¿Qué está mal en el mundo? ¿Por qué las personas son capaces de hacer cosas tan terribles? Si existe tanta tierra para plantar, tecnología y personas para trabajar, ¿por qué hay tanta hambre y pobreza? ¿Por qué las naciones entran en guerra y cometen atrocidades? ¿Por qué existe tanta confusión política y religiosa? ¿Por qué sufren las personas inocentes? ¿Por qué surgen tantas enfermedades? ¿Por qué morimos si nos fue dado el privilegio de la vida? Son muchas preguntas, pero necesitamos responder a una cuestión que tal vez sea aún más compleja: ¿cómo explicar el mal si existe un Dios todopoderoso?
El siguiente razonamiento se le atribuye a Epicuro, un filósofo de la antigüedad: “Dios desea impedir el mal, ¿pero no es capaz? Entonces, él no es omnipotente. Él es capaz, ¿pero no desea evitar el mal? Entonces, él es malo. ¿Él es capaz y desea combatir el mal? Entonces, ¿de dónde viene el mal?”.
Eso puede explicarse de una forma más simple. Imagine que tiene un amigo de la infancia que ahora es muy rico, con más de mil millones de dólares en la cuenta bancaria, y usted está pasando hambre. Imagine que él va a su casa, ve su situación, dice que es su amigo y no le da ni un kilo de arroz. ¿Qué diría? Que está mintiendo o que usted no le gusta, ¿verdad?
Es eso lo que somos tentados a pensar cuando las luchas y tragedias golpean a nuestra puerta. Un padre puede preguntar: “¿Por qué Dios permite que mi hija de cuatro años tenga leucemia?”. Una mujer puede cuestionar de la misma forma: “¿Por qué tengo que vivir en una cama y con dolor si ayudé a tantas personas?”. Un empresario puede lamentarse: “¿Por qué sufro jaquecas horribles todos los días?”. Un niño puede preguntar: “¿Por qué nadie impidió que mi perro fuera atropellado?”.
La ola mortal de la COVID-19 barrió el mundo y destruyó familias enteras, incluyendo a muchos que intentaban cuidarse, pero terminaron infectados. Una profesional de la salud de una gran ciudad sudamericana perdió 13 parientes cercanos, entre ellos su esposo, padre, madre, hijo y otros. Para las personas así, el problema del mal no es solo una cuestión filosófica, sino un golpe casi insoportable.
Si esas preguntas tienen una respuesta, ¿dónde encontrarlas? ¿Quién sería lo bastante confiable o tendría la autoridad para presentar una solución? En una era en que cada uno tiene su verdad, ¿será que existirá una verdad absoluta sobre el tema del mal? El educador George Knight afirma, en su libro Philosophy and Education [Filosofía y educación], página 11, que existen solo cuatro fuentes humanas de conocimiento: (1) los sentidos; (2) la autoridad; (3) la razón; y (4) la intuición.
Nuestros sentidos (la visión, el tacto, el olfato, el gusto y la audición) no nos dieron una respuesta satisfactoria sobre el mal hasta hoy. La razón, con sus filosofías, solo ofrece posibilidades. La autoridad puede intentar imponer una respuesta, pero posiblemente estará relacionada a algún interés. Y la intuición, lo que sentimos, puede no ser una guía confiable. Entonces, ¿qué nos queda si todas las fuentes no son suficientes? ¿Cómo podemos entender este problema y vivir mejor en este mundo?
Felizmente, hay una fuente más de conocimiento: ¡la revelación! La revelación es un conocimiento que está más allá de lo que el ser humano puede percibir, razonar, querer o sentir. Es una fuente de información espiritual, concedida espiritualmente a las personas que dejaron escritos sagrados por eras. Esos escritos contienen profecías que se cumplieron a lo largo de la historia. Trajeron verdades que renuevan la esperanza y transforman vidas. Son las Sagradas Escrituras, la Biblia, cuyo mayor autor es Dios.
Dios inspiró a 40 escritores a lo largo de más o menos 1.600 años para mostrarnos la verdad. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Ellos escribieron con sus palabras, pero el contenido, lo que tenían que decir, vino de Dios. “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios habla- ron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:20, 21). Fue el Espíritu Santo quien les dio el mensaje que ellos escribieron, cada uno a su manera.
