Marcos 1:40-45
TODOS LO CONSIDERAN UN MUERTO EN VIDA, PERO ÉL TODAVÍA NO HA CERRADO EL HORIZONTE DE SU ESPERANZA, A PESAR DE QUE «NINGUNA OTRA ENFERMEDAD REDUCE A UN SER HUMANO POR TANTOS AÑOS A UNA RUINA TAN REPULSIVA».
El veredicto del sacerdote había sido inapelable: ¡Leproso! Y no fue todo, debió abandonar lo que constituía su vida y quedar excluido para siempre de su casa, de su familia y de su pueblo, condenado a
deambular por el «cementerio de los leprosos». Lo mismo sucedía en la Edad Media. El sacerdote, vestido con sus hábitos ceremoniales y con un crucifijo en la mano, conducía al leproso a la iglesia y leía ante él el servicio fúnebre. A partir de ese momento se lo consideraba como un muerto… Debía vestirse con un manto negro y habitar en un lazareto.2
La lepra despertaba terror. Según el tipo de lepra, se ulceran las manos y los pies, se pierden dedos, pies, manos. Es una muerte progresiva del cuerpo. El leproso se convierte en un ser repulsivo para los demás y para él mismo.
Desde entonces tiene que asumir, aunque no lo comprenda, que lo que aflora en su piel es una maldición, de la que él no sabe nada, de la que nadie había sospechado nunca, pero que ahora todos creen ver. El veredicto marca el antes y el después. Ese fue el último día y el primero de otra vida en la que dejó de ser él para convertirse en un leproso, ante quien todos vuelven la cara huyendo hasta de su sombra.
En contra de todos, el leproso del evangelio se escapa del «mundo de los muertos» para evadirse, aunque solo sea por unas horas, asomándose al de los vivos, esperando el milagro. Esa sensación de haberse convertido de pronto en un peligro amenazador, le hace más daño que su propia condición de leproso, que en realidad no le produce dolor. Sufre por sentirse expulsado de su mundo y no poder regresar jamás. Ese miedo le hace estremecerse menos ante la muerte espantosa que le espera, que ante la vida de apestado que ya lleva. Para todos ha dejado de ser «persona», es un leproso. Pero las garras de su memoria siguen aferradas a los lugares de donde lo desterraron y a las gentes que él sigue amando, que continúan viviendo con él en los recuerdos de una realidad anterior, desaparecida de modo tan completo que parece increíble.
Al tormento de ver que su cuerpo se va cayendo a pedazos, se une el sufrimiento moral de preguntarse: ¿Qué falta estaré pagando? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Cómo es posible que el Cielo me haya enviado algo así? Al rechazo social y afectivo se une la marginación espiritual al creerse también maldito de Dios.
Da la impresión de que quisiera aproximarse a los que se consideran más alejados de Dios: los rotos, los marginados, los abandonados, los malditos.”
Ha cambiado de mundo, de cara, de cuerpo, pero aún despojado de todo eso, algo de él permanece arraigado para siempre en su entraña: sus sueños. Ya no quiere ni imaginar lo que hubiera podido ser en su vida, según sus proyectos, pero…
En la soledad dolorosa de su ser interior, no puede reprimir el deseo de volver a ser quien era y de sentirse acogido, un día, por el abrazo de quienes se despidieron de él sin atreverse a tocarlo. Desde entonces vaga merodeando los lugares habitados, reconociendo de vez en cuando a algunos de los suyos sin que ellos lo sepan, al margen del camino, tapándose la cara.
Cuando se acerca alguien, los gritos de ¡Inmundo!, ¡Inmundo!, rompen el silencio. A veces, desde los carros les arrojan algún óbolo, un mendrugo de pan, o las sobras que no han querido los perros. Se precipitan sobre el polvo y, si consiguen algo, levantan los brazos al cielo bendiciendo la dádiva. Si algún leproso se acerca a jinetes o carros, los alejan con el látigo, golpeando sus espaldas, sus manos.
