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Compasión - Compasión por los que lloran




Mateo 5:4 "Bienaventurados los que lloran porque serán consolados".

INTRODUCCIÓN
Una hermana piadosa siempre le pedía a su pastor que orara por ella. Cada semana era igual. Las necesidades eran interminables: 
- “No tengo casa, no me alcanza el dinero, no tengo amigos, etc.”. En cierto encuentro, el pastor, ya preocupado le pidió que esta vez hiciera una lista de las cosas que sí tenía. No era posible que no tuviera nada. En el próximo culto, el pastor buscó a la hermana y esperanzado le dijo: 
- “Lo que no tiene, ya sé. Deme ahora la lista de lo que tiene”. Ella sin demorarse le dijo: 
- “Tengo reumatismo, colesterol, hipertensión...”.
Al margen de esta anécdota, reconocemos que llegan momentos a nuestra vida en los que realmente estamos expuestos a tantos problemas, y nuestra necesidad es tan grande, que es inevitable llorar.
Mateo 5 presenta las bienaventuranzas. Una de ellas, la del versículo 4, es muy desconcertante cuando expresa: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
La palabra bienaventurados significa “felices”. Ahora, ¿cómo pueden ser felices los que lloran? Es una paradoja.
Uno no se olvida de estas historias por más que pase el tiempo, ya que se la recuerdan las cicatrices. 
Tendría siete años cuando al querer subir (en vez de bajar) por un resbaladero, justamente me resbalé, me caí de cara al cemento, y me rompí un diente delantero. 
Cada vez que me atrevía a abrir la boca, me dolía la sola idea de verme sin diente y del aire frío que me calaba el nervio. El dentista no podía ayudarme porque no paraba de llorar. Entonces la enfermera intentó ayudarme y me dijo: “Los hombres no lloran”. Seguí llorando, ahora con vergüenza y cólera.
Recuerdo que lloré algunas veces en la vida. Se llora de tristeza, de miedo, de nostalgia. Se llora generalmente por los problemas, y algunas veces de felicidad.
David, un hombre considerado valiente confesó que había regado con lágrimas su cama (Salmos 6). En el Salmo 42, declaró que sus lágrimas habían sido su pan de día y de noche. 
Cristo también lloró. Jesús sabe lo que es perder un amigo. Lloró mirando a Jerusalén cuando previó el sufrimiento de ese pueblo de corazón duro. Jesús conocía el dolor que produce llanto. Entonces ¿por qué habla de que en los momentos que lloramos somos felices? Es como decir felices los infelices
Presentaremos dos clases de llanto:

