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La Invitación - Encuentros Decisivos

Juan 1:43-51 

LOS VIAJEROS LLEGAN A BETSAIDA CON LA ESPERANZA DE QUE EL MAESTRO, QUE VA HACIA GALILEA, SE QUEDE AL MENOS UN DÍA PARA PRESENTARLO A LOS SUYOS. El Galileo es un compañero de ruta apasionante. Un espíritu libre. Su manera de enseñar abierta y nueva contrasta con la de los maestros de su tierra. Cada propuesta parece un desafío, o un acto de protesta. Para él la libertad no es la posibilidad de actuar a su antojo, sino la ocasión de escoger lo mejor. El maestro aspira a cambiar el mundo, transformando a las personas una a una, como intentando crear un nuevo ser humano. No es ni un iluso ni un loco, es tan realista como la vida misma. Por eso infunde a sus discípulos, asombro, confianza y respeto. Para él no es lo mismo dar lecciones que ser maestro. Los doctores de Israel quieren enseñar, con él uno siempre quiere aprender. Sorprende que acepte a seguidores tan poco preparados. Da a entender que hasta las personas menos instruidas son capaces de captar sus ideas. Desconfía de los eruditos arrogantes y creídos, incapaces de aprender nada nuevo. Les reprocha que, teniendo la llave para abrir la puerta del reino de Dios, ni saben usarla ni dejan que otros la usen. No necesita un aula para sentar cátedra, ni un templo para encontrarse con Dios. Les enseña en cualquier momento y lugar; en el camino, entre palmeras u olivos, en plena montaña y de tal modo, que les parece estar cerca del cielo. Ya en sus casas Andrés y Juan sienten la necesidad de seguir día y noche con tan singular maestro. Su escuela está abierta a todos. Sin aulas ni horarios, sin más manuales que la revelación y la naturaleza. Sin más exámenes y pruebas que las que entraña la existencia. Sin diploma de fin de estudios porque en la escuela de la vida uno nunca se gradúa. El entusiasmo de estos discípulos es tal que no cesan de compartir su hallazgo con sus familiares y amigos. Andrés transmite su gozo a su hermano Simón y se lo presenta a Jesús. Unos a otros se van pasando la noticia. Y así es como Jesús encuentra a Felipe. Al poco de verlo, con esa mirada que alcanza mucho más lejos que los ojos, le dice: —¡Sígueme! Jesús parece no ver a las personas como son, sino como pueden llegar a ser. El nuevo discípulo, deslumbrado por Jesús, corre en busca de su amigo Natanael, para compartir la alegría del hallazgo. Muy emocionado, le comunica la noticia: 
- Creo que hemos encontrado al Mesías. No es un rabí cualquiera. Felipe resume en una frase su impresión: tiene que ser el enviado de Dios, aquel que prometieron los profetas. Se llama Jesús, es decir, «salvador», aunque la gente lo conoce como «el Nazareno», porque es hijo de José, el carpintero de Nazaret. Natanael, con su ruda franqueza, replica con un gesto burlón de desconfianza: 
- ¿Otro mesías? ¿No te parece que ya tenemos bastantes desengaños? Además, ¿de Nazaret puede salir algo bueno? ¿Cómo puedes tú creer en un «salvador» galileo? Busca en la Escritura y verás que de Galilea nunca salió profeta. A Felipe le duelen los prejuicios de Natanael, un judío idealista y serio, pero renuncia a discutir con él, y recurre a un argumento irrefutable: 
- Ven y ve. Sal de debajo de tu higuera y sígueme. Tú mismo te convencerás. Natanael le sigue sin ganas y al encontrarse ante Jesús su desilusión se confirma. El porte del joven rabí no cuadra con la idea que él tiene del Mesías. Hasta le cuesta ver en él a un maestro digno de confianza. Le parece un simple caminante vestido pobremente. Jesús observa a Natanael, que se acerca reticente, medio escéptico, mostrando suficiencia propia, y le dice con una intrigante sonrisa: 
- Tú no me ves ni como un buen judío, sin embargo, yo te veo a ti como un israelita de verdad, en quien no hay engaño. Es como decirle: «Me gusta tu sinceridad pero no te fíes de las apariencias». Natanael exclama: 
- ¿De dónde me conoces? 

- Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi, le responde. Estabas orando, no es fácil sorprender a un joven orando, prefieren presumir de escépticos… Natanael se ruboriza. Siente que no puede ocultar nada a la mirada penetrante del maestro. Ahora intuye que su amigo Felipe tiene razón. Tras observar a Jesús y escuchar sus agudas declaraciones, algo como divino le empuja a confesar: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!» (Juan 1: 49). Jesús, feliz, responde: «¿Crees porque te dije: Te vi debajo de la higuera? Cosas mayores que estas verás… Desde ahora veréis el cielo abierto y a los ángeles subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (Juan 1: 50-51). 