En esta semana, vamos a hacer un viaje increíble por esa revelación para descubrir lo que la Biblia enseña sobre el origen del mal. Varias profecías bíblicas tratan de un “conflicto grande” (Daniel 10:1), o sea, hablan de una batalla entre el bien y el mal que involucra el cielo y la tierra. En verdad, directa o indirectamente, toda la Biblia trata del gran conflicto entre el bien y el mal. Los dos primeros capítulos de la Biblia, Génesis 1 y 2, hablan del mundo perfecto que existía antes de la entrada del pecado. Los dos últimos capítulos, Apocalipsis 21 y 22, hablan de un mundo perfecto que existirá después de la erradicación del pecado. De Génesis 3 a Apocalipsis 20, vemos a un Dios preocupado e involucrado en nuestros problemas. Es un Dios que fue hasta las últimas consecuencias, que se hizo humano y se sujetó a la realidad del dolor y de la muerte para salvarnos. Es en ese momento cuando la historia cambia de figura. Es el millonario que se hace pobre para ayudar a su querido amigo. ¿Puede imaginarlo?
Si usted quiere entender más de este y de otros temas, entonces, lo invitamos a ser parte en esta semana única. No se pierda ningún día, ningún minuto. ¡Traiga a sus amigos y su familia! Dé lo mejor de sí para descubrir lo que este conocimiento revelado y sagrado tiene para decir. No está obligado a aceptar, pero está invitado a reflexionar y darse una chance de descubrir una nueva perspectiva que puede cambiar su manera de ver el mundo, traer paz a su corazón y una dirección segura para su vida.
Hoy, vamos a entender un poco más sobre cómo el mal y este gran conflicto comenzaron. A lo largo de la semana, vamos a ver algunos episodios o batallas del gran conflicto en historias y enseñanzas fantásticas, entonces, haga planes de estar aquí y escuchar lo que Dios tiene para decirle.
Ahora, veamos nuestra primera gran lección de esta noche.
I. Dios creó el bien, pero algunos de sus hijos eligieron el mal.
La Biblia enseña que las obras de Dios son buenas y perfectas. Según la Palabra de Dios, no existe una idea de mal necesario, pues “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Por el contrario: en la creación, hay variedad y sabiduría (Salmo 104:24). “Los cielos cuentan la gloria de Dios” (Salmo 19:1). Todo vino a la existencia por medio de sus palabras: “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Salmo 33:9). “Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto” (Deuteronomio 32:4). Todo lo que él creó era bueno, y el conjunto total era “bueno en gran manera” (Génesis 1:25, 31). Por sobre todo, Dios es amor (1 Juan 4:8). Lógicamente, no hay ni hubo ningún propósito divino en provocar la existencia del mal, pues de Dios solo emana el bien. Él es la fuente del bien.
Sin embargo, la libertad es una de las cosas más importantes para Dios. Él hizo a todos los seres del universo libres. Por tener libre albedrío, o sea, el derecho de elegir por nosotros mismos, somos capaces de elegir entre el bien y el mal. Muchas veces en la vida somos confrontados con situaciones del tipo: decir la verdad o mentir, ser honestos y fieles o no, comer lo que hace mal o lo que hace bien.
En la misma corte celestial surgió una nota discordante: el pecado en forma de orgullo. Lucifer, el ser más cercano a la gloria de Dios, anheló esa gloria para sí mismo. Él quiso ser como Dios y dominar como Dios. El libro de Ezequiel presenta su identidad, y el libro de Isaías revela su proyecto de poder. Él era un “querubín grande, protector”, estaba “en el santo monte de Dios”, era “perfecto [...] en todos sus caminos” hasta que, inexplicablemente, “se halló en él maldad” (Ezequiel 28:14, 15).
“Subiré al cielo”, planeaba Lucifer, “en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:12-14). Fue ese ser angelical quien trajo la terrible novedad del pecado al universo. Con mucho carisma e influencia casi irresistible, su acción de engaño generó dudas en los otros ángeles que se unieron a él. Según el Apocalipsis, “Hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón”; Lucifer es el “gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él” (Apocalipsis 12:7, 9).
La rebelión de Lucifer involucró a un tercio de los ángeles del cielo, según Apocalipsis 12:4, y después abarcó la Tierra, lo que veremos mañana. El punto es que el mal se esparció y generó un enorme problema en el universo. No fue creado por Dios, pero fue una parte de los ángeles que eligió el mal y se rebeló. Después fue la humanidad que también eligió experimentar el mal, y entonces surgieron todas las consecuencias terribles que sentimos hoy. Pero Dios siguió luchando. El gran conflicto aún continúa a nuestro alrededor. Dios y Satanás, ángeles del bien y del mal. Sin embargo, ¿qué podemos hacer para ser salvos en este escenario de guerra cósmica?
II. Lucifer trajo el mal, pero Jesús intervino para restaurar el bien
Si Lucifer quiso subir al trono, Jesús descendió de él. Si el orgullo de Lucifer miraba la divinidad, Jesús eligió rebajarse y asumir nuestra humanidad. En Filipenses encontramos un proyecto total- mente contrario al de Lucifer. Jesús se hizo carne. Fue hecho un poco menor que los ángeles. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8).
