¡Y el padre lo acepta de vuelta! El hijo que se quedó en la casa, viendo la fiesta que hacen para el hermano, le reclama al padre, le dice que él lo servía como un esclavo y nunca recibió un cordero para celebrar con sus amigos.
Esta parábola provoca diversos sentimientos en nosotros. Tristeza por el hijo que salió, pero empatía por el hijo que quedó en casa. Pero si pensamos un poco veremos que tampoco el hijo que quedó en casa amaba a su padre. Hacía todas las cosas por obligación, se consideraba un esclavo. Él no quería un cordero para festejar con su padre, sino con sus amigos. O sea, ese segundo hijo no amaba al padre, aunque hacía todo lo que el padre le pedía.
Y al final de la historia queda la pregunta: ¿Cuál de los dos hijos recibió la salvación?
La historia nos lleva a pensar que es el hijo que se consideraba indigno y se arrepintió en los brazos del padre. ¿Con quién se identifican ustedes en esa parábola?
¿El hijo pecador que vuelve a casa o el hermano orgulloso que está en casa por
obligación y no por amor?
Si se identifican con el hermano orgulloso, hoy es el día de cambiar. Acepten el amor del padre, entren en la fiesta y celebren el regreso del hermano pródigo. Y si se identifican con el hijo pródigo, dejen de “estar” lejos de casa. Llegó la hora de volver. No importa cuán lejos estén, ni cuán pecadores sean.
En verdad, cuanto más pecadores se reconozcan, más habilitados estarán para aceptar la gracia de Dios.
Hoy es el día de la decisión. ¿Volveremos a casa?
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