Interpretado quería decir: mi presencia va a poneros en contacto directo con el cielo. «Los ángeles subiendo y bajando» nos recuerdan la escalera de Jacob en Betel, cuando huía agobiado de casa por las amenazas de su hermano Esaú. Para Jacob, Betel era «casa de Dios y puerta del cielo», para Natanael, la higuera, y para nosotros, cualquier lugar donde se busca a Dios es un Betel: «casa de Dios y puerta del cielo». Natanael pudo decir, y nosotros con él, «Jesús me ha visto debajo de la higuera y sabe más de mí que yo mismo, y más de lo que podría descubrir el psicoanálisis». Y es que el maestro tiene la rara facultad de ver más allá de las apariencias, de detectar la presencia de lo divino en lo humano y de lo celeste en lo cotidiano. Con él se aprende a ver con ojos nuevos las cosas viejas, y a dejar de mirar las cosas nuevas con los viejos ojos de siempre. Su extraña capacidad de amar le permite vislumbrar radiantes mariposas en las más feas orugas y santos admirables en indignos pecadores. Así fue con Natanael y así puede ser con nosotros. Hay maestros que enseñan guiando a sus alumnos como a los caballos: paso a paso. Otros enseñan potenciando lo que ven de bueno en el discípulo. El nuevo maestro enseña de ambos modos: paso a paso y motivando a cada uno. Estos jóvenes con nuevas perspectivas tras encontrarse con Jesús, son grandes portavoces del insólito maestro que transforma a hombres y mujeres en seres nuevos, llenos de increíbles posibilidades.

Todos admiramos las grandes realizaciones, los grandes personajes y tenemos sueños de grandeza, pero la gran mayoría terminamos entre los del «montón». Las penurias económicas, la ignorancia, las injusticias, la dificultad de estudiar o de encontrar trabajo, minan el optimismo de la infancia y el idealismo de la adolescencia. Pasada la juventud, la vida adulta se complica, y muchos caen desanimados en la evasión, la resignación, o la inhibición, produciendo vidas rutinarias, conformistas, abocadas al fracaso. La inercia los arrastra a «seguir tirando», cuando tantos podrían alcanzar la excelencia. Jesús supera a otros maestros. Predica un estilo de vida sencillo, suscita ideales elevados y enseña una profunda filosofía de la existencia. Su persona irradia «un poder escondido, que no puede ocultarse del todo».1 Sus enemigos confiesan: «jamás hombre alguno ha hablado como este hombre» (Juan 7: 46). ¡Les pide «ser perfectos» (Mateo 5: 48), es decir, que desarrollen todas sus posibilidades con el poder de la gracia divina!

El joven Jesús, después de haber pasado su juventud como carpintero construyendo casas, arados para cultivar la tierra y yugos para compartir las cargas, ahora se ha empeñado en construir un mundo mejor con herramientas nuevas para cultivar en los corazones frutos para aquí y la vida eterna. No le gusta cómo vive la espiritualidad la mayoría de su pueblo, pero en vez de abandonarlo, va construyendo una comunidad a la que llama su «iglesia», y a la que quiere enseñar a poner en práctica la religión verdadera, la que «consiste en atender a los necesitados en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo» (Santiago 1: 27). 
Es decir, un buen creyente es aquel que vive en comunión con Dios y trata al prójimo con la empatía y la solidaridad con las que uno quisiera ser tratado. 

Rabí, le llamó Natanael, es decir, mi maestro, y aunque no cuelgan sobre su frente y su brazo izquierdo los tefillim o filacterias, vive y comparte la auténtica espiritualidad: enseña a pensar, a ser, a vivir, y, por consiguiente, a convivir, es decir, a amar:2 al ser humano, a Dios y a su palabra. Y lo hace al margen de las instituciones religiosas de su tiempo: el templo y la sinagoga. Les pide en el día a día reflexión, disciplina del cuerpo y de la mente, gusto por el trabajo, cumplir con el deber, respetar a todos. El maestro sabe entusiasmar, corregir con tacto, motivar, y lo hace con paciencia, firmeza y cariño. Por medio de historias e imágenes, y con su ejemplo, enseña a comprender las Escrituras, a ver la realidad, a escuchar la naturaleza, a no temer la muerte y a vivir con dignidad la existencia. A orar de modo inteligente, a practicar el perdón. A sufrir antes que a hacer sufrir. 

En una palabra, a vivir vidas plenamente positivas, que conviertan su entorno en un mundo mejor. Las vidas de Juan, Andrés, Simón, Felipe y Natanael, reflejarán la del maestro, convirtiéndose en vidas excepcionales. Solo necesitarán seguirle avanzando por ese camino empinado, angosto, y apasionante, que lleva desde las tierras bajas de la mediocridad humana, hasta las altas cimas del ámbito de lo divino. Y lo van a seguir tan de cerca, que los miembros de su creciente grupo van a ser conocidos por su entorno como «los del Camino».  

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