I. LLORO POR ESTAR HERIDO.
Dios no prometió que sus hijos nunca tendrían ocasión para llorar, sino que se comprometió acompañar a sus hijos aun en los momentos de llanto. Él siente verdadera compasión cuando sus hijos lloran.
Ahora, ¿por qué Dios permite que a las personas buenas les sucedan cosas malas? 
Para contestar la pregunta, seguiremos el razonamiento de Wellinton Gil, profesor de Ciencia y Biblia de la Facultad Adventista de Bahía. Él contesta a la pregunta que se hace mucha gente buena: ¿Por qué?
Veamos alguna de las respuestas propuestas:
a. “Las cosas malas le suceden tanto a las personas buenas como a las malas. No existe una moralidad en los hechos; sólo existe causa y efecto, leyes naturales”. “Dios no tiene nada que ver con eso porque la verdad cruel y simple es que él no existe. Es claro que este tipo de respuesta (atea) no puede satisfacer a la mayoría de nosotros, que creemos que Dios sí existe. Aun así, descartando esa respuesta, la pregunta sigue sonando de manera insistente: ¿Por qué?
b. Otro tipo de respuesta sería: “Las cosas malas suceden, eso es un hecho. Dios es el Creador, también es un hecho. Y la verdad es que a él no le importa porque está muy distante”. Ese tipo de respuesta (deísta), nos puede llevar a la rebelión. ¿Qué clase de Dios es ese que crea y abandona? ¿Sería una especie de padre cósmico ausente que no se interesa en el sufrimiento de sus hijos? No podemos aceptar eso. 
Ahora, para los que creemos en un Dios omnipotente y amoroso, el cuestionamiento de Epicurio es punzante: “Si Dios puede acabar con el mal, pero no quiere, es monstruoso”. Si él puede y quiere, ¿por qué no lo hace?
c. Para los que creemos que existe un cuadro explicativo mayor, llamado “El conflicto de los siglos”, resta un tipo de respuesta (que no siempre nos consuela): “Las cosas malas suceden, no obstante Dios tiene un propósito, aun cuando yo no entienda”. ¿Por qué a veces esa respuesta no nos sirve de consuelo? 
Es que el hombre tienen una necesidad peculiar de saber por qué. Sabemos que un día el conflicto terminará, y “Dios enjugará las lágrimas de todos los ojos”, pero el dolor a veces parece tan grande, tan pesado, y para empeorar, que nos seguimos preguntando: “¿Por qué?”
d. El Profesor Gil propone una respuesta estructurada en la diferencia de una foto y un film. 
Una foto o una escena congelada, es solo una escena circunstancial de hechos que parecen explicar el todo, pero no es así. La interpretación de una foto puede ser muy distinta a la realidad. Solo si vemos la película completa, entenderemos la verdad. Delante de esto queda la lección de que al buscar respuestas a los porqués de las tragedias, generalmente tenemos acceso solo a “fotos” o escenas instantáneas, que no nos permiten ver la historia que aún no terminó. 
Cuando estamos inmersos en el dolor es muy difícil entender que “Dios jamás conduce a sus hijos de manera diferente de aquella que ellos mismos escogerían si pudiesen ver el fin desde el principio...”. En esos momentos es importante oír que Dios está diciendo: “Porque yo sé los planes que tengo acerca de ustedes, dice Jehová, planes de bienestar y no de mal, para darles un futuro y una esperanza” (Jeremías 29:11).
e. Es allí cuando las palabras bienaventurados los que lloran, tienen sentido. Cuando entendamos toda la historia, veremos que fue lo mejor. Preguntémosle a Job, si concuerda con eso. Es mucho más fácil explicar todo, después de ver el film completo. Job sufrió, pero al final, valió la pena. El final fue mejor que el principio. Dios es un Dios compasivo que busca lo mejor para sus hijos.
Tal vez hoy vino a esta reunión alguien que está herido. Alguien que ha perdido a un ser querido o está pasando una grave crisis porque está sólo, porque tiene un sueño hecho pedazos. 
Entiende que aunque no sepas por qué, puedes confiar en Dios, que él sabe lo mejor para ti. Él puede ver cosas que tú todavía no has vivido. Desde pequeño he aprendido el poder del abrazo de un padre. Y Dios es un Padre lleno de compasión. En el hombro de Cristo se secarán lágrimas. Él sabe lo que es mejor para nosotros.

II. LLORO POR ESTAR ARREPENTIDO.
No siempre el llanto es por arrepentimiento. Por ejemplo, Esaú, al perder su derecho a la primogenitura, se entristecía por los resultados de su pecado, no por el pecado mismo (CV 63.5). Ese llanto no recibe una bienaventuranza.
Hay tres engaños que impiden entender el verdadero arrepentimiento.

a. El engaño de la comparación. Puede ser que al compararte con otros pecadores, hasta parezcas un santo. “Al fin de cuentas, no soy muy malo”. “Todo el mundo vive así y no pasa nada, no hacemos mal a nadie”. Minimizas tu pecado.
El fariseo dice: Te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano... (Lucas 18:11,12). La oración del fariseo no fue tomada en cuenta; fue la oración del pobre publicano quien únicamente pudo decir “Dios sé propicio de mí pecador”, la que suscitó la compasión del Señor. Su oración fue aceptada.

b. El engaño social. Este es una trampa peligrosa. “El mundo es injusto, —decimos—existe desigualdad. Realmente nosotros no somos culpables, ya que estamos obligados a vivir así. Solo somos culpables de la culpa social”. Ese enfoque nos impide enfrentar nuestros propios problemas, así se distrae la verdadera dimensión de nuestra maldad y la proyectamos a la culpa social, así se consigue una excusa que nos impide llegar al arrepentimiento y el verdadero dolor por nuestros errores. “Nadie puede venir a Cristo y conocer su perdón sin sentir que el pecado es una cosa odiosa, pues llevó a la muerte a Cristo” (Spurgeon).

c. El engaño del tiempo. Aprendimos a contar cosas terribles de nuestro pasado, actos de los cuales nunca nos arrepentimos. Como si el tiempo disminuyera la gravedad de lo que hicimos. Nos engañamos, considerando que el tiempo torna al pecado menos pecado. El tiempo no purifica el pecado. Sólo la gracia y la compasión de Cristo ayudan. De este modo, el pasado, sólo me debe traer humildad y reverencia.

No creas que el perdón de Dios no tiene que ver con la historia. La Biblia enseña que Dios olvida y oculta los pecados en el fondo del mar, y que quita de tu cuenta esa deuda, luego de que te arrepientes y, caído a los pies de Cristo, permites que la sangre de Cristo limpie tu pecado. La verdad es que ahora, Cristo mismo lleva tu culpa.