Las mieses están ya casi doradas… Al ocultarse entre las espigas para no ser visto, alzan el vuelo bandadas de gorriones; las avecillas exigidas en la ceremonia de purificación de los leprosos, bien lo sabe él. La senda que conduce al lazareto se aleja del camino por el que transitan gentes, rebaños… El leproso va acercándose a paso lento porque ya le faltan varios dedos en los pies y los que le quedan no los siente.
Hace tiempo que el leproso vigila el posible paso del Maestro, del que se cuentan milagros, y hoy, por fin, lo reconoce al llegar rodeado entre los suyos, y se dirige a él.
El leproso sabe que Jesús quiso purificar el templo de mercaderes indignos, pero jamás oyó decir que purificase los caminos de leprosos. Da la impresión de que quisiera aproximarse a los que se consideran más alejados de Dios: los rotos, los marginados, los abandonados, los malditos. Los perdidos inspiran en él una ternura singular. Gente que no cumple las reglas de la pureza, tanto si tiene la culpa como si no.
El Maestro, dejando a los suyos aterrados, avanza resuelto al encuentro del leproso, como si comprendiera lo que espera de él. Jesús sabe que el amor es el medio para acercarse sin miedo, tanto al corazón del más miserable, como al corazón de Dios.
El leproso no vacila. En la mirada del Maestro hay un imán que lo atrae. Avanza a su vez hacia Jesús y de rodillas gritando, le dice: «¡Si quieres, puedes limpiarme!» (Marcos 1: 40).
Entonces el Maestro sigue avanzando hasta él y lo toca, o lo abraza. Toca sin miedo al intocable. Su abrazo lo realiza antes de la curación, y a un cuerpo ulcerado, mutilado, repugnante. De haberlo sanado a distancia hubiera reforzado la impresión de asco y repulsión que el leproso está harto de leer en los rostros de la gente.
El Maestro conoce las leyes; si toca a un leproso se hace inmundo.
Pero Jesús no solo no teme al riesgo ni a las normas, sabe que este hombre necesita tanto la salud como el abrazo de Dios. Todos necesitamos sentirnos aceptados, sabernos queridos, amados y hasta abrazados. Es muy difícil desarrollar una personalidad equilibrada, serena, sólida sin un mínimo de autoestima, que solo se comunica bien a través del contacto.
Una vez sanado, Jesús lo envía a cumplir con las exigencias legales para su purificación. Le urge a que se presente al sacerdote en el templo, antes de que corra la noticia de que un leproso ha sido curado por Jesús. Así, sin prejuicios, las autoridades le darán sin más su certificado de curación, y será aceptado en el seno de su familia y su medio.
El Maestro le insta a que no diga que ha sido sanado por él, pero eso es imposible, tanto como pedirle al sol que deje de brillar.
El ex leproso corre hacia el templo a por el deseado documento. Por las calles sortea los empujones de los esclavos que tiran de asnos cargados, de rameras que bullen junto a la caserna de los soldados romanos y llega al atrio para comprar su ofrenda en el rincón de las aves, destinadas al sacrificio por las mujeres paridas, ofrendas de leprosos curados…
Tras la ofrenda ritual, el leproso es admitido de nuevo en el mundo de los sanos.
Estrechando contra su pecho su certificado de pureza, corre hacia su casa, a abrazar a su mujer, sus hijos, sus padres, sus hermanos. A retomar su vida donde las injusticias del mundo le obligaron a dejarla. Por fin vuelve a ser él mismo. Tocado por la gracia, entiende que ya es otro, más libre que nunca, porque Dios lo quiere libre como las avecillas que revolotean en los sembrados.
Pero ahora es Jesús quien debe retirarse en cuarentena. Su encuentro con el leproso ha tenido lugar en público y son numerosos los testigos que lo han visto abrazado a un inmundo. Como consecuencia, el Maestro tiene que permanecer fuera de las ciudades, cuarenta días, como los sospechosos de lepra. Jesús enseña con su ejemplo, a darlo todo, a no limosnear. A luchar por la justicia, a no contentarse con un poco de caridad, a dignificar y reinsertar a los marginados. Jesús vino a este mundo a sanar y salvar, aunque nadie, ni siquiera sus propios discípulos, entienda el extraño porqué de su abrazo generoso a un repulsivo leproso.
Comentarios
Publicar un comentario