Vea que Jesús descendió una escalera: de Dios a hombre, de hombre a siervo (o mejor, “esclavo”, según el texto griego), de siervo a condenado a muerte, la peor y más vergonzosa de ellas, la muerte de cruz. Siendo Dios, Jesús se hizo carne, se hizo uno de nosotros, haciéndose Dios con nosotros (Juan 1:1-3; 14). Como en la historia de Espartaco, él se hizo esclavo para liberar a los esclavos.
Si Lucifer tenía un proyecto de poder, Jesús tenía un proyecto de servicio. Él no vino solo para tener una experiencia humana y volverse semejante a nosotros. En el plan de Dios, su encarnación debería llevarlo a la cruz, donde él daría su vida por nosotros. Para vencer, él tendría que “perder” a los ojos del mundo. Jesús tendría que morir para que otros vivieran.
Él era el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Juan 1:29; Apocalipsis 13:8). O sea, el plan con su sacrificio había sido hecho antes que surgiera el pecado. En su omnisciencia y sabiduría, Dios creó un plan para salvar a la humanidad incluso antes de que esta fuera arrastrada por el gran conflicto. En ese plan, en lugar de exigir sacrificios y compensaciones humanas, Dios se dispuso a sufrir las consecuencias del pecado en nuestro lugar.
En Apocalipsis 5, Juan lloraba porque el libro del pacto y del des- tino de la humanidad no podía ser abierto por nadie. Sin embargo, pronto escuchó: “No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos”. Cuando giró para ver, Juan vio “en pie un Cordero como inmolado”. El Cordero, que representa a Jesús, tomó el libro y, cuando lo hizo, todos se postraron, diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación [...] y reinaremos sobre la tierra” (Apocalipsis 5:5-10).
A pesar de causar gran estrago y dolor en el cielo y en la Tierra, Lucifer perdió y Jesús venció. El pecado surgió en un querubín ungido (Ezequiel 28:15), pero otro Ungido (el Mesías, Cristo) vino para destruir las obras del diablo (Daniel 9:24; 1 Juan 3:8). Que Dios se involucre con el problema del mal es la respuesta a todas las preguntas. Jesús caminó en un mundo de dolor y muerte. Él vino para curar, enseñar y salvar. El diablo fue lanzado a la Tierra mientras que el nombre de Jesús fue exaltado sobre todo nombre (Filipenses 2:9-11). Después de descender la escalera para servir, Jesús fue glorificado por el Padre. Él venció, y nosotros vencemos con él.
Él, por la sangre del Cordero (Apocalipsis 12:11). El Hijo del Hombre reina, y por eso nosotros reinaremos con él (Daniel 7:14, 27).
Para reinar con él, necesitamos tomar una decisión hoy. Hoy necesitamos elegir. “[...] hoy [...] os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 30:19).
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo actuaron en armonía para resolver el problema del mal sin destruir la libertad que nos fue concedida. Dios nos invita a usar nuestra libertad para dejar la rebelión y creer en Jesús: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Para ser salvo, es necesario creer en Él. Eso también significa que necesitamos querer. Por eso, antes de realizar una curación, Jesús preguntaba: “¿Qué quieres que te haga?” (Lucas 18:41). Hoy, en este escenario de conflicto y rebelión, Jesús lo mira y le dice las mismas palabras: “¿Qué quieres que te haga?”.
Llamado
El mundo está sumergido en un gran conflicto espiritual. Todos los días, sufrimos las consecuencias de ese conflicto, que está estampado en la radio, en la TV y en internet. Por detrás de todo, está la realidad del pecado, con el orgullo, el egoísmo y toda maldad. Solo Dios puede salvarnos del pecado. Solo él tiene el remedio para esa enfermedad que infectó a parte de los ángeles y todos los seres humanos.
No podemos salvarnos a nosotros mismos. Dependemos de que nos salven. Jesús vino para salvarnos. Desde el Antiguo Testamento, Jesús es el Cordero de Dios, la respuesta divina al problema del mal. Su dolor y su muerte son la respuesta al pecado que está a nuestro alrededor. Como Cordero de Dios, él vino para enfrentar el mal y dar su vida por nosotros, pagando el precio por nuestros pecados. Necesitamos mirarlo a él, creer en él y rendirnos a él. Solo él es capaz de revertir todas las tragedias y construir un nuevo mundo de paz. En esta semana, entenderemos como él hizo y hará eso. Sin embargo, ahora necesitamos tomar una decisión a su lado: elegir la vida, la vida que hay en Jesucristo, ¡pues él venció por mí y por usted!
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