Cuando nos colocamos delante de Dios percibimos cuán lejos estamos de él, y llegamos a entender la verdadera maldad que hay en nuestra vida. 

La oración de David, después de su caída, ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No se esforzó él por atenuar su culpa, y su oración no fue inspirada por el deseo de escapar al juicio que le amenazaba. David veía la enormidad de su transgresión y la contaminación de su alma. No solo pidió perdón, sino que también su corazón fuese purificado. Anhelaba el gozo de la santidad (CC 25:1).
Y luego de su inmenso dolor y lágrimas por su pecado, exclama: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1,2). Esa es la clase de llanto que Cristo ha venido a consolar. Es a aquellos que lloran con verdadero arrepentimiento a quienes con compasión infinita, Cristo les dice: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”.

CONCLUSIÓN
Como pastor, crié a mis hijos en las costumbres y en la fe del Señor. 
Vivíamos en una linda institución cristiana y nuestra casa quedaba justamente frente al campo deportivo. Luego de hacer sus tareas, mis dos hijos estaban autorizados para jugar. El ejercicio les hacía bien, y yo prefería verlos corriendo que sentados, en grupo, planeando travesuras. Un día, alguien me dijo algo en tono muy confidencial:
—“¿Sabe pastor que su hijo dice groserías? Sí... vaya al campo deportivo y lo comprobará”.
Esa declaración me hizo temblar. ¿En qué momento perdí a mis hijos?, me pregunté. 
Esa misma tarde fui al campo deportivo. El sol se había puesto y la luz del alumbrado público iluminaba esa área a medias. Pude esconderme detrás de una pared y me quedé allí un buen tiempo. A medida que pasaba el tiempo, fui asumiendo que todo había sido un error. Era imposible que mis hijos dijeran cosas así. Ya me iba a retirar, cuando escuché una mala palabra. Di un salto para ver si era mi hijo, pero entre la luz tenue, vi a dos. “Creo que debe haber sido el otro niño”, me consolé. “Voy a esperar un poco más”. Pasaron otros minutos y nuevamente, esa mala palabra y otras más. Salté nuevamente al campo, y esta vez, allí, solo, cerca del arco, inconfundible, estaba mi hijo, ahora sorprendido y horrorizado. Me acerqué a él. Los demás niños me vieron y desaparecieron como por arte de magia. 

Nos quedamos allí solamente él y yo. No cruzamos palabras. Solo le dije: “vamos a casa”. Ese camino de 30 metros se hizo largo. El padre adelante y el hijo culpable atrás. Iba como cordero al matadero. ¿Qué voy a hacer? Pensé. ¿Cómo lo voy a disciplinar? ¿Qué sucede si solamente le hablo y lo perdono? ¿Será suficiente? ¿Qué clase de castigo debía recibir? “Seré firme”, decidí. “Debe saber que nunca más podrá pronunciar esas palabras...”.
Ya cerca de la puerta, en esa noche que parecía más oscura que nunca, mi hijo corrió hacia mí y me tomó de las piernas y se puso a llorar. “No me dejaré conmover”, pensé. “Este niño quiere convencerme con sus lágrimas para que no lo castigue”. “No voy a ceder”, confirmé. Con frialdad le dije:

—¿Qué quieres?

Entonces su respuesta sí que me conmovió. Nunca habría esperado una reacción así.

—¡Castígame, papá! —Me suplicó—. ¡Castígame! No puedo dejar de decir esas palabras. Yo digo que no las diré más y me salen nuevamente. Allí en la sombra de esa noche de verano, abracé a mi hijo y pensé: “eso también me pasa a mí. No quiero hacer muchas cosas y las hago”.
—¡Perdóname Padre! —exclamé. Luego de largos minutos juntos, y de mezclar literalmente nuestras lágrimas, creo firmemente que ambos fuimos perdonados. 

Llamado
Has cargado por años un dolor inmenso por tu pecado. 
Tal vez has pensado que es algo normal o que el tiempo lo arreglaría. No te engañes, el pecado no es normal, es mortal. Solo Cristo puede librarte de ese peso que llevas en el alma. 
Los psicólogos intentarán minimizar tu culpa, pero no dará resultado. Cristo es el único que te puede librar, si con arrepentimiento le dices “Señor no quiero esconder más mi pecado, te lo confieso y sé propicio a mí, que soy pecador”. Aprovecha esta ocasión para abrir tu corazón y al igual que la mujer que derramó el perfume, ven a los pies de Jesús. El llanto espiritual no produce desconsuelo. Junto al llanto vendrá la mano compasiva de Cristo que consuela a los afligidos y seca las lágrimas de sus hijos. Entonces oirás las palabras de un Cristo lleno de compasión, que te dice: “Tus pecados te son perdonados, vete y no peques más”. 

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